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Críticas de Kasanovic
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Críticas 400
Críticas ordenadas por utilidad
5
12 de mayo de 2015
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Abandonar el lugar donde creciste para empezar una nueva vida en otro sitio siempre es una acción que requiere un cierto valor, no todo el mundo se puede enfrentar a la incertidumbre sobre lo que le deparará su nuevo destino. Pero quizá más duro sea volver a los orígenes y comprobar cómo el vínculo entre individuo y tierra natal ha quedado derruido en buena parte. Es lo que le sucede al protagonista de Las altas presiones, segundo largometraje del realizador gallego Ángel Santos tras Dos Fragmentos / Eva (2012). Cuando Miguel vuelve a Pontevedra por motivos laborales, el pasado, presente y futuro de su vida se une en un mismo punto, se da cuenta de que el tiempo que ha pasado a través sus vivencias fuera de allí han convertido en un mero recuerdo los años que pasó en la tierra donde por primera vez vio la luz. Le resulta muy difícil asociar ambas experiencias, hasta el punto de que se pierde en complicados amoríos y, al menos en un principio, no atiende con buenos ojos la presencia de antiguos compañeros de fatigas.

Miguel es un tipo de apariencia seria, no le agrada en exceso el ambiente social y tampoco goza de un gran gancho para formar una relación seria. La película se centra casi por completo en construir su psique a la hora de afrontar el retorno a casa, darse cuenta de cómo el paso de los años ha derruido buena parte de su identidad. Andrés Gertrúdix interpreta un papel muy similar al que ya vimos el año pasado en El árbol magnético, que también situaba a su personaje en una órbita complicada por el choque entre lo que fue y lo que actualmente es. El actor madrileño es lo mejor (sin llegar a deslumbrar) de una cinta que muestra bastantes altibajos.

Lo que Ángel Santos quiere mostrarnos es el acercamiento más natural posible a lo que sería una “vuelta a casa” hoy en día. Aparecen temas redundantes como el amor o la amistad, pero también otros con una importante conexión respecto a la actualidad y que se resumen en el impacto de la crisis económica en la juventud, tanto en un presente destrozado por el gran desempleo como en un futuro plagado de incertidumbre y falta de esperanza, tanto en lo que se refiere a lo meramente laboral como, y en consecuencia con lo anterior, a lo personal. Miguel, por fortuna, no tuvo que emigrar demasiado lejos para trabajar: reside en Madrid y se encarga de buscar localizaciones para rodar películas, por encargo de una productora. Pero su vida social está hecha trizas, se le nota en cada mirada y en cada gesto. Por eso ve con tanta ilusión la presencia de Alicia, una joven enfermera de la que se queda prendado a primera vista. Aquí dará comienzo un tira y afloja emocional que se prolongará a lo largo de la obra.

Sin embargo, esta premisa de aportar las mayores dosis de realismo posibles a la narración se encuentra con diversos obstáculos durante los 95 minutos que dura Las altas presiones. El más obvio es el cierto desapego respecto a los personajes, que por momentos dan la sensación de no estar todo lo elaborados que necesitaran. No metemos al protagonista en este saco, ya que el no mostrar claras sus motivaciones es algo intrínseco al papel. Esta carencia de definición provoca que algunos pasajes de la cinta se hagan algo cargantes. Santos intenta abarcar lo máximo posible y, como consecuencia de ello, se rompe el tono intimista que al comienzo de la película parecía demostrar.

