Vive gracias a sus palabras, su elocuencia y precisión en el lenguaje. Es el Woody Allen de siempre, mejorada puesta en escena, la melodía general nos agrada, una dirección de actores magnífica, que acompaña el halo de su creación con una dignidad apabullante. Cada lapidaria sentencia verbal engrandece la dinámica del momento, cada gramo de fotograma añade mito al director, no se acerca a lo de antaño, pero recoge el guante del olvidado mejor guionista. No se pierde en enrevesados e intrínsecos laberintos pasados, late en él el culmen de la magistral exposición de realidades innatas e intemporales, nos concede el don de la edonista perversión del qué dirán y nos engalana con la pomposa idea de la deidad moral. Esta vez sí que enseña su más cuidada diversificación cultural, pero en el melódico tic tac nos perdemos, sin que el tempo nos haga llegar con dignidad, podemos buscar el tac final, perdiendo fluidez; una segunda parte que no es capaz de mantener la futilidad temporal en el camino esperado. Amén de sus intenciones, no se malogra, pero pierde magnificencia. Buscamos sentirnos vivos, buscamos tener un fin vital, o una ansia de vivir, la esperada o no: equivócate...