A Kirk nunca le han gustado las alambradas. Y en esta película menos.
Nos resulta imposible desde nuestros adentros, dejar de admirar a este hombre que desafía al mundo, al progreso y al tiempo, por algo tan caro y tan precioso como es la libertad. Algo así querríamos poseer nosotros pero hace mucho que lo vendimos, nos metimos voluntariamente en una jaula y la cerramos con llave tirándola luego por el retrete.
Kirk contempla el cielo repleto de las estelas que dejan los aviones que ahora surcan en él. Mira la carretera por la que circulan coches a toda velocidad para ir a ningún sitio y observa la ciudad apiñada cuyos habitantes se comportan como hormigas preprogramadas.
El, no. Se ha plantado y ha dicho que no. Monta su caballo y se dirige a la casa de su amigo. Cruza la carretera y monta la de San Quintín, el mundo gira y él decide que lo va a parar. ¿Está loco o es el único cuerdo?.
Ni una cosa ni la otra. Sólo es un valiente. Y precisamente por serlo, va a estar sólo.
Un western bastante alegórico y soñador.
Una defensa de la libertad del individuo y del derecho a vivir como uno quiera hacerlo. Una batalla desigual, David contra Goliath, David cada vez se va a ver más cercado pero nosotros le empujaremos, a él y a su caballo, por los riscos y las cuestas de las montañas para que alcance la ansiada libertad.
Walther Mathau, el sheriff, le comprende y le admira. Mirando desde su jeep con su catalejos, al helicóptero que lo acosa, no puede evitar desear que ese hombre alcance la cima. Por eso se negará a reconocerle. El último hombre libre y pretendemos librarnos de él.