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España España · Gijón
Críticas de La Soga
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Críticas 28
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
El castillo en el cielo
Japón1986
7,5
16.004
Animación
8
15 de junio de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cualquier excusa habría sido buena para hacer una parada en la obra de un cineasta capaz de trascender su género hasta convertirse en uno de los últimos grandes del séptimo arte. Pero el fantástico desenfreno de El baile de los vampiros era una oportunidad de oro para adentrarse en la filmografía de Hayao Miyazaki a través de uno de sus múltiples fetiches, en este caso el asalto a una fortaleza.

Serán dos jóvenes, Sheeta y Pazu, los que intenten traspasar los muros de El castillo en el cielo (Tenkū no Shiro Rapyuta, 1986), en un intento desesperado por desentrañar las claves de la desaparición de una civilización perdida mientras son perseguidos por Muska, un agente secreto del gobierno que no duda en manipular al ejército para alcanzar sus propios fines. Pero, en realidad, será alrededor del triángulo que sostiene el argumento donde se sitúen los verdaderos protagonistas, los grandes temas que el genio de Tokio ha popularizado hasta el punto de hacerse merecedor de dos Óscar de la Academia (mejor película de animación por El viaje de Chihiro en 2002 y Óscar Honorífico a su trayectoria en 2014): la fortaleza voladora, protegida por seres de otro mundo y convertida en una Arcadia abandonada capaz de preservar cientos de secretos y prodigios de la naturaleza; aviones, dirigibles y todo tipo de aeronaves rocambolescas, amables piratas del aire y ejércitos mecanizados; el relato, trepidante, lleno de fantasía y que dirige al espectador al corazón de una trama que no debe tanto seguir, como admirar. Una elaborada sucesión de las obsesiones de un autor que parece haberse obligado a sí mismo a ser siempre libre.

A pesar de todo, es probable que la verdadera magia de El castillo en el cielo se encuentre en todo lo que la película no cuenta; en los personajes, creaciones y paisajes que simplemente se esbozan, alimentando de este modo un misterio que les vuelve incluso más sugerentes. Lo cierto es que averiguaremos muy poco de los protagonistas de la historia, de los piratas que primero les persiguen y luego les ayudan o del militarismo que parece haber conquistado el mundo que se extiende a los pies de todos ellos. Incluso, solo podremos disfrutar unos segundos de personajes maravillosos como el anciano minero que vive en el subsuelo, charlando con las piedras, o el robot que ha cuidado en soledad, quién sabe durante cuánto tiempo, el precioso jardín de la fortaleza voladora y cuya aparición supone un auténtico clímax en la narración. Por supuesto, tampoco habrá ocasión para descubrir los secretos de los seres que levantaron ese maravilloso mundo volante, pero fueron incapaces de evitar su propia destrucción.

Querríamos saber más de todo lo que rodea El castillo en el cielo, mucho más; pero no tenemos tiempo porque Miyazaki pasa demasiado rápido las páginas de su propia imaginación. Afortunadamente, podremos volver a descubrir muchas de estas pequeñas historias en el singular relato que forman sus películas. Entristece pensar que estamos cada vez más cerca del momento en el que el tiempo comenzará a pasar por ellas. Pero si algo bueno tiene la imaginación, es que es capaz de resistir eso y más.
La Soga
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8
15 de junio de 2017
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de ver Sundown: The Vampire in Retreat (Anthony Hickox, 1989), una comedia vampírica de serie b, era imposible no continuar con la que es, por sus logros artísticos y la entidad de su realizador, la parodia por antonomasia de esta temática: El baile de los vampiros (1967), de Roman Polanski.

Tras alcanzar fama internacional con personalísimos títulos como Repulsión (1965) o Cul-de-sac (1966), el director franco-polaco decidió dar el salto a Hollywood con su primera película en color, de producción británico-estadounidense, y con la que quería parodiar los films de terror tan en boga entonces de la productora Hammer. Estamos en 1967 y es justo el momento previo a la tempestad personal que azotaría la vida del cineasta.

