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Venezuela Venezuela · Nueva Esparta
Críticas de Sebastian Arena
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Críticas 21
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
27 de diciembre de 2018
15 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cierta ocasión apodé cariñosamente a uno de mis escritores preferidos llamándolo «misántropo barbudo», un gesto desvergonzado en el cual volví a incurrir una y otra vez, siempre con el mayor respeto y con una gran sonrisa entre labios. Dicho sobrenombre también podría llevarlo dignamente aquél provocador que me ha impresionado desde hace varios años, y sobre el cual llegué a escribir alguna vez. Este hombre, quien se ganó por sus declaraciones el calificativo de «persona non grata», ha dispuesto como principio modelador de sus obras, aquél lema suyo donde expresó lo siguiente: «el cine debe ser una piedra en el zapato». Con ello se refería a que, contrario a la perspectiva usual respecto del séptimo arte, este no debería servir solamente como una mera ilusión preparada con el fin de agradar a la multitud, sino mas bien poner el dedo en la llaga, molestar al espectador al punto de obligarlo a prescindir de toda predecible y precedida indiferencia o insensibilidad frente a la ficción, considerando el «mundo real» como ajeno a lo que el espejo muestra claramente.

El uso de ciertas palabras hasta el momento desparramadas no peca de gratuidad, ni fueron elegidas azarosamente… Hablamos de ilusión, de ficción y de espejo, y lo hacemos dentro del contexto de aquél pensamiento que decía: «nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser. Lo que es sagrado para él no es sino la ilusión, pero aquello que es profano es la verdad […] el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado». Esta disposición de carácter es curiosa: por un lado, como quedó dicho líneas arriba, se pretende que lo expresado o reflejado en las obras de arte muchas veces es extraño a la realidad de «carne y hueso» por todos vivida, y, por el otro, se cree que la única utilidad de la ficción es precisamente alejar a quienes acuden a su claustro de la miseria a su alrededor.

Tampoco ha sido sin fundamento el uso de «ajeno» y «extraño» como sinónimos del «alejamiento» o la frontera infranqueable dispuesta habitualmente entre el arte y lo considerado abstractamente como «real». Pero, sin ahondar en esto, cabe re-calcar que el proyecto de la «persona non grata» llevado a cabo en todas sus obras, haciendo especial énfasis en la más reciente denominada «The House that Jack Built» (2018), es señalar a todos los necios que el arte no es un mero divertimento. Aquello que, en otra época, Platón denigraba de los malos imitadores: limitarse a provocar placer en la multitud en vez de conducirles al Bien, a la Belleza y la Verdad; una y la misma cosa vista de distintos modos. Todo está contenido o implícito, si se quiere, como un germen, en la declaración del protagonista de la historia:

JACK.— el arte es inconmensurablemente más vasto de lo que jamás entenderemos.

Lars Von Trier, el provocador por excelencia de este siglo, a diferencia del mencionado pensador griego, no se contenta con escribir un diálogo sino que lo expresa fílmicamente ―mutatis mutandis―, y, de esta manera, alcanza a un mayor público. Es algo que no le podemos pedir a la antigüedad a riesgo de caer en anacronismos, pues cada autor pertenece de lleno a su tiempo y ninguno puede saltárselo. Pero su propósito es el mismo al fin y al cabo: con su última película ―y con todas las anteriores también― lo que busca es desnudar a la multitud, o, dicho en otros términos, desvelarles de su inocencia hipócrita, desconectarlos de la Matrix, despertarlos a todos de su «sueño dogmático». ¿De qué modo lo hace? Ofreciendo en una historia, es decir, bajo el lenguaje de simulación, una consciencia invertida del mundo y de lo real considerado concretamente. En términos más entendibles: ha puesto un espejo ficticio frente a todos en su total e irónica irreverencia.

El quid de la cuestión es su franqueza cabal, su falta de delicadeza, la ausencia de las «buenas maneras» del manual de Carreño. Carece de los arrullos de una madre o de una amante porque sabe que, ante las cosas auténticamente esenciales, sólo se puede ser radical. Es decir, «atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo». De modo que, bajo la ilusión con la cual raptó a su querido público, no hace sino reflejar el mal, el desastre, el desgarramiento del mundo. Y sin pelos en la lengua expone el síntoma característico de este «estado de cosas»:

JACK.― Odio los diagnósticos que puedes escribir con letras.
VIRGILIO.― Eso no es justo, las letras son claras. Nos cuidan y crean límites entre el bien y el mal, y llevan a la religión.
JACK.― La religión ha arruinado a los seres humanos...

