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España España · Barcelona
Críticas de Iris Alca
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Críticas 18
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
1
22 de febrero de 2014
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Había una vez un guionista brillante, tanto como para crear una complicadísima serie de televisión que cautivaría a los espectadores: Fringe. Un buen día, ese mismo autor decidió tirar por la borda su reputación y parir Cuento de invierno, una bazofia de dos horas cuyo mensaje cabalga entre la autoayuda y la evangelización del espectador. Fin del cuento y principio del bodrio.

Estamos ante el clásico planteamiento del bien frente al mal, ángeles y demonios, cuya única originalidad reside en ligar esa manida lucha a la astronomía y dotar al superficial discurso de un aire pseudo científico. Una voz en off nos va dando la plasta a lo largo de todo el film con la típica y recurrente moralina barata made in América. Que si todos somos iguales, que si todos estamos conectados, que si al cumplir nuestro propósito subimos al cielo en forma de estrellas, que si los malos muy malos reciben su merecido, que si el protagonista no es tan malo y que si lo era es que tenía un motivo para serlo… Se me saltaban las lágrimas. De la risa, claro.

Toda la primera parte de la película es de un inverosímil aplastante. Un ladronzuelo se enamora, así de repente, de una damisela en apuros (cómo no, de nuevo marca de fábrica); enferma pero feliz (vaya, qué buen corazón). La familia de ella, forrada, con cuatro preguntas “inteligentes” que el padre le hace al protagonista, ya da por buenas las intenciones de este y acepta al maleante como yerno. Oh, qué bonito, cuánta igualdad. La segunda parte del film es para partirse. Las incoherencias, al igual que las absurdas reacciones de los personajes, se van acumulando. La trama avanza casi por el mismo milagro del que habla la película. Diálogos tan superficiales como la construcción de los personajes que los vomitan. Y un Colin Farrell haciendo de la más patética y lacrimógena versión de sí mismo.

Una película puede ser aburrida, insustancial, estar mal desarrollada… Pero si además de todo esto, contiene mensajes que de subliminales solo tienen las intenciones, entonces mosquea. ¿Por qué permitir que nos metan con calzador la moralidad religiosa y conservadora del otro lado del charco? En definitiva, un desperdicio fílmico que podría haber durado media hora menos. Seguiría siendo de pésima calidad pero, al menos, más corta.

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Iris Alca
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7
9 de enero de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nymphomaniac es una de esas películas que no se deja ver por cualquier ojo curioso. Es lenta, minuciosa y cruda, muy cruda. Es fea, vulgar y sucia. Te remueve por dentro. De repente te arranca una carcajada, para acto seguido regalarte una arcada. La película nos cuenta la vida de una mujer adicta al sexo. Su infancia, adolescencia y juventud. El director divide la historia en capítulos y termina de dotarla de un aire literario llenando estos de metáforas que, por momentos, disfrazan de cuento o ensoñación la cruda realidad de la protagonista. La naturaleza, la pesca, el mundo animal o la música son algunos de los universos que el director utiliza para escudriñar la esencia del sexo y de las relaciones humanas. La mayoría de estas poéticas comparaciones están muy bien encontradas, en especial la que el director dedica a la música. Utiliza el ejemplo de la polifonía medieval para explicar la “polirelación” sexual de ella, por qué necesita varias voces en su cama para armonizar su vida. Otro de los excelentes capítulos de la historia es en el que aparece Uma Thurman. Una situación dramática que se complica por momentos de igual modo que se va convirtiendo en hilarante. Unos diálogos maravillosos, tremendamente ácidos; una interpretación colosal (la de Thurman) con el objetivo de mostrar de un modo muy claro pero divertidísimo los daños colaterales del sexo libre.

Cada capítulo, ligado a un episodio de la vida de la protagonista y narrado a través de metáforas, está precedido por una pequeña introducción que hace la propia protagonista y la posterior reflexión de su interlocutor, un hombre que la he encontrado en la calle malherida y que le ofrece cobijo en su casa para sanarse. Y he aquí la parte de la cinta que me suscita dudas. Los enlaces entre capítulos por momentos se me hicieron forzados, farragosos y repetitivos. La estructura del film se vuelve poco dinámica, previsible y redundante. Quizá sea esa la intención del director, pero a mí, desde luego, me distrajo de la atracción principal. Además, no acabo de entender por qué un señor de avanzada edad no se sorprende al escuchar el sórdido relato de la desconocida que acoge en su casa. Por qué la deja entrar, por qué quiere saber más, por qué no se perturba ante el hedor de la podredumbre de su existencia…

