Cine real, sin manierismos, de un país que intenta modernizarse sin poder dejar atrás el peso de su tradición, su religión; que impregna todos los resquicios de la vida convirtiéndose en el todo, en lo que prevalece.
Un divorcio que represente esa dicotomía, la respuesta sobre donde se encuentra el futuro, si en Irán, ese Irán de hombres como Nader, que creen en él, que con sus claroscuros luchan por él o en esos otros países que ya hayan superado todo eso, donde ya no hayan llamadas para consultar si alguna acción es pecado y es ahí donde entra la decisión de Termeh.
La belleza de la película es la sensación de estar viendo la historia de la vida de dos familias iraníes que también se debaten entre las contradicciones de este Irán, la fabulosa y natural interpretación de todos los actores, incluidas las niñas que mediante miradas son capaces de mantener conversaciones que encierran la profundidad del tema, la sumisión del diálogo a la imagen, a la cotidianidad, a la vida, a los silencios, a las mentiras y las medias verdades, a lo que se calló y nunca se dijo.