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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 149
Críticas ordenadas por utilidad
1
17 de febrero de 2023
21 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un absoluto desperdicio de película, una de las, digamos, críticas más burdas y obvias del mundo en que vivimos, una película sin norte, autocomplaciente hasta la náusea, que se regodea en la muerte de una asno hembra, dos horas y media tiradas a la basura. Un insulto a la inteligencia.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
20 de marzo de 2017
12 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
El caso fue que, una vez en la rueda de prensa tras su proyección en la sección oficial de largometrajes a concurso del Festival de Málaga, Lino Escalera, director de No sé decir adiós (2017), presentó su película como una radiografía de la familia, lo cual es totalmente cierto pues en este filme se analizan las relaciones paterno-filiales, los encuentros y desencuentros de dos hermanas, la adolescencia de quien es hija y nieta o la familia política. Incluso se alude a la familia ya desaparecida, la tía Trini.

Cabe señalar a ese respecto, que la familia no se aborda desde una óptica de denuncia o bajo un sentido de culpabilidad de quienes han errado en algún momento, entre otras cosas, porque todos nos equivocado en nuestra vida con quien no es más próximo. No se trata de establecer victimarios ni víctimas, sino de ofrecer lo que puede ser la tensión familiar cuando el padre, magníficamente interpretado por Juan Diego, se enfrenta a un cáncer de pulmón con metástasis en el cerebelo.

No consiste este largometraje, por lo tanto, en un catálogo de traumas perpetuos, sino de una imagen imparcial de la familia, lo cual ya de por sí merecería una buena crónica, pero prefiero llevar mi reseña por otros derroteros, puesto que no dudo que haya otros críticos que se ocupen de los vínculos parentales.
Podríamos hablar también de la soledad con todas las evocaciones creativas que ello permite, puesto que ambas hermanas, magistralmente encarnadas por Nathalie Poza y Lola Dueñas, la hija de Blanca, que es el personaje de Lola Dueñas, su marido y, por supuesto, el padre enfermo, evidencian enormes carencias afectivas. La hija adolescente es que, por no tener no tiene ni hermanos ni primos, ni tampoco se ve nadie de su edad en la película y ya he adelantado que la soledad es la madre (la triste madre) de la creatividad. Como muestra, un botón y recordemos, por ello, cómo Quevedo buscó el retiro en la paz de los desiertos, acompañado de unos pocos, pero doctos libros, para mejor conversar con los difuntos que los escribieron, según manifiesta en su soneto "Desde la Torre".

Sería posible hablar de una película mediterránea, dado que los dos espacios donde se desarrolla la acción son Almería y Barcelona, con todas las diferencias sociales existentes entre estas dos ciudades arropadas por el mar de cultura.
Pero prefiero dirigir mi crónica a ese poderoso mundo de espectros que define No sé decir adiós. Y es que, efectivamente, como sombras parecen vagar por la vida el padre y las dos hijas.
Y sombras es lo que dibuja Platón en su alegoría de la caverna, como todos sabemos. Los prisioneros, de cara al fondo de la cueva, no pueden verse ellos entre sí ni tampoco pueden ver los objetos que a sus espaldas son transportados: sólo ven las sombras de ellos mismos y las de esos objetos, sombras que aparecen reflejadas en la pared a la que miran. Únicamente ven sombras y lo que Platón, por boca de Sócrates, se pregunta es qué sucedería a uno de estos hombres si lograra soltarse de sus cadenas y acceder directamente a la luz del sol. El resultado final de esta narración platónica no es muy halagüeño, pero al menos un hombre pudo ver la luz. Sin embargo, en la película de Escalera, ningún hombre alcanza a ver la luz para poder contárselo luego a sus compañeros.
Vidas espectrales, por ello, que manifiestan insatisfacción a todos los niveles: el padre, que es profesor de autoescuela, porque sus horizontes no van allá de sus lecciones o la televisión. Carla, una profesional de éxito en el el mundo de la publicidad, porque su tristeza no se rellena con los contratos que pueda conseguir: el sexo con desconocidos, el alcohol y la cocaína parecen ser sus inseparables compañeros de viaje. Y, Blanca, la hermana que se quedó en Almería, cuya situación podría ser la más placentera (tiene trabajo, pareja e hija), porque no se siente realizada, si bien intenta canalizar sus frustraciones en el teatro.
De manera que, me parece cargada de intención una escena en No sé decir adiós, donde Blanca está ensayando una función de teatro, pero los verdaderos protagonistas de la obra parecen ser los espectros.
En la misma medida que considero muy elocuente una escena en la que ambas hermanas están vestidas de negro de cintura para arriba y el plano consiste en uno medio, donde tan sólo se les ve la parte superior del atuendo y dialogan las dos reprochándose los éxitos y fracasos de la otra. Recriminándose por los éxitos y fracaso personales. De ahí que el espectador, que sólo ve el negro de la indumentaria y los rostros anhelantes, asiste desde su butaca a un diálogo de fantasmas con encarnadura humana, valga la redundancia.
Creo que en esa escena, mejor que en ninguna otra, podemos acercarnos a las dos hermanas como si de dos sombras quejumbrosas se tratara.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
18 de marzo de 2017
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando caen las primeras nieves en Laponia, los habitantes de esta remota región lo celebran con especial énfasis, porque saben que el de la nieve será el único brillo que verán durante mucho meses. Al otro lado del globo, en una latitud también bastante alta, sólo que en el Hemisferio Sur, concretamente en la Patagonia, la nieve se oscurece por acción de la brutalidad de los hombres en Nieve negra (2017), de Martín Hodara, que forma parte de la sección oficial de largometrajes del Festival de Málaga, cuyo eje dialéctico son los secretos de familia.

