No voy a empezar esta crítica con la consabida coletilla que todo el mundo utiliza sobre el (mal) cine español y lo desesperante que puede llegar a ser a veces, cuando trata a los espectadores como retrasados mentales y les encasqueta bodrios que ni un niño de cuatro años podría tomarse mínimamente en serio. Dejando de lado la inexistente credibilidad de la tontería que nos ocupa, y dando por hecho que sus responsables ni siquiera se molestaron en buscarla, me voy a limitar a hablar, muy por encima, de la que para mí es la peor metedura de pata del despropósito: su escasa, nula, ausente capacidad crítica. Vale que nadie se esperaba una disección de la telebasura, máxime cuando Telecinco, buque insignia de la mierda catódica en este país, había puesto el dinero, pero al menos un mínimo de acidez, de sarcasmo, de ironía, una mirada tímida, casi de soslayo, al estiércol televisivo que lleva años inundando nuestras pantallas para desnudarlo (aún más) y, una vez enfocado, poder mostrar sus vergüenzas era la meta que una película como esta debería haber intentado alcanzar para tener un mínimo de interés. Trama absurda (y predecible), personajes acartonados, estereotipados y ridículos, alarmante falta de sentido del humor, ritmo inexistente… y encima sale Ernesto Alterio, actor que yo no soporto porque, además de cansino y repetitivo, es mala persona. Un cate como una casa de grande.

Stephen Daldry ya puso el listón bastante alto con su anterior película, “Billy Elliot”. Y con un arranque como ese, difícil es no decepcionar o, como mínimo, bajar algún peldaño que otro. El segundo trabajo después de un gran éxito de crítica y público siempre es complicado. La amenaza del fracaso, de no estar a la altura de lo que se espera de uno, lo sobrevuela constantemente. Al menos hasta el estreno. Entonces es cuando se despejan todas las dudas. Pero hablo por hablar. En realidad no sé si alguien esperaba “Las horas” con un cuchillo entre los dientes, dispuesto a despedazarla. Y si la esperaba con esa intención, no pudo llevarse decepción mayor. La segunda película de Daldry no sólo supera con holgura la del chico que quería ser bailarín. En realidad supera muchas de las películas que se estrenaron ese mismo año. Adapta una novela ganadora del premio Pulitzer con tanta maestría que dan ganas de hacerle la ola cuando se acaba. Tomando como piedra angular “La señora Dalloway” de Virginia Wolf entreteje tres historias magníficas y maravillosamente escritas que giran una y otra vez sobre los temas capitales del libro: el amor, la muerte, la vida, el suicidio, la locura… Escritor, lector y personaje colocados frente a frente en uno de los mejores melodramas que han cruzado el charco en años. Todo es sobresaliente en “Las horas”. El guión es brillante, la dirección impecable, los actores extraordinarios, la música bellísima. Una auténtica joya que está mucho menos reconocida de lo que debería.

Los cuentos infantiles pueden ser maravillosos si es un niño es que los escucha. No se hace preguntas, no cuestiona nada, no busca incongruencias argumentales, ni fallos en la estructura o la psicología de los personajes, simplemente se deja llevar por la fantasía y disfruta del relato en la medida de lo posible. La edad adulta destruye todo eso. Ya no basta con el qué. También hay que explicar el cómo y el por qué. La inocencia se ha perdido para siempre. El público ha cambiado, ahora es más exigente, menos acomodaticio. Es casi imposible que un adulto pueda disfrutar de una historia diseñada para mentes infantiles. Todo le sonará caprichoso, impostado, poco creíble. Ilógico y falto de interés. Es algo que Shyamalan debería haber tenido en cuenta cuando decidió adaptar al cine el cuento de hadas que le contaba a sus hijas pequeñas antes de irse a dormir. De nada sirve ambientarlo en una comunidad de vecinos multicultural y convertir a los héroes en empleados de mantenimiento, marujas y fumetas si las reglas arbitrarias que él mismo creó para engatusar a unas niñas permanecen intactas. El público potencial de su cine busca otra cosa. No quiere ver a un grupo de gente intentando salvar a una ninfa marina de la amenaza de un perro verde que se camufla entre las hierbas del jardín. No quiere ver como los protagonistas le siguen la corriente a la chica que aparece en su piscina diciendo que viene de otro mundo en vez de llamar al manicomio y seguir con sus vidas. Y sobre todo no quiere ver como los adultos se comportan como niños enfrascados en un juego de rol. Y no lo quiere ver porque nadie se cuestiona nada, nadie es escéptico, nadie se maravilla ante lo sobrenatural. Todos lo aceptan sin más. Porque están en un cuento infantil. Porque a pesar de su apariencia son personajes de un cuento infantil. Y eso no encaja en la mente de una persona adulta que necesita una relación causa-efecto en todo. El fracaso de “La joven del agua” demuestra que los cuentos tienen fecha de caducidad. En determinado momento dejan de maravillar. Y cuando se dirigen a un público adulto sólo consiguen atrapar en sus redes a los que aún pueden suspender el juicio y ver las historias a través de los ojos del crío que alguna vez fueron. Entonces sí surge la magia. Y se puede disfrutar, entre otras cosas, de la magnífica dirección de Shyamalan, de la precisión de su guión y de los temas que toca sin que nos demos cuenta: la soledad, la incomunicación, la búsqueda del objetivo vital, la solidaridad y el destino. Pero para eso hace falta ser un espectador generoso y estar dispuesto a dejarse llevar. Quizá el director no debería haber confiado tanto en la predisposición de muchos espectadores para seguir el juego que él trazó años atrás a la luz de una pequeña lámpara infantil.

“Piedras” es una de las películas más gays que he visto en mi vida pese a tener sólo uno o dos personajes homosexuales alojados en su mosaico de historias entrecruzadas. Las protagonistas son cinco mujeres heterosexuales pero Ramón Salazar, el director, imprime un sello inequívocamente gay a cada una de las escenas que forman la película. La mirada femenina, los zapatos de tacón, los sentimientos a flor de piel, el diseño de producción, la música, el melodrama, la sensibilidad, la soledad, el amor no correspondido… todo está abordado desde una perspectiva homosexual y se nota un huevo. No me extraña nada que con los años se haya convertido en una especie de película de culto para el público homo de este país. Bueno, por eso y porque es una película bastante buena. El guión está muy conseguido, la dirección es de lo más correcta y las actrices, el alma auténtica de la película, lo bordan desde la primera a la última. Injustamente infravalorada en su momento, el paso del tiempo la ha puesto en el sitio que se merece. Una película triste pero muy hermosa.

Saber que cosas como ésta están basadas en hechos reales no ayuda nada a encarar el día con un buen estado de ánimo. Te entrar ganas de pedirle al mundo que se pare para que puedas bajarte. La película es floja, muy floja. Y aunque suene a tópico decirlo emana un tufo a telefilme cutre de esos que emiten, no en la sobremesa, porque la programación televisiva de esa franja horaria aún no ha degenerado tanto, pero sí en la madrugada de algún canal perdido de la TDT. Pero más que floja, que lo es, y mucho, la película es, por encima de todas las cosas, profundamente enfermiza y desagradable.

Lo mejor: no es muy larga.

Lo peor: aparte de lo apuntado ahí arriba, no sé muy qué pinta el personaje de la psicóloga. Supongo que nada. Desde luego no hace ninguna falta a la historia. A lo largo del metraje ya va quedando bastante claro, pero el final despeja cualquier atisbo de duda.