La historia, coescrita por Polanski junto a su por entonces guionista de cabecera, Gérard Brach, nos cuenta las peripecias de dos desastrosos cazavampiros en su viaje por Transilvania. Uno de ellos es el histriónico profesor Abronsius, trasunto cómico del Van Helsing de Bram Stoker con el aspecto de un Albert Einstein despistado (y que sería interpretado por un magistral Jack MacGowran) que se apodera de todas las escenas en las que aparece; el otro es Alfred, el ayudante del profesor, interpretado por el propio Roman Polanski, quien despacha una actuación discreta pero efectiva sustentada fundamentalmente en su comicidad gestual. Uno de los aciertos de la película es precisamente la química entre estos dos personajes, cuya relación en cierta manera supone una reedición de la eterna pareja Quijote – Sancho Panza, en esta ocasión en un periplo que les adentra, sin ellos saberlo, en el corazón de las tinieblas. Entre los personajes secundarios, destaca el majestuoso conde Von Krolock (genial Ferdy Mayne), un canónico vampiro aristocrático de parentela no reconocida con Drácula y de ironía tan afilada como sus propios colmillos; el hormonalmente alterado Shagal (hilarante Alfie Bass), posadero vampirizado para su propio deleite libidinoso; así como su hija Sarah (sosa pero deslumbrante Sharon Tate), arquetipo femenino clásico de terror, a medias entre objeto del deseo y de la perdición de los personajes masculinos.

Narrativamente, El baile de los vampiros está lejos de ser una película redonda. Comienza renqueante, con un pasaje inicial en la posada demasiado disperso, lo que hace que al espectador le cueste situarse. Sin embargo, superado ese bache, las piezas del puzle empiezan a encajar silenciosamente y cuando la pareja protagonista llega al castillo del conde Von Krolock, es imposible no sentirse hechizado por la fantasmagórica historia cual víctima de la mirada de un no muerto. Porque pese a su condición de sátira, el encorsetado guion va saliendo a flote impulsado por los aspectos técnicos del film, todos encaminados a crear zozobra y extrañeza: véase la desasosegante dirección de Polanski, la fría fotografía de Douglas Slocombe, la hipnótica partitura de Christopher Komeda o el logradísimo diseño de producción de Wilfred Shingleton. A esto ayuda además la concepción cómica del film, basada fundamentalmente en gags mudos (con la impronta del slapstick) que contribuyen a acrecentar esa atmósfera general de oscura ensoñación. Y es que si decíamos que uno de los grandes aciertos del film era la conexión en pantalla de su pareja protagonista, el otro es que, como toda buena parodia, la película consigue funcionar dentro del género que satiriza. Es, por tanto, sátira y homenaje a partes iguales. De hecho, ofrece escenas verdaderamente aterradoras como la del ataque del conde a la hija del posadero mientras se baña, la cual ha pasado por su plasticidad y lirismo a la historia del cine de terror.

El baile de los vampiros, traducción española literal del título británico, Dance of the Vampires, fue un rotundo fracaso en Estados Unidos, donde se presentó como The Fearless Vampire Killers or: Pardon Me, But Your Teeth Are in My Neck (Los valerosos caza vampiros, o perdón, pero sus colmillos están en mi cuello). Con este título y subtítulo nos hacemos una idea de la ligereza con la que se intentó vender la película en tierras yanquis, a lo que hay que añadir un error esencial: su distribuidor transoceánico, Martin Ransohoff, presentó un desastroso montaje diferente al de Polanski, se dice que como vendetta personal hacia el director por robarle a su representada, Sharon Tate, con quien se casaría un año más tarde. En Europa, donde se exhibió la versión original, la respuesta de crítica y taquilla fue mucho más positiva.

Sea como fuere, de lo que no cabe duda hoy en día es de que las virtudes de El baile de los vampiros, film nacido como menor por su condición de parodia-homenaje, lo han hecho trascender, incluso por encima de sus propios defectos, hasta convertirlo en una referencia de culto indiscutible del cine de vampiros. A fin de cuentas, es una película que debemos juzgar bajo la sombra del mito que representa. Ya lo decía el conde Von Krolock, y nosotros nos hacemos eco aquí de sus palabras: «Soy un ave nocturna, francamente no valgo gran cosa durante el día».
La Soga
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6
15 de junio de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras dos westerns crepusculares, va siendo hora de abandonar el Lejano Oeste, siquiera poco a poco (porque siempre cuesta dejar atrás ese mundo desértico entregado al cine) y con otra película dedicada a una forma de vida que termina, en este caso voluntariamente. Los protagonistas de Vampiros a la sombra (Anthony Hickox, 1990) son un grupo de renegados que han decidido abandonar su vida de depredadores nocturnos para intentar pasar su inmortalidad desapercibidos, en un pueblo del oeste norteamericano y consumiendo sangre sintética. Esta no es solo la carta de presentación de la popular serie de televisión True Blood (HBO, 2008) sino también de Sundown: Vampires in Retreat, según el más afortunado título original de la cinta de Vestron Pictures.