Uno de los puntos brillantes de Nymphomaniac es la protagonista, pero no la madura, sino la joven, la sexy actriz que interpreta la versión juvenil de Joe (la protagonista). Stacy Martin, una total desconocida a la cual se le van a abrir las puertas del cielo. Una especie de versión lasciva de Pilar López de Ayala. Una bomba de niña. Al igual que me ocurrió con Adèle Exarchopoulos, me da la sensación de que Martin destila sexo por cada poro de su piel. Te crees hasta el último centímetro de su lujurioso cuerpo. Vibras con cada palabra que sale de su sensual boca y respiras el mismo aire viciado que inunda su habitación del pecado. Las nuevas generaciones vienen pisando fuerte y, desde luego, Stacy Martin dará que hablar. En cambio, Charlotte Gainsbourg, una habitual de Von Trier, da grima. Tan autocompasiva, tan herida, tan hastiada de sí misma, con esa vocecilla irritante… No me la creo. Es más, me dan ganas de darle de hostias. No acaba de entender cómo esa bomba sexual que es su personaje de joven puede acabar convirtiéndose en un ser tan patético. Espero más datos sobre la evolución del personaje en la segunda entrega del film.

Y vamos con el verdadero protagonista: el sexo. Siempre me han gustado las historias intimistas y sin artificio pero he de decir que cada vez me interesan más. Me parecen relatos ciertos y con los que me identifico de un modo u otro, pues muestran la naturaleza del ser humano tal cual es, sin pasar por el filtro de la moralidad barata y la sociedad que nos condiciona irremediablemente. De los tres dramas de este estilo que he visto en los últimos meses, sin duda, el amable es La vida de Adèle. El sexo es real e incómodo, pero no deja de ser descriptivo. Muestra cómo es el sexo entre dos mujeres. Sin más. En cambio, en Paraíso: amor y Nymphomaniac, el sexo es un recurso, una herramienta de la cual el director se sirve para afear la historia, para ponerle el punto grotesco, para generar desasosiego y asco. El sexo como algo sucio y violento, en la primera película, como abuso de poder y en la segunda como fruto de una adicción incontrolable. Y es que el sexo está en todo lo que hacemos. Y el hecho de esconderlo no hace sino ensuciarlo más.

La protagonista de la película declara estar en contra del amor y utiliza el sexo descontrolado como arma para combatirlo. En cierto modo, estoy de acuerdo con ella. No en la forma de darle batalla pero sí en la tesis de partida. Vivimos en una sociedad obsesionada con el amor. El sistema nos cría como seres incompletos que deben buscar incansables esa otra mitad que llene de sentido sus desgraciadas vidas. Y esa parte es el romanticismo. Llamadme cínica o satanás, pero es así. El amor es un negocio y una forma de control social. Nos han hecho creer que no seremos individuos realizados hasta que no encontremos el verdadero amor, esa alma gemela que nos acompañará el resto de nuestras vidas. Permitidme que me descojone. Buscar fuera de ti lo que llene tu ser, aparte de una pérdida de tiempo, es una putada, porque el vacío nunca desaparece. La batalla debería librarse desde la búsqueda de la libertad individual y la deslegitimación de la pareja como respuesta vital absoluta. Eso no quiere decir que el amor no exista, que aniquilemos los sentimientos y que seamos todos ermitaños. En absoluto. Es más una cuestión de encontrarse, sentirse cómodo con el hallazgo y solo así alcanzar la libertad. Y no, no me he fumado nada verde. Simplemente creo que el ser es mucho más potente, y contestatario por otro lado (y he ahí la necesidad de control por parte del sistema) cuando tiene libertad absoluta sobre su individualidad.

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Iris Alca
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9
17 de diciembre de 2013
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una sala pequeña. Todas las butacas ocupadas. “¡Bien! Todavía queda gente que disfruta con el buen cine”, pienso. La primera fila está vacía, y casi dentro de la pantalla. Por suerte, en la segunda, cinco o seis butacas están libres. No queda más remedio que verle los poros a Adèle. Un dato. Barcelona, 8 salas de cine en las que proyectan la película. Valencia, solo dos para la que ha sido Palma de Oro (mejor película) en Cannes 2013. Esto ya nos indica el nivel de distribución del cine europeo de calidad en este bendito país. Es mucho más rentable vender músculos, tetas y romances de cuento. ¡Dónde va a parar!