Y es que, digámoslo claramente, la familia ha sido un constante quebradero de cabeza para todas las personas que tienen una, es decir, más del 90% de todos los seres humanos que han sido, son y serán, al menos desde que Sófocles escribió Edipo rey hace unos dos mil quinientos años, ignorante en aquel momento de que estaba alumbrando uno de los grandes complejos del mundo actual.

Muchas son las películas de la historia del cine que han tratado de la familia desde muy diferentes puntos de vista. Tan sólo en las últimas décadas, podemos enumerar unos apresurados botones de muestra: La familia (1987), de Ettore Scola, Secretos y mentiras (1996), de Mike Leigh, Celebración (1998), de Thomas Vintenberg, o American Beauty (1999), de Sam Mendes, entre las más conocidas. Y, por supuesto, La culpa del cordero (2012), del realizador uruguayo Gabriel Drak.

Hay, sin embargo, un detalle esencial que separa el filme de Hodara del de Drak, perteneciendo ambos, como pertenecen, al Cono Sur americano, y es que en La culpa del cordero se realiza un análisis completo genérico de la familia, mientras que en la propuesta del director argentino el foco se dirige a una situación en concreto: una acción del pasado, un terrible secreto que marcará las vidas de los miembros de esa familia durante décadas.

Perfectamente construida la historia, y mira que siento debilidad por encontrar fisuras en los argumentos, bajo guion del propio Martín Hodara y Leonel D’Agostino, no voy a entrar en su desarrollo, que esa función corresponde al público, desde luego que Eros y Tánatos se regocijan con sus travesuras características, y en esta reseña todo parece que apunta a Freud, pero sí quiero señalar cómo la nieve pervierte su blancura original bajo el prisma de estos cineastas, para convertirse en el contexto adecuado de la ignonimia. Es una situación parecida a la de los putti en la iconografía milenaria de la melancolía, donde lo mejor que nos puede pasar es que estos niños se alejen lo más posible de nosotros, puesto que personifican la muerte. Véase así en Lucas Cranagh el Viejo.

Y ésa es la idea básica de la película de Hodara: la subversión de un elemento que puede evocar la pureza, como es la nieve, al menos su blancor así parece apuntarlo, para teñirse de las sombras más oscuras en un marco donde la naturaleza no consigue atemperar las pasiones humanas: ni los niños son inocentes en la obra de Lucas Cranagh el Viejo, ni la nieve es sinónimo de limpieza espiritual en la película de Hodara. Al fin y al cabo, como todos sabemos, tan sólo basta el roce con algún elemento ajeno, una pisada humana con barro, por ejemplo, o el devenir diario en las ciudades para que la nieve deje de ser blanca.

Hay otra cuestión en la que también quiero detenerme y es la de la tendencia actual de anteponer la construcción de personaje sobre la elaboración de un guion complejo. Podemos apreciarlo así en largometrajes recientísimos: Fúsi (2015), del director islandés Dagur Kári, Paterson (2016), de Jim Jarmusch, Frantz (2016), de François Ozon, Sólo el fin del mundo (2016), de Xabier Dolan, e incluso Toni Erdmann (2016), de Maren Aden, películas todas ellas donde la sinopsis puede reducirse a dos líneas, y eso si la estiramos bien, puesto que lo que verdaderamente importa es la definición de la persona. No en vano, el título de muchas de estas películas es precisamente el nombre de uno de los intervinientes en la historia.