Es necesario hacer la salvedad de que la religión a la que se refiere no es otra que la supersticiosa, que vive de fantasías y llega a morir por ellas. De modo que intenta sacar de la caverna a su público a través de papeles y máscaras instituyendo «un juego y no un juicio» que substituye «el tribunal de la historia» por el «teatro de la historia», para hacerles tomar conciencia del desgarramiento, es decir, de la necesaria consecuencia de los períodos de crisis. Todo esto con el fin de que, como él mismo, se atrevan a cuestionar una realidad general enmohecida.

JACK.― El arte de la ingeniería es, ante todo, la estática. Es decir, que las cosas permanezcan en pie, a pesar de las diversas fuerzas que impacten a los edificios. [...] A menudo digo que el material hace el trabajo.En otras palabras, tiene una especie de voluntad propia. Y al seguirla, el resultado sería de lo más exquisito. [...]
VIRGILIO.― Pero todo eso no tiene ningún interés. Al menos que seas un ingeniero.
JACK.― Soy un ingeniero. Mi madre era de la opinión de que convertirse en ingeniero era la opción más viable desde el punto de vista financiero [...]

(Continúo en la zona de spoiler por falta de espacio...)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Sebastian Arena
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8
24 de diciembre de 2017
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre las diversas fantasías románticas en las que me aíslo del mundo y de todos los demás hay una que resalta por ser la más vivaz, la más recurrente y a la que me aferro con más necedad, precisamente porque distintas personas, vivas y muertas, no dejan de decirme que aquello a lo que aspiro es ingenuo e incluso estúpido: sobre-vivir, solo o acompañado, en un bosque o una selva, abstraído de todos los demás.

«¡Maldita robinsonada!», diría un filósofo exaltado, ante el simple planteamiento de la cuestión. Lo que no tienen en cuenta los que descartan desde el comienzo la posible realización de dicha fantasía es la circunstancia desde la cual la he imaginado una y otra vez, como un consuelo desesperado: representar obsesiva y compulsivamente, como un disco rayado, aquello que me preocupa o molesta, involuntaria aunque conscientemente, es decir, sabiendo pero no queriendo hacerlo.

Circunstancia, pues, en la que mi tendencia natural o naturalizada (quién sabe), es permanecer amargado o irritado, ser pesimista ante todo y todos y, aún así, escaparme de mí mismo en cualquier historia, ficticia o no, que afecte mi sensibilidad de tal modo que mi memoria deje de repetir inexorablemente todo aquello que me hace impotente, que me arrastra, que me mata poco a poco.

Nada de esto es mentira y no es exageración alguna, pero basta de seguir por este camino… Decía que mi fantasía predilecta es intentar vivir lejos de la multitud desenfrenada, lejos del mundanal ruido. La naturaleza en su máxima expresión, no como artificio del hombre, sino de sí misma. Intentar co-existir con ella sin cambiarla en demasía, sin abusar de sus frutos a conveniencia propia, respetar el orden y el equilibrio. Y, por otro lado, alejarme de los demás y las preocupaciones que ellos, sabiéndolo o no, queriéndolo o no, me causan a diestra y siniestra, día a día. Responder, entonces, sólo ante mí mismo y ante quien decidiera acompañarme.

En cada despertar asumo que dicha posibilidad tiene pocas razones suficientes para darse, o, como diría un filósofo: un posible no existente o con un grado menor de realidad que el posible composible, que es el que se da efectivamente. Sobre todo porque me estoy esforzando cuanto puedo en no seguir así, es decir, en desechar cualquier imaginación que no tenga fundamento para no ahogarme en un vaso lleno de preocupaciones y molestias sin base. De modo que intento abandonar mi condición a-social, tratando de asumir lo que un pensador describiría diciendo: «nadie es una isla, completo en sí mismo» o «el hombre es el mundo de los hombres», o, mejor aún, «nada más útil al hombre que el hombre».

«La montaña entre nosotros» no presenta como un ideal intentar vivir alejado de todos los demás, cabe aclarar. Pero, mientras me perdía en la naturaleza que muestra y el amor construido en medio de tanto temor y esperanza, no pude evitar recordar mi ingenua y necia fantasía. Quizá porque, como uno de los amantes allí retratados, no dejo de dudar que algo hecho en tan frágiles y extremas condiciones, pudiese prosperar más allá de las mismas. La perspectiva del otro añade algo innegable, sin embargo… Lo que alguien describiría diciendo «todo lo excelso es tan difícil como raro» y que, en un lenguaje vulgar y coloquial, sería lo mismo que decir que «hay que echarle bolas a la vaina» para que llegue a ser, para que se dé, para que no sólo sea un mero posible sino que termine siendo un existente.

