Joseph (Dorian Le Clech) y Maurice Joffo (Batyste Fleurial) son dos niños parisinos hijos de una familia judía durante los años 40. Cuando la tensa situación con los nazis hace cada vez más difícil esconderse, los dos niños son obligados a huir esa misma noche para reencontrarse en Niza en una semana, pues que la familia permanezca junta es demasiado peligroso. A lo largo de un par de años, ambos niños deberán abandonar a su familia y volver a huir una y otra vez para esquivar el exterminio. Una película de carretera heroica y inspiradora, familiar y motivacional en el retrato de estos héroes anónimos que jamás se rindieron ni perdieron la esperanza, a pesar de las muchas veces que rozaron la muerte. Película que brilla en su dirección artística, su recreación de los escenarios de la guerra y en su fotografía en movimiento, que cubre prístinamente la gran escala de los acontecimientos y la envergadura de la producción. Los niños actores hacen un buen trabajo, y la película presenta un envidiable ritmo y un hábil manejo de la tensión en múltiples escenas de suspense muy bien manejadas de sensaciones y ejecución. Una película, a todos los aspectos, que es un excelente caso de oficio y profesionalidad, un producto con una audiencia clara y numerosa, compacto y ejecutado sin fallas ostentosas. Y esta absoluta corrección y eficiencia en el despliegue técnico, cualidad menos común de lo habitual en el cine europeo, son factores que no debemos despreciar ni dar por sentados.

El aficionado de la sutileza emocional en el cine no encontrará disfrute en un tono tan blando. Todo se aclara con música y lagrimón, y se discierne el conflicto con el establecimiento de bandos maniqueos. Los nazis son todos malos muy planos, y la familia protagonista está integrada por bellísimas y rectas personas. Y pasada la primera hora, el desarrollo es reiterativo, nada sorprende a nuestras predicciones argumentales y, pese al tiempo invertido con ellos, no llegamos a conocer más a los Joffo, héroes faltos de personalidad o carisma con los que empatizar. La película no ofrece más elementos para la reflexión sobre los que recapacitar en segundos visionados o en días posteriores al primero, siendo no más que un relato plano y familiar que apela al amor y a la esperanza y fraternidad, pero sin más que saborear a nivel cinematográfico que pida revisitarla en un futuro.

Tierna, meliflua y épica, Una bolsa de canicas es una gran producción acomodada en su nicho de audiencia y mercado, pero es un producto que no asombra pero cumple sobradamente con la función de entretener.

Marina Vidal (una estupenda Daniela Vega) vive un apasionado romance con el maduro Orlando. Tras una noche de amor en el apartamento de él, Orlando enferma súbitamente, y fallece una vez llegado al Hospital. Cuando quiera compartir con su familia los momentos de despedida, recibirá de su parte un desprecio y aislamiento similar al que la sociedad le brinda, dejándola sola en su lucha contra las mareas por ser aceptada y poder vivir como ella se siente. Una historia triste y desoladora de desprecio al diferente, lucha por integración y orgullosa defensa a ultranza de la propia personalidad. Una película que no se explaya en la escabrosidad, la carne, la vida entre tugurios o la sexualidad líquida, sino en un estudio de personaje (uno fuerte y seguro) y en el retrato de sus miedos, su sufrimiento y sus anhelos. Una película colorida, y formalmente elocuente, pero seca y carente de edulcorantes en el plano humano. Un relato que fluye con gran sentido del ritmo, apuntalando su tono contenido, sobrio y refinado con unas melodías escasas pero hermosas de Benjamín Echazarreta (sin olvidar un uso acertado de temas de archivo) y una estupenda fotografía de cromatismos contrastados de Mathew Herbert. La película no funcionaría igual sin la envolvente y certera elección de encuadres, casi todos con logradas pretensiones artísticas. Gracias a su sencillez narrativa y el clasicismo de su estructura (no ya de su forma) el filme logra con acierto apelar a todo el mundo, ideologías y orientaciones sexuales aparte. El filme logra atraparte en un estadio cuasi onírico de estampas seductoras y pasajes de humillación emocional, sin por ello perder credibilidad o resultar impostado.

