Perdidos en un páramo siberiano después de que la ventisca hubiera borrado sus huellas (y con ellas, toda esperanza de hallar el camino de vuelta), el capitán y Dersú Uzalá se apresuran a recoger y apilar todas las espigas que encuentran a su paso, pero apenas si tienen unos minutos antes de que toque fondo el péndulo solar. El capitán, desfallecido, amaga de continuo con darse por vencido, y la ventisca, eclipsando a la música, aúlla con la fuerza de quien ve débil a su presa. Al final, solo Dersú Uzalá demuestra tener los arrestos para luchar por su vida y terminar el humilde cobertizo donde los dos consiguen sobrevivir. Así queda sellada la amistad entre ambos.

Cuando la edad empieza a asediar por todos los flancos a Dersú Uzalá, el capitán lo acoge en su casa, en la ciudad, y aquél dedica sus últimas energías a mimar al hijo de éste como si de su abuelo de tratase. Sin embargo, la vida civilizada, con sus normas, constriñe el instinto y doblega las alas de quien ya es demasiado viejo como para yacer indolente en lo que le parece un lecho de Procusto. Al final, poco después de abandonar la ciudad, Dersú Uzalá es encontrado muerto. En un silencio atronador, el capitán presencia su entierro y se despide de su viejo amigo.