Se mire por donde se mire, “Toni Erdmann” tiene poco de comedia. Si acaso un tipo de comedia triste, melancólica, casi compadeciéndose de su propia suerte. La película hace luce más en el plano dramático, ese que se inspira en lo que uno es en lo que desearía ser, y en la distancia enorme que suele haber entre ambos estados.

En cualquier caso, es una película no apta para todos los públicos, mucho más débil de lo que muestran sus múltiples nominaciones y premios internacionales, dejando claro que crítica y público pocas veces van de la mano. El trabajo que desarrolla es notable en algunos momentos, pero estos personajes apesadumbrados no cambian de semblante en toda la película. Se supone que debería haberse visto una evolución, un camino hacia un desenlace triste o positivo, pero parece como si la película se conformase en narrar y narrar sin avanzar.
Tampoco ayuda se excesivo metraje, casi tres horas en las que el espectador espera con ganas un punto de inflexión que llega muy al final y que no deja tiempo para conocer la historia más allá. Es un punto muy atrevido, lejos del perfil bajo que mantiene el guion en todo momento, sin una voz más alta que la anterior.

“Toni Erdmann” intenta y consigue narrar una agridulce relación entre padre e hija en la que ambos prefieren dejar a un lado sus problemas para seguir adelante, y con hechos más que con palabras, ayudan al otro a superar sus miedos y enfrentarse con aquello que les bloquea. Todo contenido y sin estridencias, con química entre personajes y silencios que lo dicen todo. Solo un guion más afilado y un tono más atrevido hubieran convertido a “Toni Erdmann” en una ácida reflexión del mundo egoísta que nos rodea. Aún así la lectura está presente y se agradece.