Quienes se sienten delante de La vida de Pi están de suerte: el director les ofrece dos películas al precio de una.
La primera película se divide, a su vez, en dos partes. Los 45 minutos iniciales (así a ojo) son una especie de Big Fish en versión hindú, con personajes simpáticos y una fotografía alegre, de vivos colores.
Después de esta larga presentación todo cambia y llegamos por fin a lo que estábamos esperando con ansia: el relato de la supervivencia del chico y el tigre, una majestuosa e inverosímil sucesión de imágenes a mayor gloria del 3D. No cometan el error que cometió un servidor y vayan a verla en 3D. De lo contrario corren el riesgo de que se les haga tediosa.
Terminada esta explosión de belleza onírica, a uno se le queda una sensación de vacío y de decepción. ¿Y esta es la historia que nos iba a hacer creer en Dios? Hmmm. Demasiado zooplancton fosforescente y demasiada poca chicha.
Entonces empieza la segunda película, que dura unos escasos 5 minutos. Y entonces te quedas con cara de tonto.
Hermosa, escalofriante alegoría sobre la creencia en Dios. A mí, desde luego, me ha convencido.
spoiler:
El protagonista nos ofrece dos versiones del naufragio del barco. En una, el chico y el tigre se salvan la vida mutuamente y acaban por desarrollar una especie de vínculo místico entre ellos, que les permite atravesar el Pacífico mientras son testigos de las maravillas de la naturaleza. En la otra versión del naufragio, el chico es testigo de los horrores de la condición humana y se enfrenta, solo y desamparado, al insoportable vacío del océano.
“Ninguna de las dos historias explica por qué se hundió el barco”, dice Pi al final, “pero en las dos historias yo sufro. ¿Con cuál te quedarías tú?”
Yo creo que todos nos quedaríamos con la del tigre.
“Pues lo mismo pasa con Dios”