Aunque irregular en su desarrollo, Las altas presiones cumple con el cometido último de reflejar los problemas identitarios de un joven a la hora de mantener un equilibrio entre sus orígenes y su trabajo, con el evidente problema de no ser capaz de vivir una vida plena en el aspecto personal y social. Buena puesta en escena, mejores interpretaciones y una fotografía desgastada que le aporta más sentido a la propuesta de Ángel Santos. Faltó condimentar con algo más de pimienta estas buenas intenciones, ya que el lazo de unión que trata de construir con el espectador acaba perdiendo bastante de su tejido a lo largo de intrascendentes minutos. Pero el resultado es suficiente para permanecer atentos a lo que pueda deparar en un futuro la filmografía de uno de los integrantes del novo cinema galego, tal y como se ha denominado a esta corriente que proviene del noroeste español.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
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Kasanovic
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3
12 de mayo de 2014
3 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde la cristiana tierra de Brasil nos llega Astral City, una película dirigida y escrita por Wagner de Assis y cuyo subtítulo promocional en la distribución a Occidente es A spiritual journey, o lo que es lo mismo, Un viaje espiritual. Con esas tres palabras queda perfectamente sintetizado el espíritu (valga la redundancia) de la cinta, ya que aquí se nos presenta a un tal André Luiz, que acaba de despertar en una tierra repleta de una especie de zombies, mientras paralelamente nos van ofreciendo escenas sobre su niñez. Pasados unos pocos minutos, este inicial desconcierto queda parcialmente solucionado cuando sabemos que en realidad el cuerpo del hombre ha fallecido en La Tierra, no así su espíritu que ha acudido raudo al mundo post-vida con el que tantas veces se ha especulado en las sociedades que tienen por bandera la creencia en un dios.

Lo que nos intenta contar esta película brasileña (que por cierto, nos llega con cuatro años de retraso respecto a su estreno allí) es una especie de fábula religiosa sobre el más allá y cómo en dicho lugar brotan las consecuencias de las decisiones que tomamos mientras el cuerpo vivía. Tal cual. Puede que resulte un poco difícil de entender leído en el papel, pero la realidad es que en la película todavía lo es más. Al menos durante la primera media hora, cuando nos es complicado descubrir qué es lo que se nos está intentando contar. Pasada esa franja temporal, la respuesta está clara: es todo un manifiesto a favor de la religiosidad, de que creamos en un dios porque después de muertos lo vamos a necesitar, de que realmente la existencia humana se divide en un cuerpo y un espíritu, y de éste depende la fe que tengamos durante nuestra vida en el mundo tangible.

Engalanada con un espíritu despampanantemente buenrrolista, donde se promulga que es fácil alcanzar el estado de felicidad si afrontamos las oportunidades que nos brinda El Señor para la redención por los pecados que cometimos, Astral City avanza sin llegar al extremo de que resulte desquiciante por su simpleza (es un maniqueísmo evidente, pero alejado de radicalismos), y de hecho habrá quien quede embelesado por lo que le están contando. Gran parte de culpa la tiene el buen aspecto visual del que goza la película, quizá más debido al presupuesto que a la propia labor humana, pero que en cualquier caso permite adentrarse en ese mundo onírico con más facilidad. También colabora a esta situación el haber colado un par de temas de música clásica en medio de una banda sonora algo repetitiva.

En medio de esta turbia mezcla (además del espiritismo y las evidentes analogías con la cristiandad encontramos alguna estrella de David suelta), resulta que se nos sigue contando la historia del protagonista, al que ya habíamos perdido un poco de vista entre tanto plano presuntuosamente grandioso. Un hombre que no muestra signos de perplejidad ante el nuevo mundo que le rodea, que poco a poco va acoplándose a esta nueva forma de hacer las cosas, que se va codeando con otros muertos y que más adelante recibirá informaciones sobre cómo le va a su familia. Un guión a medio camino entre lo sencillo y lo insubsistente, cuyo índice de somnolencia se puede disparar dependiendo de lo receptivo que esté el espectador a sus mensajes.

