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Voto de Antonio Morales:
7
Western El explorador Cable Hogue es abandonado en medio del desierto por sus crueles compañeros Taggart y Bowen, que le arrebatan la montura, el rifle y las provisiones. Después de caminar bajo un sol implacable durante cuatro días, cuando ya está al borde del colapso, nota que sus botas están húmedas... (FILMAFFINITY)
6 de diciembre de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película quizás sea la menos comprendida de Sam Peckinpah, en su estreno sufrió varias mutilaciones por parte de la censura, pues le amputaron casi veinte minutos. Cable Hogue, es casi una autobiografía de Peckinpah, una obra tierna, melancólica, humorística, triste y, en cierto modo, esperanzada. Una balada de amor, en el sentido más amplio y sano del término. Cable Hogue crea sin querer una gran familia, una serie de seres desarraigados que tienen ese brillo especial en la mirada que a Peckinpah tanto le importa. La espina dorsal del cine de Peckinpah se sostiene en el conflicto entre la supervivencia y el individualismo, es el hombre que es fiel a sus ideas y valores en lugar de guiarse por un régimen o credo.

Cable Hoge es el prototipo de antihéroe abocado al fracaso, casi un niño, que desconoce que el mundo va a una velocidad diferente a la suya, un buscador de oro abandonado por un par de desalmados colegas, a la suerte de Dios y los cuervos del desierto (amistad traicionada, tema recurrente del cineasta). Después de caminar tres días desesperados, encontrará agua, montando una parada para abastecer a la diligencia, un oasis reparador. Pero años después llegará a esos desolados parajes algo insospechado que lo descolocará, el automóvil, es el ocaso de los inadaptados. Cable Hoge ya no pertenece a ese mundo, es víctima del progreso, Peckinpah sabe que la aventura romántica ha terminado.

La iconografía es propia de los westerns que transcurren en desiertos: un infierno insondable de polvo, arena y rocas, lagartos y serpientes de cascabel, y un sol cegador e inclemente, exquisitamente plasmado por la cámara de Lucien Ballard, habitual operador del cineasta, en un registro de luz que el gran fotógrafo había experimentado en otros films clásicos. Pero junto a estos atisbos de regio clasicismo, Peckinpah se permite una serie de libertades inusuales. Algunas de ellas son fruto de la época, como el uso de la multipantalla y el zoom que detesto profundamente, junto a la cámara rápida que utiliza en par de ocasiones, en mi opinión lo peor del filme.

Jason Robards realiza un gran trabajo como Cable Hogue y Stella Stevens como la tierna prostituta Hildy, le dan a la historia una óptima mixtura de comedia y melancólico lirismo, que me recuerdan a Griffith y a Chaplin. Sin olvidar las excelentes baladas que ilustran la cinta y la música de Jerry Goldsmith en la que posiblemente es la película más iconoclasta de Sam Peckinpah.
Antonio Morales
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