El amor, entonces, puede ser posible o imposible entre determinadas personas. Pero, si puede darse, requiere de esfuerzo. No es algo que se da o que se encuentra, es algo que se hace, es una conquista. Tampoco es una cima que se alcanza, se coloniza y se congela en propiedad nuestra. Es un obrar continuo, día a día, un conocerse y comprenderse, una mudanza de sí mismo en la que se cede una y otra vez, superando lo que hace daño, para que ya no lo haga, y conservando lo mejor, lo especial, lo original. El amor, de nuevo, es hacer de lo difícil lo más bello. Pensando, en la medida de lo posible, que el corazón no es solamente un músculo.
Sebastian Arena
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7
28 de febrero de 2017
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¿Por dónde comenzar? Por los temas que se tocan: amor, cambio, vida, muerte, soledad, todo, absolutamente todo; por la ironía sobre la propia historia y otra que vendría luego (Anomalisa, 2015) respecto a la importancia del último acto; por la vinculación preexistente que había entre la única canción usada y mencionada y lo que pasó con cierto idiota insensible; por el oficio del escritor neurótico, que no deja de pensar en lo mismo una y otra vez, como la uróboros; por el cine, Joan; por los distintos niveles de significado en los que se puede entender el título de la historia; por una confesión estúpida e innecesaria: estoy escuchando una y otra vez «Happy Together» mientras pienso y re-pienso qué debo decir al mismo tiempo que intento ser espontáneo… Supongo que no importa el orden, sino que los mencione todos.

A.

Decía Marx (dirán que eres un pretencioso que se la quiere dar de culto, como Woody Allen; pero no tengo opción, maldita sea, no puedo apropiarme de sus palabras), en su tesis doctoral, lo siguiente:

Muerte y amor son los mitos de la dialéctica negativa, porque la dialéctica es la interior y sencilla luz, el penetrante ojo del amor, el alma íntima, no oprimible por el cuerpo de la disgregación material; es el lugar interno del espíritu. Así que su mito es el amor; mas la dialéctica es también la arrebatadora corriente, que destroza pluralidad y sus límites; que desecha figuras independientes, sumergiendo todo en el mar uno de la eternidad. Su mito es, pues, la muerte. Mas es la muerte de manera que, a la vez, sea el vehículo de la vida, del desplegarse en los jardines del espíritu, el desbordarse en las espumantes copas de soles punctuales, de lo que brota la flor del único fuego del espíritu. (p. 208 en la traducción de Juan David García Bacca)

¡Maravilloso, genial, estupendo! Ahora tendrás que dar contexto para que se entienda por qué le citas a él precisamente y por qué esa obra en especial. Pero no puedes hacerlo, no puedes abreviar todo lo que te ha costado dos semestres entender de manera superficial. Y si reciclas las palabras que ya le has dedicado al tema, pensarán que es cualquier cosa menos una reseña sobre una película, idiota.

El cambio, pues, se explica teniendo en cuenta la «oposición correlativa». Vida y muerte, amor y soledad, no pueden estar uno sin el otro ya que uno implica la presencia del otro y su común atracción: lo que los separa es en realidad aquello que los une ―su diferencia, en la negación mutua (su oposición), pasa a ser su identidad, por lo que no podría hablarse del uno sin hacer referencia al otro: polo sur y polo norte, por dar otro ejemplo―. Es en este sentido que tanto Kaufman y su dificultad constante por acercarse al género opuesto (por lo que debe recurrir a las fantasías y a la masturbación como sustituto; igual que tú mismo, Joan) como Laroche y su necesidad de ser amado sinceramente son un reflejo de esta escisión, de este desgarramiento constante que caracteriza al mundo y al hombre; porque, aunque se quiera alegar lo contrario por cortesía o curiosidad, la oposición correlativa no sustenta nuestra idea de cambio, sólo sirve de algo para quienes creían que la «dialéctica negativa» (la crítica, la ironía) podía explicar tanto la la lógica de la cosa (Marx) como la cosa de la lógica (Hegel)…

B.

McKee le dice a Kaufman, en un momento clave, que el éxito de una historia se sustenta básicamente en el último acto de la misma. Si es lo suficientemente bueno, deja entrever, entonces todo irá viento en popa; pues la magnanimidad del «final con broche de oro» permitirá que se pasen por alto las pequeñas fallas de aquí y allá. Exactamente lo que pasó con esta historia en particular, que me había dejado de gustar a partir de cierto giro inesperado, y que al sonar «Happy Together» hizo que me olvidara de aquello que me había desagradado. Decía que esto era irónico (no en el sentido filosófico que le da Marx, claro está) pues, a pesar de que la parte menos consistente de Adaptation sea justamente el cómo termina, en Anomalisa el final es lo único que la redime de decir «he perdido una hora y media viéndola».

C.

Sobre la neurosis no creo que valga la pena extenderse, no sólo porque es un término en desuso (pues fue concebido originalmente en su relación con el psicoanálisis) sino porque, además, la indiferencia selectiva que caracteriza nuestra naturaleza nos lleva a no interesarnos por aquello que no nos es propio en cierta forma, y, más aún, aunque nos apasione (como a Laroche las orquídeas) no podemos comprenderlo si no forma parte ya de nuestra condición (dicho de forma más cruda: sólo quien tiene cáncer puede apreciar la vida como quien también lo padece). Eso sin contar que no soy ningún experto en el tema, y si suelo reconocer a quienes piensan en círculos es porque soy uno más de ellos.