En conclusión, se podría decir que Astral City es una obra concebida para personas de fe, quienes tendrán más fácil sacar algo positivo de estos 109 minutos de cinta, al darse por supuesto que previamente tienen una base ideológica acorde a las ideas de una película que, por otra parte, navega en el cauce de lo inofensivo. Los impíos no tienen pues motivos para la discordia, porque realmente la película no se mete con nadie ni intenta creerse superior, simplemente enumera unas cuestiones demasiado evidentes como para ser tenidas en cuenta por aquellos que todavía no han abrazado los designios de la fe.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para www.cinemaldito.com (@CineMaldito)
Kasanovic
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6
29 de septiembre de 2014
0 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante los primeros minutos de El veredicto, parece que vamos a asistir a una de esas clásicas películas sobre la venganza de un hombre que lo ha perdido todo. Así sucede cuando Luc, en lo que parecía una noche cualquiera de su feliz vida, recibe un golpe durísimo del que le cuesta recuperarse. Más aún cuando la Justicia le niega la posibilidad de redimirse en los tribunales. Es entonces cuando Luc planea actuar por su cuenta y al margen de la ley. Y es en ese momento cuando nos damos cuenta de que la película tal y como la concebíamos al principio se ha terminado, y que lo que acaece a partir de entonces es una mezcla de drama judicial y crítica al sistema legal de las democracias occidentales.

En efecto, la película que dirige y escribe el belga Jan Verheyen no escatima en golpear toda la estructura de un proceso judicial (desde la víctima hasta el mismo ministro de justicia) para abrirnos los ojos frente a las numerosas brechas que merman el aparato penal de Bélgica. No es casualidad tal elección argumental, ya que como bien se nos recuerda en los créditos finales, en el país de Tintín y el buen chocolate muchos criminales quedan libres tras errores judiciales. Un tema que a primera vista puede parecer algo espeso para ser tratado en una obra de ficción, pero que Verheyen resuelven con habilidad. Facilita al espectador que penetre en la atmósfera el filme durante una primera parte que combina la esencia dramática con escenas puramente de acción y, cuando aquél está bien metido de lleno en la trama, el director saca a relucir toda su artillería argumental en torno al tema descrito, mediante una amplia verborrea por parte de abogados, jueces, fiscales y demás gente del sector judicial.

En esos largos discursos es donde entra en juego la verdadera cuestión de El veredicto, puesta de relieve mediante un laissez faire acertadísimo respecto del director. Un signo de auténtico realismo, ya que Verheyen no ha querido cortar ni un ápice de los mismos, como sin duda sucedería en otra película más palomitera. Huelga decir que el espectador que en este momento no haya quedado enganchado por la película estará K.O. técnicamente, puesto que en tales disertaciones no se esconde sino lo visto anteriormente desde un punto de vista más profundo.

El papel protagonista recae en un Koen De Bouw quizá poco conocido fuera de sus fronteras. Más célebres son los secundarios Johan Leysen y Veerle Baetens, a la que vimos en Alabama Monroe y que aquí tiene posiblemente la escena más impactante de la obra. Sin embargo, es evidente que esta no es una película que requiera demasiado de su reparto. Ninguna actuación en particular provoca un reconocimiento especial, así como tampoco se puede criticar a intérprete alguno. Perfecto resumen de esto el que aporta De Bouw, que mantiene el mismo rostro lívido durante casi toda la cinta y aun así no se le puede reprochar que lo esté haciendo mal.