Pues bien, quizá la principal aportación del largometraje de Hodara que estamos comentando, es que ambas cosas, guion y personajes, están indisolublemente unidas como las dos caras de una moneda diríamos si no fuera ésta una imagen muy desgastada. Con otras palabras: el argumento se construye en la misma medida que el espectador profundiza en el conocimiento de cada uno de los personajes, de tal modo que con esos perfiles humanos tan sólo puede suceder lo que sucede. Quizá por ello, eligió como actores a tres nombres esenciales del cine argentino: Federico Lupi, Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia, entre quienes mantiene muy bien el tipo la jovencísima actriz española Laia Costa.

El aislamiento es necesario para evitar la corrupción de las condiciones de vida de una determinada comunidad arcádica. Véanse a ese respecto los importantísimos estudios de Fernando Aínsa sobre la utopía. Eso mismo sucede, aunque con matices, en el relato “El perjurio de la nieve”, de Adolfo Bioy Casares. Pero el planteamiento de Hodara es completamente subversivo a ese respecto: para este director argentino, retirarse del mundanal ruido equivale a un enfrentarse el hombre a sí mismo, una especie de regreso a la mera esencia de la persona sin que nada ni nadie lo adultere. Es sólo que de ese intenso regreso a la naturaleza de lo que cada uno es no puede esperarse nada bueno.

