Tremenda película. Desgarradora, despiadada, brutal. Un descomunal homenaje a la “Legión americana”, a esa estrambótica cohorte de gladiadores de carne magullada, lacerada, ultrajada. Carne de cuadrilátero, de barra americana, de sórdidos tugurios. Carne de anabolizante, de lingotazo, de raya, de vendajes y reflex a tutiplén.

Y quién mejor que Mickey Rourke para concederle a Aronofsky el privilegio de contar con un traje hecho a medida. Un traje cuyo tallaje se ajusta como un guante a un personaje como Randy “El carnero” Robinson. Un despojo de la sociedad de consumo que, como Billy Tully en “Fat City”, atesora más huevos y humanidad que cualquier acomodado ciudadano de esa puta América, blanca y pija que citaba en cierta ocasión que no viene a cuento un conocido usuario de esta página.

Efectista en las escenas clave (los combates), Aronofsky evita marearnos con su habitual montaje frenético y se limita a ofrecernos un sobrio, austero y astringente discurso narrativo que no se anda por las ramas y que nos muestra un auténtico descenso a los infiernos; un descenso no exento de ciertos tópicos, inevitables a todas luces, que lejos de almibarar nuestra mirada revisten a “The wrestler” de una atmósfera poética muy, pero que muy, particular.

Lo dicho: tremenda.