Parecía ser una secuela más que entretenida, pero a duras penas logra sostener el entretenimiento matizado por la tensión a la que se ven subyugados sus personajes. A la hora de definir las cartas, los personajes, todos, se quiebran, se deshacen como si hubieran sido hechos de azúcar.
Con una primera media hora marcada por la psicorigidez del personaje que interpreta Liam Neeson, pero de la mano con ella, del éxito del pensamiento racional, el film logra hacer erizar la piel. Luego empieza un lento descenso del que no acabará de reponerse; al contrario, se va a cerrar de un modo un tanto tosco con un villano que tampoco acaba de creerse que todo haya ocurrido así.