¿Vidas condenadas al sufrimiento, por lo tanto, hasta que la nieve sea también su sepultura? Probablemente sí, o probablemente la mentira les redima.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
16 de julio de 2023
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
La puesta en escena es minimalista y discurre entre árboles, en este caso, higueras, lógicamente, lo que permite al espectador conjeturar con una posible relación con la multipremiada A través de los olivos (1994), de Abbas Kiarostami, también minimalista y arbórea, mas con no ser una comparación disparatada, precisamente por la parte técnica y elemento natural en que ambos filmes transcurren, debemos establecer algunas diferencias, pues la cinta de Kiarostami se construye como una urdimbre de metacine para mostrar un romance entre dos jóvenes concretos, mientras que la de Sehiri tiene más bien textura de ficción documental, o docuficción, cada cual como prefiera, en un ambiente de protagonismo coral.
De manera muy resumida, Entre las higueras descansa sobre una trama que muestra el trabajo de sol a sol de un grupo de personas de todas las edades, aunque imperan las muy jóvenes, recogiendo higos bajo la atenta mirada de un joven patrón, que rompe los cánones de un señorito agrario, pues viste con mucho desenfado, incluso con la visera de la gorra de béisbol con el logotipo de Emporio Armani en la nuca, que ya son ganas, pues si no le gusta llevar la visera en la frente, que es para lo que se pensó ese aditamento, que no se compre una gorra con visera, digo yo, vaya.
Pero hemos afirmado que Entre las higueras es una ficción documental y eso hay que justificarlo. Nada más fácil, sin embargo, pues Sehiri pasea la cámara por la actividad recolectora de cada uno de los personajes y deja que sean las imágenes en numerosas ocasiones quienes hablen por sí mismas. Así pues, dentro de un lenguaje cinematográfico puro, dado que lo visual se impone a lo conversacional la cámara acompaña a la acción como si un turista accidental estuviera grabando la actividad en el campo, donde, a pesar de los buenos deseos de Juan Luis Guerra de que lleva café, lo único que, digamos, llueve es un trabajo duro para arrancar a los árboles su fruto. Para enfatizar esa función documental del filme Sehiri, al igual que Kiarostami en la película que hemos mencionado más arriba, utiliza actores y actrices no profesionales con todo lo que eso implica de captación de la vida real y no de la realidad interpretada, valga el oxímoron.
Podríamos afirmar, por lo tanto, que Entre las higueras es una película donde no pasa nada, pero sin embargo pasa todo. ¿Qué entendemos por no pasar nada? Pues en este caso, el largometraje de Sehiri se separa significativamente de A través de los olivos, según hemos mencionado más arriba, pues el filme tunecino no se polariza hacia una determinada historia, de amor o de lo que sea, entre dos personajes, sino que nos muestra todo un puzle de posibilidades: cada personaje es un mundo en sí mismo, cada cual con sus propias inquietudes o preocupaciones, y lo que Entre las higueras despliega es una colección de mundos a quienes el azar, el universo o la energía que sea ha hecho coincidir en un determinado momento en un mismo lugar.
Gracias a esa colección de mundos coincidentes, conocemos un poco mejor cómo es la vida en el Túnez rural, incluso en varias escenas se comenta lo diferente que es todo para una mujer en el Túnez urbano, donde incluso beben alcohol. No es Entre las higueras, por consiguiente, una película que analice los efectos de la así llamada Primavera Árabe, que se inició precisamente en ese país y ha sido motivo constante de reflexión entre los cineastas tunecinos durante los últimos diez años, aproximadamente. Y eso es así porque la Primavera Árabe fue un movimiento eminentemente urbano. De ahí que Sehiri en su segunda película (la primera es de 2018, se trata de un documental en sentido propio, lleva en inglés el título Railway Men y no me consta que se haya distribuido en España) dirija su mirada, una mirada de gran ternura, por cierto, hacia el flanco más frágil de cualquier sociedad, el que más desapercibido pasa: el mundo rural; un mundo donde las personas son apenas diminutas contingencias dentro del esplendor telúrico. Un mundo tan frágil, tan frágil, que permanece inmutable a lo largo de los siglos, valga el oxímoron.
Podríamos sostener, ¿por qué no?, que Entre las higueras es una película donde no hay personajes, sino personas, pero todos los personajes están ahí, y las personas también. Según he mencionado más arriba, toda la acción transcurre en una jornada de trabajo de recolección de higos de sol a sol y la acción va siguiendo cronológicamente el paso natural de las horas. No hay flashbacks, ni ninguna otra información previa sobre los personajes, sino que el espectador tan solo conoce lo que en cada momento captura la cámara, que no puede ser mucho, pues la película dura solo hora y media y se trata de un filme coral, por lo que el foco ha de ir pasando de uno a otro.
Pues bien, puede que ese sea precisamente el principal logro de este largometraje: sin saber nada de nadie antes de que empiece la acción, en una película no excesivamente larga en cuanto al metraje, con un número de intervinientes importantes, acabamos sabiéndolo todo de unos personajes, porque estos personajes son precisamente personas sin perder su textura ficcional. En muy pocas palabras, con tan pocos, pero muy buenos mimbres, conocemos las historias de amor y desamor entre algunos de los personajes; sabemos del dolor de los amores imposibles cuando una mujer ha sido obligada a casarse con quien no quería; aprendemos de los malos rollos en la familia a causa de herencias malamente resueltas; observamos pequeños hurtos; asistimos a un intento de violación y abuso de posición predominante por parte del patrón (el de la visera en la nuca, ya saben); somos testigos del desgaste físico de las recolectoras de higo más maduras; atestiguamos los abusos en el pago a los trabajadores; etcétera. Y todo eso es así, la información que transmite esta película fluye con facilidad, porque los personajes son personas, y viceversa.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
10 de julio de 2016
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
O también podía haber titulado a esta crónica “La realidad y el deseo en Viva”, pero Luis Cernuda se me adelantó en unos ochenta años y hay que concederle a él todo el mérito de ese nombre. Me cachis. El caso es que Viva (2015), de Paddy Breathnach, puesto que realmente se trata de una producción irlandesa, aunque toda la acción se desarrolla en La Habana y narra las experiencias de personajes cubanos, relata los esfuerzos de la vida por abrirse camino incluso en las circunstancias más adversas.

¿Realismo social? Películas rodadas por el sentido del deber. Bueno, pues ésa ha sido la tendencia generalizada de todo el, así llamado, cine comprometido, que hunde sus raíces en la revolución bolchevique desde que Lenin consideró al cine la primera de las artes y llega a cineastas de nuestros días, muy conocidos dos pertenecientes al mundo anglosajón: el estadounidense Oliver Stone y el escocés Ken Loach, si bien éste en La parte de los ángeles (2012) se permite abrir el abanico hasta recursos tan eficaces como el humor.