Resulta también notorio que una película que usa (y abusa) del diálogo omita cualquier palabra de más en un final que, al menos a quien escribe, le resulta decepcionante. No se puede comentar demasiado sin caer en el spoiler, pero basta con recordar escenas anteriores para sentir que el desenlace no está a la altura del resto de la obra. Tampoco se puede decir que la crítica al sistema sea al cien por cien cristalina, ya que algún que otro enfoque exagerado (esas conversaciones del ministro con el fiscal…) le resta un poco de credibilidad al conjunto. Pero sería erróneo el no señalar a El veredicto como una película interesantísima en su forma, pedagógica en su fondo, que engancha fácilmente y que goza de una credibilidad muy amplia. Recomendable, eso sí, sólo para aquellos capaces de tolerar con gusto largas sesiones de alegatos y proclamas en el ámbito penal.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para www.cinemaldito.com (@CineMaldito)
Kasanovic
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8
1 de diciembre de 2015
3 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Apichatpong Weerasethakul va camino de ser uno de esos autores que en el futuro dejarán a sus espaldas un legado cinematográfico al nivel de los grandes directores que ha parido el lejano oriente. Ya con Mysterious Object at Noon obteníamos las primeras pistas de lo que iba a ser su propuesta a nivel fílmico. Se trataba de una especie de mezcla entre documental y ficción sobre la relación entre diversos personajes de una localidad tailandesa concreta. Aunque en sus primeros minutos seguía las andanzas de un vendedor urbano, Apichatpong poco a poco iba cimentando una atmósfera onírica, utilizando diversos elementos fantásticos que daban un sabor diferente a una cinta que se convertiría en toda una declaración de intenciones por su parte, además de resultar muy recomendable como primera piedra de toque para comprender el estilo del cineasta

Quince años después, Cemetery of Splendour busca culminar la prolífica primera parte de la carrera cinematográfica del tailandés. Apichatpong, en su vuelta a la pequeña localidad donde pasó los primeros años de su vida, nos vuelve a brindar otro juego entre muerte, enfermedad y convalecencia como ya hiciera en varias de sus obras más reconocidas, al mismo tiempo que mantiene esa atmósfera cargada de irrealidad que ya se ha convertido en marca de la casa. En este caso, el asiático narra cómo una mujer se pone en contacto con varios soldados postrados en camilla que poseen una extraña enfermedad del sueño, estableciéndose entre ambos un contacto especial que desencadena, a su vez, varias escenas oníricas. Esta será la seña de identidad de la película, donde es muy difícil separar la realidad de aquello que está generado por la mente de los personajes. Y aquí radica su gran virtud, ya que da una increíble autonomía al espectador para que este experimente todo tipo de sensaciones al entrar en la atractiva atmósfera que nos ofrece el film, siempre que no sienta una necesidad imperiosa de comprender absolutamente todo lo que se muestra (en ese caso, mejor buscar otras propuestas).

En esta perspectiva visual tiene decisiva importancia el uso del color, a través del que Apichatpong busca experimentar con los sentimientos de los protagonistas. A veces esto va parejo a un cambio en el paradigma argumental, pero lo habitual es que sea el propio escenario el que se impregne de diversas tonalidades que proporcionan sentimientos concretos, sin que medie explicación para tales fenómenos. Esta aparente aleatoriedad, lejos de ser un inconveniente, es precisamente la mejor carta de presentación de una película que en todo momento goza de una clara cohesión entre sus partes. Bien es cierto que este colorido suaviza un poco el contenido del film, ya que nuestra mente sabe responder mejor a los estímulos generados por el color que al de los cambios en el escenario, también muy presentes en esta obra.

Cemetery of Splendour, al menos como ha sido presentada en el 53 Festival Internacional de Cine de Gijón, va precedida del documental Vapour que, manteniendo las bondades del director en el plano visual, no termina de concretar sus intenciones pese a los 19 minutos de duración. Apichatpong asegura que para él tiene una suma importancia el tema del vapor, que aquí vemos introducirse entre las casas de varias personas. No es complicado extraer intepretaciones de lo que vemos en pantalla, pero Vapour acaba por convertirse más en una pieza con la que experimentar entre largo y largo que un cortometraje que se pueda valer por sí mismo.

