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Terror
En 1987, Gabriele, exorcista jefe en la diócesis de Roma, es enviado por encargo directo del Papa a la abadía de San Sebastián, en España, ya que, según el Santo Padre, ese lugar alberga un mal oscuro muy poderoso que lleva vigente desde la Santa Inquisición. Basada en la vida de Gabriele Amorth.
9 de abril de 2023
29 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bueno. Pues, ¿qué decir de «El Exorcista del Papa» (2023)»? Russell Crowe vuelve a Roma para luchar en la lid, pero no ataviado con el atuendo y las armas de un gladiador para la diversión del pérfido emperador Cómodo (180 – 193 d.C.), sino vestido con sotana negra y armado de crucifijo y agua bendita, al servicio de un papa inventado (en 1987 el pontífice máximo de la Iglesia Católica era el polaco, y canonizado Karol Wojtila, conocido por todos como Juan Pablo II), al que da vida un Franco Nero, que no me esperaba ver tan bien conservado y con ganas todavía de dar guerra en el cine, aunque al hombre ya se le notan un poquillo los achaques de la edad. Uno de los principales iconos del cine italiano («La Batalla de Argel», 1966; «Augustine: The Decline of the Roman Empire», 2010; «John Wick: Chapter 2», 2017).
Desde que en 1973 William Friedkin destapó la «caja de los exorcismos» con su adaptación de la obra de William Peter Blatty con la magnífica y colosal cinta (para mí, la más terrorífica de todos los tiempos, junto con «The Omen», 1976 , de Richard Donner) interpretada por Max Von Sydow, Lauren Bacall, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb y Jason Miller, el listón para este (llamémoslo) «subgénero» quedó puesto de entrada tan alto, que de todas las secuelas, precuelas, «remakes», refritos y demás derivados, sólo atino a colocar cerca del hito, al «Exorcista III» (1990), dirigida por el propio Blatty (con George C. Scott, Brad Douriff, Jason Miller repitiendo y Ed Flanders); y «The Rite» (2011), de Mikael Håfström, muy dignificada por las actuaciones de Sir Anthony Hopkins, Rutger Hauer y Cyarán Hinds, como capaces de conservar ese aura tan intensa de sobrecogimiento y terror primario (teniendo en cuenta que en mi educación y cultura católicas, el demonio da mucho «yuyu»), Incluso me atrevería a añadir a esas excepciones «The Exorcism of Emily Rose» (2005), de Scott Derrickson, con el gran papel de Tom Wilkinson, y «The Devil Inside» (2012), de William Brent Bell, que a pesar de ser un «mockumentary» de serie inferior, es una de las pocas de este estilo que consiguió que me tuviera que cambiar los calzoncillos después de verla.
Cuando entré en la sala del cine, la primera imagen que quedó impresa en mis retinas fue la cantidad de asistentes con cajas repletas de palomitas; me dio un respingo intuitivo (y no supe porque hasta bien avanzado el metraje), porque jamás había asociado dicho manjar con una película realmente terrorífica que exigiese las dos manos en todo momento, para agarrarse a los brazos de la butaca. Después comprendí que «The Pope’s Exorcist» (2023), no llega ni mucho menos a las cotas de sudor frío, congestión de garganta y frío en la espalda a las que ponían (y ponen si alguien tiene arrestos de verlas en la completa oscuridad y soledad de la noche) las inmortales que he mencionado más arriba. Éstas abogan por un terror contemplativo, que apela a lo más primitivo de nuestros miedos, alimentado por los elementos culturales que hemos mamado de pequeños, y son hasta como un crisol en el que se reflexiona, y hasta se puede oler, atisbar, palpar… el mal en su origen, en su más pura esencia. Ese concepto o idea del mal que deja literalmente paralizado.
La propuesta de Julius Avery («Samaritan», 2022; «Overlord», 2018; «Son of a Gun», 2014), es una hibridación hacia una narrativa más aventuresca y/o detectivesca, que contiene trazas de cine fantástico en general, añadidos a lo que tendría que ser la pura y dura médula del terror, sobre todo cuando se trata del ejercicio de echar demonios. Es cierto que, a nivel temático se nos puede presentar como «una más de exorcismos», y de ello se cuida, pues el guion se sostiene básicamente por los referentes de «El Exorcista» y «The Rite», de los que, no es que toma prestadas, sino que directa y descaradamente confisca ideas, no sólo en lo que concierne al discurso, sino incluso en ciertos momentos de los que se podrían desprender calcos y referencias gráficas de las dos mencionadas anteriormente. Coge la masa madre, no para cocer un auténtico pan. En vez de eso, se hace una pizza algo estrafalaria, que lleva al espectro de una audiencia más generalista, claramente su público diana, a la que le va más el enfoque del horror al estilo de parque temático: «¡Bienvenidos al Exorcismo de Port Aventura!», en el que los contenidos del género terminan por caer casi a cotas caricaturescas.