D.

Sobre el título de la historia, este puede entenderse desde varios puntos de vista: (1) literal, es decir, la re-creación de una novela en forma de filme; (2) el proceso principalmente interno de llevar a cabo (1) en cuanto se enfoca la labor del guionista; (3) el deber ser de (1) y (2), pues, si es posible es mejor conocer al autor original e involucrarlo en la historia, aparte de reconocer la importancia del autor secundario; (4) el cambio, es decir, la vida y la muerte, el amor y la soledad, todos los opuestos en relación, la crisis, el drama que da pie a la realidad.

Vale mencionar, por otro lado, que «adaptación» es un término que no aparece más de tres o cuatro veces en toda la historia, y con un tiempo considerable de otros diálogos y voz-en-off en medio. Por lo que no se abusa y desgasta la sensualidad y el poderío de la palabra repitiéndola hasta el hartazgo (como sí sucede en Collateral Beauty, 2016).

[sigo en la zona de spoiler porque me extendí demasiado...]
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Sebastian Arena
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8
29 de octubre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Decía Uslar Pietri, en uno de sus ensayos, lo siguiente: «En donde está el hombre está la soledad como su sombra, que lo sigue, lo acecha, lo espera. Más dramático que el destino de Pedro Schlemyl, cuando vendió su sombra, ha de ser el de la persona que llega a vender su soledad. Y hasta casi podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece, y que hay algunos que no han merecido ni merecerán ninguna» (La ciudad de nadie, capítulo III).

Cada vez parece más evidente el que los solitarios son, a pesar de serlo, o quizás debido a eso, quienes más necesitan de los demás. Algo curioso si se tiene en cuenta que, si esto es cierto, entonces los conversadores son los que menos se verían afectados por la ausencia de quienes en algún momento les rodearan. No porque su falta fuese insignificante sino que, debido a su capacidad (su confianza), podrían conocer continuamente a otros. Retomando lo dicho, es cada vez más obvio que el solitario afronta su propia condición y el cómo se relaciona con los demás de forma muy diferente al conversador. Donde uno ve mil puertas por abrir para curiosear y seguir de largo, el otro verá unas pocas puertas, quizá abiertas, quizá cerradas. O, dicho de otro modo, uno verá muchos retratos colgantes mientras el otro sólo puede ver uno además de una inmensa habitación vacía.

Aclarado esto, habría que agregar que la necesidad del solitario y su incapacidad (su falta de confianza) conforman su lado vulnerable, es decir, el ser ingenuo. Por lo que, sin importar cuán inteligente o hábil pueda ser en cualquier otra área, en la que refiere a cómo relacionarse siempre será un bebé (ni siquiera un niño todavía), pues formará lazos dependientes con unos pocos. Unos pocos de los que requerirá compañía regular si no constante, por pasar a formar parte de su bucle narrativo (rutina diaria). El problema está, si no se ha visto, en la forma en que compagina con el resto y en aquellos a los que se entrega de forma ciega. Pues su necesidad, su incapacidad y su ingenuidad son su particular maldición; aquella que le acompañará hasta su muerte. Este candor, esta falta de malicia, es lo que le impide saber si lo que ve es verdadero o falso; algo que le advierte a Virgil Oldman ―interpretado por Geoffrey Rush― uno de aquellos en los que llegó a confiar:

«―Las emociones humanas son como obras de arte. Se pueden falsificar. Parecen iguales que el original pero son una falsificación.

»―¿Una falsificación?

»―Todo se puede fingir. Alegría, dolor, odio, enfermedad, curación… Incluso el amor».

El caso de Virgil, además de ser un solitario resignado, es el de aquellos que «no han merecido ni merecerán» su condición. Es por ello que, aún ensimismado en el sufrimiento causado por su ingenuidad, cuando le preguntaron si estaba solo, luego de pensarlo un poco sólo pudo decir: «No, espero a alguien».
Sebastian Arena
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1
21 de octubre de 2016
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Es la segunda película sobre gays que veo de mi propio país, y me dejó anonadado en el peor de los sentidos posibles.

Tengo perfectamente en claro que la vida no es color de rosa, vivo cerca de Caracas y la inseguridad, falta de comida, agua y medicamentos nos afecta a todos. Pero, muy a pesar de reconocer esto, me parece que la mayoría de las películas sobre nosotros (hechas en cualquier país) tienden a hacerse con propósitos claramente conservadores y aleccionadores, como intentando acrecentar la culpa que ya la religión se encargó de imponer.
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Sebastian Arena
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