Un héroe no tiene por qué ser bueno por naturaleza. Aunque la posteridad guarde relatos sobre sus proezas, también debió superar desafíos morales que atormentaron su integridad. También se obsesionó. Ese lado oscuro de su vida es el que lo dota de humanidad y refuerza sus virtudes, convirtiéndolo finalmente en el héroe cuyas hazañas han de perdurar durante generaciones. Y es la clase de personaje que Darren Aronofsky nos presentó en 'El luchador' o 'Cisne negro'. Ninguno de sus protagonistas era un héroe, pero ambos se enfrentaban a sus realidades mostrando las carencias y debilidades del ser humano. Y ahora que el director neoyorquino tenía ante sí a un mismísimo elegido de Dios, quiso hacer lo mismo, abordar la lucha interior que supuso para él acabar con toda la humanidad, incluida su propia familia. Y falló.
Erró porque pretendió que 'Noé' supusiera el regreso triunfal de Hollywood a las grandes producciones bíblicas a través de una épica de cine de palomitas, unos personajes secundarios arquetípicos y prescindibles, una reflexión moral llevada a extremos grotescos y un discurso espiritual esbozado con trazos gruesos y perdido entre las más de dos horas de un metraje proclive a los bostezos. Aderezada con controvertidas licencias, la historia del Diluvio Universal nos trae a un Noé cuyo afán ecologista lo obliga a matar a seres humanos antes de permitir que cacen perros con los que alimentarse. Descendiente de Set -el tercer hijo de Adán y Eva-, emprende la misión de borrar de la faz de la tierra a los vástagos de Caín, salvando en un arca a todos los animales, únicos inocentes del mundo al carecer de la maldad de una humanidad corrupta.
La trama se enmarca en un paraje volcánico y una sociedad enferma propios del universo de 'Mad Max', donde Noé cuenta con la ayuda de unos ángeles caídos transformados en gigantes de piedra. Ellos protagonizan las escenas de acción con las que -al estilo de las batallas de 'El Señor de los Anillos'- Aronofsky trata de imprimir la epopeya en la película y despertar en el espectador unas emociones que se quedan en nada al compararlas con las que transmitía aquella cuadriga de caballos blancos que daba nueve vueltas en un circo romano. La fuerza visual se pierde entre unos añadidos de fantasía que no encajan con el guion, y la superproducción naufraga en una mezcla de géneros, todos inconclusos y mal cohesionados.
Russell Crowe encarna al protagonista y consigue despojarse de su peculiar caracterización para transmitir la fuerza de una persona obsesionada hasta las últimas consecuencias y que se debate entre cumplir la misión para la que ha sido encomendada o enfrentarse a la ira de Dios salvando a los suyos. Lástima que esté acompañado por personajes tan vacíos e insulsos: un Anthony Hopkins como un anciano con demencia senil y un Ray Winstone como un innecesario antagonista en el que plasmar la vileza del ser humano.
La apuesta valiente de Aronofsky de dotar a una adaptación bíblica -enfocada a llenar las salas de cine- con un sello de autor resulta demasiado postiza. Aunque el filme contiene secuencias potentes, su desarrollo es demasiado irregular y la unión de la espectacularidad cinematográfica con la profunda reflexión interior del protagonista no encaja. Al final, ninguna de las dos llega a buen puerto y el espectador se ahoga en la tormenta.

Diario de Navarra / La séptima mirada