La parte técnica del «film» es lo más decente. En lo que respecta a la fotografía de Khalid Mohtaseb, que combina la tétrica luz rebajada con tonos calientes en las escenas que se quieren impregnar de inquietud, de la presencia del Mal, con agradables vistas panorámicas de verdes bosques que rodean la casa señorial (una abadía), que a simple y primera vista, desde el exterior, parecerá mentira que en sus tripas se desarrollen tan aciagos y horribles hechos.
La banda sonora de Jez Kurzel es correcta. Pero sosa. Destaca y se agarra más a ese carácter que busca el misterio e intriga, haciendo un caldo marino con la partitura de la orquesta, apto para cocinar unas albóndigas con sepia (entiéndase la metáfora, en alusión al híbrido que refería antes), pero que destrozaría por completo una pieza de ternasco al horno.
El «set» principal es la abadía en ruinas que Julie (Alex Essoe) hereda de su recientemente fallecido esposo en un accidente de tráfico, y a la que la madre, con lo puesto, se muda con sus dos hijos, la inadaptada y rebelde adolescente Amy (Laurel Marsden), y su hermano menor Henry (Peter DeSouza-Feighoney), para vivir allí mientras la restauran, y venderla después. El caserón, tanto de exterior como en el interior, nos recordará a innumerables decorados que en la historia del cine han representado la morada de icónicos monstruos, como el Conde Drácula. El polvo, las telarañas, el mobiliario de época, las cristaleras, las habitaciones y un espeluznante sótano que parecerá ser la ruta que conduce a la puerta del mismísimo infierno,
Desde que en 1973 William Friedkin destapó la «caja de los exorcismos» con su adaptación de la obra de William Peter Blatty con la magnífica y colosal cinta (para mí, la más terrorífica de todos los tiempos, junto con «The Omen», 1976 , de Richard Donner) interpretada por Max Von Sydow, Lauren Bacall, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb y Jason Miller, el listón para este (llamémoslo) «subgénero» quedó puesto de entrada tan alto, que de todas las secuelas, precuelas, «remakes», refritos y demás derivados, sólo atino a colocar cerca del hito, al «Exorcista III» (1990), dirigida por el propio Blatty (con George C. Scott, Brad Douriff, Jason Miller repitiendo y Ed Flanders); y «The Rite» (2011), de Mikael Håfström, muy dignificada por las actuaciones de Sir Anthony Hopkins, Rutger Hauer y Cyarán Hinds, como capaces de conservar ese aura tan intensa de sobrecogimiento y terror primario (teniendo en cuenta que en mi educación y cultura católicas, el demonio da mucho «yuyu»), Incluso me atrevería a añadir a esas excepciones «The Exorcism of Emily Rose» (2005), de Scott Derrickson, con el gran papel de Tom Wilkinson, y «The Devil Inside» (2012), de William Brent Bell, que a pesar de ser un «mockumentary» de serie inferior, es una de las pocas de este estilo que consiguió que me tuviera que cambiar los calzoncillos después de verla.
Cuando entré en la sala del cine, la primera imagen que quedó impresa en mis retinas fue la cantidad de asistentes con cajas repletas de palomitas; me dio un respingo intuitivo (y no supe porque hasta bien avanzado el metraje), porque jamás había asociado dicho manjar con una película realmente terrorífica que exigiese las dos manos en todo momento, para agarrarse a los brazos de la butaca. Después comprendí que «The Pope’s Exorcist» (2023), no llega ni mucho menos a las cotas de sudor frío, congestión de garganta y frío en la espalda a las que ponían (y ponen si alguien tiene arrestos de verlas en la completa oscuridad y soledad de la noche) las inmortales que he mencionado más arriba. Éstas abogan por un terror contemplativo, que apela a lo más primitivo de nuestros miedos, alimentado por los elementos culturales que hemos mamado de pequeños, y son hasta como un crisol en el que se reflexiona, y hasta se puede oler, atisbar, palpar… el mal en su origen, en su más pura esencia. Ese concepto o idea del mal que deja literalmente paralizado.
La propuesta de Julius Avery («Samaritan», 2022; «Overlord», 2018; «Son of a Gun», 2014), es una hibridación hacia una narrativa más aventuresca y/o detectivesca, que contiene trazas de cine fantástico en general, añadidos a lo que tendría que ser la pura y dura médula del terror, sobre todo cuando se trata del ejercicio de echar demonios. Es cierto que, a nivel temático se nos puede presentar como «una más de exorcismos», y de ello se cuida, pues el guion se sostiene básicamente por los referentes de «El Exorcista» y «The Rite», de los que, no es que toma prestadas, sino que directa y descaradamente confisca ideas, no sólo en lo que concierne al discurso, sino incluso en ciertos momentos de los que se podrían desprender calcos y referencias gráficas de las dos mencionadas anteriormente. Coge la masa madre, no para cocer un auténtico pan. En vez de eso, se hace una pizza algo estrafalaria, que lleva al espectro de una audiencia más generalista, claramente su público diana, a la que le va más el enfoque del horror al estilo de parque temático: «¡Bienvenidos al Exorcismo de Port Aventura!», en el que los contenidos del género terminan por caer casi a cotas caricaturescas.
