Del Paraíso cinematográfico del Dios Pablo Larraín nos ha brotado esta miniserie técnicamente impecable y artísticamente muy digna.
La historia atrapa inevitablemente, porque han sabido mantener la intriga y la curiosidad del espectador muy vivas, segundo a segundo. Seis capítulos que transcurren en una exhalación, con un añadido y magistral uso de la cámara a un ritmo vertiginoso. La steadicam moviéndose al compás de los personajes, en movimientos nítidos y muy expresivos, seguidos por innumerables zooms pausados, como el desarrollo de la historia. Primeros planos bellos y enfoques de maestro.
Las interpretaciones, sobresalientes la mayoría de ellas. Veo en los realizadores chilenos un don muy especial para la puesta en escena.
Y en un acto de valentía, al estilo de Haneke, dejan la trama sin resolver, porque desde el primer capítulo ya hemos tomado partido, sea cual sea. Porque en realidad la serie narra conflictos, de esos que da igual quién sea el culpable.
Solo importan las víctimas vivas. Los daños colaterales de la preocupante ausencia de comunicación y de empatía que asola a la Humanidad.