Un problema en la fábrica que produce el sustento artificial de los pacíficos chupasangres dirigidos por el Conde Mardulak (David Carradine) obliga a los habitantes de Purgatorio a solicitar los servicios del ingeniero que la había construido, que viaja hasta el pueblo junto a su familia. La visita es la oportunidad que Shane (Maxwell Caulfield), enamorado de la mujer del ingeniero, llevaba años esperando. Los acontecimientos se precipitan y, súbitamente, estalla una guerra civil en la calle principal del pueblo porque, entre el alboroto, Ethan Jefferson (John Ireland), archienemigo de Mardulak, encuentra por fin un resquicio por el que entrar a los dominios de su rival para sembrar el caos. Para aliñar esta esperpéntica situación, un par de excursionistas se integran en un bando, un par de punkis (punkis vampíricos, en realidad) en el otro, y un descendiente de Van Helsing interpretado por el gran Bruce Campbell llega a la zona con sed de venganza. Para entonces, la película se ha convertido ya en un trepidante western con alianzas cruzadas y duelos bajo la luna, en el que unos vampiros que pueden transformarse en murciélago y poseen una fuerza desmesurada se persiguen a caballo y disparan balas recubiertas de madera. Y es que la cinta de Hickox apunta al corazón de los más espectadores más gamberros.

Lo cierto es que Vampiros a la sombra no llegó siquiera a estrenarse en cines. Su presencia en la gran pantalla se limitó a un par de festivales (entre ellos el de Cannes, en 1989) y la mayoría de los ingresos de Verston Pictures, que echó el cierre tras este fiasco, llegaron a través de la venta de VHS. Sin embargo, el paso de los años ha sido amable con una película que, apoyada en el ascendiente de las figuras de Carradine y Campbell, se ha convertido en una obra de culto para los amantes de lo fantástico en general y los vampiros en particular. El tiempo ha tratado bien el retiro al desierto de los vástagos de Drácula porque su película cumple lo que promete y, de paso, deja la puerta de nuestro cinefórum entreabierta, por si alguna otra criatura de la noche quiere visitarlo…
La Soga
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7
26 de mayo de 2017
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Después de Grupo salvaje uno creería que no quedaba casi nada que decir en el mundo del western. La película de Sam Peckinpah serviría perfectamente como último paso del antiguo género rey del cine, una oda a un tiempo pasado que ya no puede volver y cuya épica se ha convertido en un río de sangre. Pero por suerte todavía quedaba gente dispuesta a decir algo diferente, aunque a ratos pareciese que ni ellos mismos sabían el qué. Uno de ellos decidió mostrárnoslo en Mi nombre es Ninguno.

Si uno escucha que el director de una película es un tal Tonino Valerii, lo normal es que se quede igual que estaba; pero si le comentan que el productor, y hasta director de tapadillo de algunas escenas, era el mismísimo Sergio Leone, la cosa cambia. El director transalpino pasa por ser el auténtico maestro del western europeo y para los años setenta ya estaba un poco de vuelta del tema. En 1968 ya había rodado el que quedaría como su último western: Hasta que llegó su hora. Ahora trabajaba como productor y seguramente ya preparaba su monumental Érase una vez en América. Pero todavía le picaba el gusanillo de ponerse detrás de las cámaras para contarnos una última historia de las llanuras americanas.

Mi nombre es Ninguno nos cuenta la historia de la relación entre un legendario pistolero llamado Jack Beauregard y un admirador cuyo único fin en la vida parece ser que su adorado modelo consiga abandonar el oeste convertido en una auténtica leyenda. Ambos personajes no pueden ser más diferentes ni hablar tanto del estado del cine del oeste en aquel entonces. Henry Fonda pone rostro a un Beauregard que se construye como un personaje de John Ford visto por Sam Peckinpah, mientras que Terence Hill sigue siendo en el fondo el sempitermo Trinidad que le llevaría al estrellato del cine de género europeo.

