El hecho de que no oigamos ni un solo diálogo sirve al objetivo que se marca Rosales de que la película nos cause inquietud, casi malestar. Pero también nos lleva al tedio de manera irremisible. Llega un momento en que no nos queda alternativa que tomárnoslo con cierto humor, y esperar a que pase algo. Algo relevante, al menos. Eso sí, cuando finalmente ocurre, el impacto es demoledor. Quizás compense esperar; quizás incluso fuera la intención de Rosales: la tediosa vida de Ion de pronto muta en un brutal asesinato y, lo que es más importante, somos absolutamente incapaces de saber por qué. Vemos al protagonista escapando en coche del lugar en que ha matado a un Guardia Civil de 24 años, contemplamos su rostro durante al menos un minuto y seguimos sin entender qué ha pasado por su cabeza. Tres días después de verla, sigo sin poder olvidar la incómoda sensación que me transmitió la película. Eso es positivo, sin duda. Pero desde un punto de vista puramente cinematográfico, la tensión narrativa es inexistente durante más de la mitad del metraje. Tengo sentimientos encontrado sobre el film, pero tengo claro algo: si quieres profundizar en el conflicto vasco, merece la pena esforzarse en verla. Destrozará muchos prejuicios.