El propio Apichatpong ha reconocido que Cemetery of Splendour es su película más accesible. La razón que otorga para tal razonamiento es que hay un personaje con el que el espectador se puede identificar, al contrario que anteriores filmes donde el escenario jugaba un papel incluso más importante que aquí. Y hablando de escenarios, el cineasta no ha parado de asegurar que Cemetery of Splendour será su última película en Tailandia, cerrando así un ciclo de su vida y, al mismo tiempo, abriendo otro en el que se dedicará a rodar en el extranjero. ¿Qué país logrará atraerlo para que continúe haciendo cine en su territorio? Está por ver, aunque parece que ha declarado que quiere hacer su siguiente película bajo el idioma castellano. Pero lo que es seguro es que desde aquí seguiremos esperándole, allá donde se encuentre.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
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53 Festival Internacional de Cine de Gijón
Kasanovic
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4
15 de febrero de 2019
7 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un niño libanés comparece frente a un tribunal. Al otro lado del escenario, sus padres… O, al menos, lo que hasta hace un tiempo consideraba como tales. Porque Zain ha decidido que el hecho de otorgarle la vida en este infame mundo es circunstancia suficiente para denunciarles. Tras exponer que el chico está cumpliendo una condena de 5 años de prisión en una cárcel de menores por apuñalar a un hombre, podemos comenzar a entender qué le ha llevado a emprender esta cruzada frente a aquellos que, supuestamente, más deberían quererle. Pero el crimen descrito parece una minucia cuando a continuación, y a través de varios flashbacks, se descompone lo que ha sido la reciente vida de Zain.

Con Cafarnaúm, la cineasta libanesa Nadine Labaki ha tenido que afrontar salvajes críticas que le acusan de proyectar una mirada cinematográfica muy poco ética. La realidad es que su tercera obra, tras la decente Caramel y la más satisfactoria ¿Y ahora adónde vamos? (con la que, pese a todo, también recibió reproches) es, con mucha diferencia, la más incómoda de visionar. Basta señalar que la maldad que algunos consideran innata a nuestra especie alcanza una de sus mayores cotas cuando se ejerce de manera paternofilial, esto es, tratando a tus propios hijos como algo prescindible y a semejanza de cualquier otro producto.

Aquí es donde aparece uno de los grandes debates que plantea la cinta. ¿Se pueden juzgar las acciones de unos padres que viven sumidos en la pobreza y que apenas pueden dar una comida al día a sus retoños? ¿O merece la pena arriesgarse a la muerte de la familia con tal de no caer en alguna de las más bajezas morales que pueden existir? El problema no parece residir tanto en el sentido al que va dirigido la respuesta (que, de hecho, tampoco resulta clara si analizamos lo que sucede con cierto personaje secundario), sino en el modo en que Labaki se acerca a este debate. Como servidor no es muy amigo de entrar a juzgar la ética de terceras personas, es mejor centrarse en los aspectos más cinematográficos del film.

En realidad, Cafarnaúm no parece sostenerse sobre una propuesta demasiado cohesionada. El propósito inicial de la obra es seguir el rastro de miserias por el que atraviesa Zain, uno de los pocos personajes que parece rebelarse contra la amoralidad de los que le rodean. El otro está encarnado por una migrante etíope que Labaki nos presentó en una de las escenas iniciales y que aparece por casualidad en la vida de Zain. Un encuentro que ya de por sí no se muestra con la naturalidad que debería y que, a la postre, generará un desdoblamiento en la narración de Cafarnaúm nada adecuado para facilitar la coherencia entre escenas. El caos podría darse por bueno si esa fuese la intención de la película, pero en este caso parece claro que se debe más a una debilidad involuntaria que a un propósito de la directora.

Tampoco las imágenes gozan de fuerza suficiente como para alimentar a Cafarnaúm de ese interés que más parece reclamar conforme pasan los minutos. Es cierto que son secuencias duras y probablemente apegadas a la pobreza del lugar, pero eso no las justifica por sí mismas. Hace falta un instrumento que las una, que en este caso no corresponde ni a Zain, por desagregarse su relato ya entrada la segunda mitad de la cinta, ni a la propia representación de Beirut, algo desfavorecida por una puesta en escena tosca, ni siquiera a la gracia de su directora para contar estas pequeñas historias, una habilidad que demostró en anteriores trabajos pero que apenas hace acto de presencia aquí.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
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Kasanovic
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