Sí recuerdo gran número de películas cubanas muy críticas con la situación de su país, como fue la cinematografía de Tomás Gutiérrez Alea, muy recordado por Fresa y chocolate (1993), en colaboración con Juan Carlos Toribio, un tándem creativo que se repitió luego en Guantanamera (1995). Igual de crítica es Melaza (2012), de Carlos Lechuga, galardonada con la Biznaga de plata a la Mejor película en la sección Territorio latinoamericano en el Festival de Málaga, Boleto al paraíso (2010), de Gerardo Chijona, que fue nominada al Premio Goya a la Mejor película hispanoamericana, basada en una historia real, o El acompañante (2015), de Pavel Giroud, galardonada con el Premio del público en la Sección Territorio latinoamericano del Festival de Málaga. Por citar sólo unos pocos ejemplos de películas que probablemente no han tenido ni tendrán distribución en la isla caribeña.

Dentro de ese panorama se sitúa la película irlandesa, pero esencialmente cubana, que ahora nos ocupa, Viva, que, como ya apunté al principio, plantea el viejo debate entre la realidad y el deseo: el deseo que da la vida a Don Quijote, la realidad que se la quita. Realidad de una ciudad en estado ruinoso, donde todavía es necesaria la cartilla de racionamiento para conseguir arroz y frijoles, “¡Comida de presos!”, según afirma Jorge Perugorría, donde hay que pedir prestadas habitaciones para hacer el amor, el gran deporte nacional de Cuba, según afirma Pavel Giroud, arriba mencionado, y el deseo de la vida por seguir adelante.

Ahora, bien, ¿qué lectura de la situación podemos hacer cuando el deseo consiste en travestirse en un cabaret de ínfima calidad para hacer payback sobre canciones de Rosita Fornés o nuestra queridísima Massiel? Ésa es la vida que lucha en la clandestinidad de una sociedad sin libertad de pensamiento. Ésa es la vida a la que aspira Jesús, interpretado por Héctor Medina, que me parece muy digna, es sólo que no goza de reconocimiento oficial, por decirlo de la manera más suave posible.

En el otro extremo se sitúan actitudes intransigentes como la de Ángel, el padre de Jesús, antiguo boxeador condenado a prisión por asesinato, cuya degradación moral no es la individual de Robert de Niro en Toro salvaje (1980), de Martin Scorsese, sino la colectiva de una sociedad anquilosada en medio de una especie de bucle dialéctico. Quiero destacar que el personaje de Ángel es el interpretado por Jorge Perugorría, un pura sangre de la interpretación como lo es Robert de Niro en ocasiones muy señaladas, y con asombrosa regularidad Jeremy Irons, Ricardo Darín o el español José Luis Gómez. Creo que ésa es la categoría creativa a la que habría que adscribir a Jorge.

Pero si el padre se llama Ángel, el niño Jesús y la película es una producción irlandesa, donde Breathnach seguro que recibió una formación católica, ¿quién es la Virgen María en Viva, puesto que los Evangelios nos dicen que se quedó preñada por la acción de un ángel? Muy interesante se me antoja esta posibilidad de buscar nombres alusivos en este filme, puesto que esa interpretación en clave mística nos sitúa en la antesala de considerar a la propia Cuba como una metáfora del santo vientre, puesto que en el largometraje que nos ocupa, la madre de Jesús está muerta, lo mismo que sucede a la sociedad de la isla caribeña.

Aun así, la película de Breathnach es un poema de amor a La Habana, que aparece observada a vista de pájaro en diferentes ocasiones y en el bulle bulle de unas calles que antaño gozaron del esplendor de la limpieza. Es decir, que el director irlandés no pretende cebarse con las carencias de un país da las boqueadas entre el racionamiento del Gobierno nacional y el embargo impuesto por USA, sino buscar la belleza hasta en los rincones más degradados físicamente. Muy significativa a ese respecto me parece otra frase en boca de Ángel-Perugorría: “Este barrio es el más bello del mundo”, afirma subido a una terraza desde donde sólo se ven escombros.

Hay también una cierta concesión al melodrama, pero los elementos positivos de Viva me parecen muy superiores a los reparos argumentales que podamos oponerle. En todo caso, se trata de un melodrama muy tolerable, que roza, pero no penetra en lo hollywoodiense.

Mencionar, por último, que dentro del drama narrado quedan guiños al humor, lo que permite oxígeno en unas escenas impregnadas de oscuridades, y la constante presencia de la lluvia, como metáfora, a mi modo de ver, de la fugacidad. Pero el agua es también el elemento de la vida y vivir contra corriente, contra todas las circunstancias es la principal lectura de este filme.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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