Gonzaga son varias películas al mismo tiempo: un recorrido por la Brasil del siglo pasado, una historia complicada entre padre e hijo, y un musical de las más profundas raíces del folclore verde-amarelo.
La película está especialmente recomendada para amantes del nordeste brasileño y cómo se dibuja hacia el siglo XXI. Los que no, la encontrarán un poco lenta y sosa al principio, sin embargo pueden atraparla por los varios temas que tiene.
La fotografía, los paisajes y el retrato de la vida de antaño está muy bien logrados. Buena producción e imagen de archivo de los artistas reales.
El film me llevó al nordeste de los coroneles -como imágenes nítidas que había anticipado con Jorge Amado en sus novelas-, la pobreza, el esfuerzo por surgir, la peregrinación a la gran ciudad -nos adentramos por la bohemia de Río de Janeiro- el machismo de la sociedad reflejado en el matrimonio de Gonzaga, la perseverancia y la vuelta a casa siendo un hijo prodigo llevado por las alas de la música popular alegre del forró. Y con el episodio de la dictadura que separa al país: padre pro-nación e hijo rebelde pro-comunista.
La forma de contar la historia, con el re-encuentro entre padre e hijo, ya adultos, alejados en vida al priorizar el primero su carrera musical a la familiar, nos adentra en una especie de documental muy bien librado, desde el cóctel de abandonos, desilusiones, triunfos, rabias acumuladas, y finalmente perdones que desembocan en un final apoteósico.
Gonzaga también es una película sobre la búsqueda de ese amor que nos dé la paz, como el enamorado que siempre vuelve al lugar donde grabó en un tronco las iniciales de su primer amor, símbolo de lo que pudo ser o no ser.