La parte técnica del «film» es lo más decente. En lo que respecta a la fotografía de Khalid Mohtaseb, que combina la tétrica luz rebajada con tonos calientes en las escenas que se quieren impregnar de inquietud, de la presencia del Mal, con agradables vistas panorámicas de verdes bosques que rodean la casa señorial (una abadía), que a simple y primera vista, desde el exterior, parecerá mentira que en sus tripas se desarrollen tan aciagos y horribles hechos.
La banda sonora de Jez Kurzel es correcta. Pero sosa. Destaca y se agarra más a ese carácter que busca el misterio e intriga, haciendo un caldo marino con la partitura de la orquesta, apto para cocinar unas albóndigas con sepia (entiéndase la metáfora, en alusión al híbrido que refería antes), pero que destrozaría por completo una pieza de ternasco al horno.
El «set» principal es la abadía en ruinas que Julie (Alex Essoe) hereda de su recientemente fallecido esposo en un accidente de tráfico, y a la que la madre, con lo puesto, se muda con sus dos hijos, la inadaptada y rebelde adolescente Amy (Laurel Marsden), y su hermano menor Henry (Peter DeSouza-Feighoney), para vivir allí mientras la restauran, y venderla después. El caserón, tanto de exterior como en el interior, nos recordará a innumerables decorados que en la historia del cine han representado la morada de icónicos monstruos, como el Conde Drácula. El polvo, las telarañas, el mobiliario de época, las cristaleras, las habitaciones y un espeluznante sótano que parecerá ser la ruta que conduce a la puerta del mismísimo infierno,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
y del que emanará la fuente de maldad que hará imposible la vida a los nuevos inquilinos de la casa, poseyendo a Henry, oprimiendo a Amy, (busquen ustedes la diferencia entre posesión y opresión demoníaca) desesperando a su sufrida progenitora y retando a los dos sacerdotes, el Padre Esquivel (Daniel Zovatto) y el Padre Amorth (Crowe), que acudirán en auxilio de las víctimas, a enfrentarse al demonio que tiene ahí su guarida.
En la aventura y empeño de los dos religiosos, los efectos especiales (algunos muy bien conseguidos, otros mediocres, hasta deplorables, por el nivel de desarrollo de las tecnologías de imagen y sonido de nuestra época, de todo el clásico repertorio de las posesiones) se cargan cualquier vestigio de realismo de las situaciones que se representan, supuestamente basadas en los casos verídicos que trató el Padre Gabriel Amorth. La patente desvergüenza en primar el exceso de aparatosidad a los fenómenos que se pretende relatar al espectador, da al traste con toda posible sugestión del «miedo espiritual» que debería inspirar un «film» de estas características.
Los diálogos son flojos, acorde con esa prioridad dada a la acción y a la pomposidad visual, y lo poco que de ello tiene sustancia, está compuesto por un collage de frases lapidarias que emanan del ingenio chistoso del personaje de Amorth, o tomadas de películas primas hermanas suyas.
El elenco protagonista está encabezado por la pareja de sacerdotes, cuyo rol y dinámica relacional entre ellos se construye sobre la clásica estructura de un «buddy film»; como de dos agentes del FBI en misión gubernamental de pillar a un peligroso terrorista (nada más ver la última escena en la que aparecen las «oficinas secretas» del Vaticano, como en una de «Mission: Impossible»), o, como en la saga de «Men In Black», de buscar y eliminar a peligrosos alienígenas que han venido a nuestro planeta (en referencia a la mitología del demonio que posee a Henry, uno de los 200 ángeles caídos que Dios mandó al Infierno, por 200 puntos de la Tierra que figuran ser puertas al averno, entre ellos la Abadía).
No podemos obviar las nostálgicas referencias y guiños que un desgastado Crowe actúa; la más evidente, su llegada en «scooter» a la propiedad de los Vásquez, como si hubiera viajade en ese vehículo a España, desde el Vaticano (donde también se desplaza por sus calles en una de estas motocicletas), recordándonos el tan poco creíble como mítico galope de Máximo Décimo Meridio, de las hibernales fronteras del Imperio hasta su Hispania natal, en un tiempo récord, para encontrarse su villa saqueada y a su familia asesinada por los pretorianos del emperador.