Escondida entre una serie de sketches más o menos logrados, algunos descacharrantes y otros que es mejor olvidar, se nos va contando una historia sobre la muerte del oeste, el recuerdo, la dignidad y el saber irse. Pocas veces en la historia del cine se ha ocultado tan bien un mensaje profundo bajo una gruesa capa de comedia de trazo grueso. Esa disparidad tonal hace que uno se pregunte en ocasiones qué es lo que está viendo. ¿Estamos ante una bufonada que casualmente tuvo un momento de lucidez o es que realmente Leone entendía a estas alturas que solamente podía llegar a su público siguiendo los cánones recientemente establecidos en un género que ya no era el mismo que él dignificara en la década anterior?

Sea como sea, lo cierto es que Mi nombre es Ninguno se destaca entre el grueso de películas ambientadas en el oeste americano por su carácter casi único. Una comedia italiana que sigue la estela de Le llamaban Trinidad, pero que conjuga la socarronería llena de humor bufo del original con la trascendencia y la seriedad del mejor Leone mientras referencia a Grupo salvaje. Al final Beauregard es lo que queda de los héroes del oeste, un hombre cansado cuyo único sueño es viajar a morir a una Europa donde nadie le conozca ni quiera hacerse un nombre disparándole en un duelo. El oeste se había acabado, sus héroes se iban, solamente quedaba lugar en América para Terence Hill, para un Ninguno, que no es más que una parodia del original. Vista así la película, no es extraño que Leone se hubiese borrado del western; parece claro que se había dado cuenta de su muerte mucho antes que sus contemporáneos.
La Soga
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9
26 de mayo de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si la semana pasada veíamos una película surcoreana que homenajeaba el spaghetti western de Sergio Leone, esta vez viajamos en el espacio-tiempo para recibir al genuino y original western crepuscular.

En el año 1969, en Parras de la Fuente, al noroeste de Durango (México), se gestó uno de los westerns que dividió a la crítica a partes iguales, a imagen y semejanza de su director, Sam Peckinpah. Y es que Grupo Salvaje puede ser recordada como una película ultraviolenta, escupiendo todos los litros de sangre que durante más de treinta años las vaqueradas se habían olvidado de mostrar. Antes de Tarantino, Peckinpah ya se había encargado de hacer de la violencia un arte, recreándose en las escenas de acción e incorporando técnicas de rodaje hasta entonces prohibidas (como la cámara lenta) para sacar el máximo jugo a la acción desmedida.

Pero no ver más allá de la sangre sería quedarse en la superficie de todo lo que el director quiere contarnos. Grupo salvaje nos muestra el fin de una época, de unas vidas, de unos códigos. Un lejano oeste sin moral, sin romanticismo, sin piedad. Arranca la poesía de los westerns clásicos y traslada la belleza a la violencia, mostrando un panorama más humano, es decir, más cruel, más amoral, más brutal.

El grupo salvaje está liderado por un fantástico William Holden que, ayudado por su situación personal, con problemas de alcohol y lejos de sus mejores momentos de galán cinematográfico, encarna a la perfección a un viejo pistolero, Pike Bishop, que siente como su tiempo ya ha pasado. El contrapunto a su amargura lo pone Ernest Borgnine, impecable como Dutch, su amigo inseparable. El grupo perseguidor lo lidera Robert Ryan, interpretando a Deke Thornton, un cazarrecompensas que, en el pasado, trabajó con Bishop.

El fin de una época (principios del siglo XX) corre paralelo al de los forajidos, que huyen hacia el sur conscientes de que no tienen cabida en este nuevo mundo que está naciendo. La muerte les espera, pues adaptarse no es una opción. A pesar de la ausencia de moral e ideales del grupo salvaje, Peckinpah se pone en todo momento del lado de estos perdedores, mostrando como asesinos implacables e inmorales a los supuestos representantes de la ley: los hombres del ferrocarril y los cazarrecompensas, personajes totalmente despreciables.

Una película sucia, polvorienta, sudorosa, decadente, pero que supera en belleza a todos esos westerns con sheriffs incorruptibles, grandes ideales y sentimientos puros. Si alguna vez ha querido sentir cómo hubiese sido vivir como forajido durante los últimos estertores del salvaje oeste, no busque sueños; quédese con la realidad incómoda y brutal de Grupo salvaje.
La Soga
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