En La vida de Adèle hablamos de otro cine. Del que casi se puede palpar. Del que está narrado tan de cerca que hueles la piel de la protagonista. Ese cine que está más próximo al documental que a la ficción enlatada que la mayoría de distribuidoras nos intenta colar. Es un cine contado y contemplado desde dentro. Y la distancia entre el espectador y el relato es casi inexistente. La historia, en este caso, no es excepcional. No es original. No tiene nada de nuevo, de sorprendente o de extraordinario. Es una historia normal, que le pasa a una chica normal en un barrio normal con gente normal. Nada en este relato nos quita el hipo, al menos en cuanto al contenido. Lo importante aquí no es el qué, sin el cómo. Cómo el director se mete bajo la piel de unos personajes y les insufla vida de un modo asombroso.

Abdellatif Kechiche realiza un minucioso estudio de los rostros, los cuerpos, la comida, el cabello, el llanto, la imperfección, los sentimientos y el sexo, el cual cobra un gran protagonismo en este film. Después hablaremos de él. Todo está contado muy de cerca y sin ningún afán por embellecer lo que la cámara ve. Los restos de comida en la comisura de los labios, los poros de la piel, el acné juvenil. Valores de plano muy cortos que descubren la realidad tal cual es, casi robándola. Trozos de vida bellos precisamente por la falta de interés en que lo sean. La cercanía es tal que es imposible no conmoverse ante lo que Kechiche narra.

La elipsis temporal es uno de los elementos con el que el director se divierte jugando. La medida de tiempo es inexacta. No nos avisa cuando pasan tres años de golpe y, sin embargo, nos sorprende con un acto sexual casi a tiempo real. El paso del tiempo es casi intuitivo, sugerido, una mera guía. La evolución de los personajes no se explica, se descubre poco a poco, se adivina.

Uno de los fetiches de la película, sin duda, es el pelo de ella, de Adèle. Fascinante cómo el director lo utiliza para narrar la evolución psicológica y emocional de la protagonista. Recogido y enmarañado en el caos adolescente inicial. Suelto y revuelto en el desenfreno propio del dejarse llevar. Clásico para una Adèle madura y maltrecha. Gran parte de la sensualidad de la protagonista recae en su melena, en el juego que perpetran entre actriz y director.

Y ella, Adèle Exarchopoulos (pues comparte nombre con el personaje). Qué no decir de esta mujer. Real, conmovedora y ardiente interpretación. No me imagino con mis 19 años interpretando un papel con semejante carga emocional y sexual, muy sexual. Y es que el sexo, sin duda, ha sido uno de los motores de la polémica, la controversia y, por qué no decirlo, del morbo y el interés despertado por la película, sin menospreciar ni mucho menos el merecido galardón. El sexo en esta película es explícito, real y muy intenso. Las escenas de cama están narradas con la misma minuciosidad que el resto del film. Texturas, sonidos e incluso olores. No soy una gran partidaria del sexo en el cine pero si hay que mostrarlo, este es el sexo real, el que se da entre dos personas reales, sin maquillaje, ni edulcorantes y como única banda sonora los gemidos y el roce de los cuerpos. En Habitación en Roma, Julio Medem ya dio los primeros pasos por el camino del sexo lésbico, pero no hay color. Y no se trata de ver quién muestra la escena más picante entre dos mujeres. De hecho, dudo que la representación de Abdellatif Kechiche encienda entrepiernas. Al contrario, tal y como ocurre en la vida real, el sexo entre dos personas es entre esas dos personas y poco le puede interesar al resto. Se trata, por tanto, de mostrar el sexo sin tópicos, sin artificio, sin intención alguna por embellecer un acto animal, instintivo y descontrolado. Medem convirtió el sexo entre dos mujeres en un relato casi onírico. Kechiche no lo convierte, lo enseña.

La vida de Adèle, un peliculón, también en el sentido literal de la palabra pues el relato dura nada menos que tres horas. Si buscas una historia que rompa moldes, no la veas, pues es un relato de gente real. Si buscas la vida según San Hollywood, no la veas, pues no encontrarás ni pizca de maquillaje narrativo y/o visual. Si buscas escenas de sexo pasadas de edulcorante y con pajaritos de fondo, olvídate, el sexo es sexo y los orgasmos femeninos instantáneos que nos muestra la fábrica de sueños no existen.

La vida de Adèle podría ser la vida de cualquiera. Contada, eso sí, como nadie lo haría.

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Iris Alca
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