Arthur Rimbaud llega a París invitado por Paul Verlaine, quien ha quedado impresionado por sus poemas.

La película nos avisa nada más empezar de que “Verlaine era un gran poeta, pero Rimbaud era un genio”. Esta idea impregna la obra, que parte de la fascinación por Rimbaud, presentado como un adolescente libérrimo y provocador poseído de talento, decidido a romper con todo lo establecido. De ahí que no extrañe que el pobre Paul quede reducido a la caricatura, al remedo (la interpretación histriónica de David Thewlis no ayuda).

DiCaprio se luce, y justo es decirlo. Por otro lado, la relación tormentosa entre los poetas daría perfectamente para una serie (con varias temporadas); sólo el incidente de Bruselas llenaría un episodio. De aquellos años de vida “absurda y vergonzosa” queda la crónica, la interpretación superficial, pero falta el alma, la pasión. Y no hay duda de que en la existencia de ambos aquel tiempo debió de dejar secuelas*.

Nos ofrecen cuatro nociones básicas sobre el arte de los dos (las mismas cuatro que conocemos todos), y el resto del metraje lo usan para contarnos lo imprevisible, transgresor y original de la personalidad de Rimbaud, qué listo que era que nadie le comprendía. ¿Y Verlaine?, ¿el pobre Paul…? Poco menos que un vulgar y patético borracho con arrebatos violentos. Ya sólo hubiera faltado que se metieran con sus poemas. Hasta ahí podíamos llegar.