El libreto, sobremanera acartonado y hecho a base de cosidos y recortes de otras piezas, no profundiza, ni es capaz de dar el suficiente trasfondo dramático (ni con los «flashbacks») al atormentado pasado de los curas, que el demonio utilizará para confundirles y vencerles. Así como tampoco confiere ningún tipo de relieve a los miembros de la familia Vásquez, que una vez liberado Henry del demonio al estilo («entra en mí»), que actuó Miller en el 73, son despachados de la escena, montándoles el padre español en el Seat Marbella en el que se vinieron, como si molestaran ya ante la cámara después del número de la posesión (Henry, poseído, resulta bastante cómico diciendo palabrotas y mostrando los «brackets» dentales, en una figuración que es clavada a la de Smeagol en «The Lord of Rings»).
Ni el último giro de un guion que se aguanta con pinzas de arrancar cejas, consigue enmendar una desvirtuada trama que, seguramente, no será plato de buen gusto para todos los incondicionales de las posesiones cinematografiadas, entre los que me cuento. Pero a pesar de no cumplir las esperadas expectativas, entre ellas las de hacer un retrato real (y no ficticio) del Padre Amorth, consigue entretener de manera simpática (excepto en el enésimo resobao de determinadas «secuencias-cliché»), a lo largo de sus 103 minutos de duración.
En la aventura y empeño de los dos religiosos, los efectos especiales (algunos muy bien conseguidos, otros mediocres, hasta deplorables, por el nivel de desarrollo de las tecnologías de imagen y sonido de nuestra época, de todo el clásico repertorio de las posesiones) se cargan cualquier vestigio de realismo de las situaciones que se representan, supuestamente basadas en los casos verídicos que trató el Padre Gabriel Amorth. La patente desvergüenza en primar el exceso de aparatosidad a los fenómenos que se pretende relatar al espectador, da al traste con toda posible sugestión del «miedo espiritual» que debería inspirar un «film» de estas características.
Los diálogos son flojos, acorde con esa prioridad dada a la acción y a la pomposidad visual, y lo poco que de ello tiene sustancia, está compuesto por un collage de frases lapidarias que emanan del ingenio chistoso del personaje de Amorth, o tomadas de películas primas hermanas suyas.
El elenco protagonista está encabezado por la pareja de sacerdotes, cuyo rol y dinámica relacional entre ellos se construye sobre la clásica estructura de un «buddy film»; como de dos agentes del FBI en misión gubernamental de pillar a un peligroso terrorista (nada más ver la última escena en la que aparecen las «oficinas secretas» del Vaticano, como en una de «Mission: Impossible»), o, como en la saga de «Men In Black», de buscar y eliminar a peligrosos alienígenas que han venido a nuestro planeta (en referencia a la mitología del demonio que posee a Henry, uno de los 200 ángeles caídos que Dios mandó al Infierno, por 200 puntos de la Tierra que figuran ser puertas al averno, entre ellos la Abadía).
No podemos obviar las nostálgicas referencias y guiños que un desgastado Crowe actúa; la más evidente, su llegada en «scooter» a la propiedad de los Vásquez, como si hubiera viajade en ese vehículo a España, desde el Vaticano (donde también se desplaza por sus calles en una de estas motocicletas), recordándonos el tan poco creíble como mítico galope de Máximo Décimo Meridio, de las hibernales fronteras del Imperio hasta su Hispania natal, en un tiempo récord, para encontrarse su villa saqueada y a su familia asesinada por los pretorianos del emperador.
El libreto, sobremanera acartonado y hecho a base de cosidos y recortes de otras piezas, no profundiza, ni es capaz de dar el suficiente trasfondo dramático (ni con los «flashbacks») al atormentado pasado de los curas, que el demonio utilizará para confundirles y vencerles. Así como tampoco confiere ningún tipo de relieve a los miembros de la familia Vásquez, que una vez liberado Henry del demonio al estilo («entra en mí»), que actuó Miller en el 73, son despachados de la escena, montándoles el padre español en el Seat Marbella en el que se vinieron, como si molestaran ya ante la cámara después del número de la posesión (Henry, poseído, resulta bastante cómico diciendo palabrotas y mostrando los «brackets» dentales, en una figuración que es clavada a la de Smeagol en «The Lord of Rings»).
Ni el último giro de un guion que se aguanta con pinzas de arrancar cejas, consigue enmendar una desvirtuada trama que, seguramente, no será plato de buen gusto para todos los incondicionales de las posesiones cinematografiadas, entre los que me cuento. Pero a pesar de no cumplir las esperadas expectativas, entre ellas las de hacer un retrato real (y no ficticio) del Padre Amorth, consigue entretener de manera simpática (excepto en el enésimo resobao de determinadas «secuencias-cliché»), a lo largo de sus 103 minutos de duración.