La película confirma, a cada paso que da, lo que un espectador informado por la sinopsis y sus tráilers esperaría de ella: Un relato sobre una mujer transexual denostada e ignorada por la sociedad en su lucha. Un relato de prejuicios amorosos y de lidiar con la pérdida. En lo que al tema se requiere, la película no sorprende en ninguna de las etapas de su desarrollo y se queda en un primer nivel algo superficial del problema de la identidad sexual. Todos aquellos personajes que no son Marina carecen de la profundidad o complejidad de ella, con la excepción de Orlando, quedándose en planos antagonistas secos. Si es por su cariz social por lo que la película es importante y popular, es en sus momentos de escapismo estético dónde mejor funciona, extrañándose la presencia de un guión más complejo para redondear la experiencia que su propuesta formal entabla.

Elegante, poética, desalentadora y cautivadora, Una mujer fantástica no es cine transformador, ni sorpresivo, pero es cine poderoso con una voz propia y a seguir de ahora en adelante.

Cine social, verista y naturalista, que pone su mirada en el día a día de esta humilde familia que vaga por la necesidad y el fracaso sin paños menores. Una puesta en escena estática y elegante, entregada al niño sin gestos, y de silencioso pero opresivo encuadre y seguimiento de las acciones. Unas interpretaciones notables al servicio de un relato directo y triste, en una escenificación que no puede respirar más verdad, ni tener más carga dramática desde la contención. No innova en forma ni fondo, y su argumento, de lugares comunes para el espectador, no sorprende a nadie en su desarrollo. Pero una ejecución tan medida y matizada desde la asepsia hacen de esta la segunda mejor película de la Sección oficial, que pide a gritos ser premiada.

Un hombre naufraga en su barquichuela y finaliza por azar en una isla desierta. La recorre en poco tiempo y se reafirma en la más absoluta soledad, rodeado sólo de bosque y playa. Con los troncos y ramas del bosque, creará una balsa con la que se echará a la mar en busca de alguna salida. Pero todos sus intentos resultarán en fracaso, debido a los golpes que una gran tortuga roja le da a la balsa, dejándola siempre destrozada. La tortuga roja seguirá apareciendo, y un día emergerá en la playa, encontrándose con el iracundo humano. Pero el mágico animal acabará haciéndole compañía durante el resto de sus días en la isla de una manera inesperada, en una vida larga y próspera en la que se mezcla la imaginación y la vivencia y dónde se prueba que, con empeño y esperanza, se sale adelante. Una película pequeña sobre una familia en la naturaleza, y sobre el respeto del mediomabiente y del primigenio mundo animal. Una película muy ghibliana en tanto recupera esa maravilla por la exuberancia agreste y el alegato ecologista. Pero en esta ocasión, lo hace casi sin música, y sin una sola palabra. Todas las emociones y expresiones se transmiten con gestos, sonidos guturales, acciones o ruido ambiental, haciendo del filme una historia universal que gana en el detalle que se da a los matices, el sonido de los elementos y los animales y el mecer de las plantas y el paso de las gaviotas, todo ello excelentemente animado. Las ocasionales melodías de Laurent Perez del Mar dotan de intensidad melodramática a una película triste y emocional que halla sus mayores aciertos estéticos en las escenas marinas, en las cuales capta la esencia del gigante del agua. Los animales se recrean con personalidad (ahí está el grupo de divertidos cangrejos de playa) y se sitúa al espectador en escenarios irreales pero que nos hacen recordar la potencia de aquellos parajes naturales pre-civilización, y la arbitrariedad de aquellas fuerzas naturales que no podemos controlar.

Una vez nos acostumbramos al dispositivo narrativo, el asombro de sus primeros minutos se detiene y ya nada nuevo se produce que transforme nuestro agrado en gozo y maravilla. Si bien la historia inicia con la urgencia de un hombre desesperado por hallar sustento y escape, una vez se resigna a permanecer en la isla y ya no se encuentra sólo el filme se torna contemplativo y pierde esa premura, a pesar de la manifestación de catástrofes naturales. Y el melodrama y la emoción abraza una corriente que aboga por la inocencia y a ratos la estridente búsqueda de la lágrima, la cual casi logra no por martillearnos con música, sino por su logrado final, triste pero esperanzador, y por las interacciones entre personajes. Pero al ser todo un seudo-onirismo de desarrollo vital alegre, el espectador no sabe que esperar ni halla calado ni profundidad en las secuencias que se suceden, siendo estas bellas coreografías (las tortugas dan un rico juego visual) pero con personajes tipo y escaso cuerpo o contundencia.

La tortuga roja es el tipo de cine de animación que debería ofrecerse al infante, y un ejemplo de vertiente minoritaria pero necesaria que no podemos perder, pero pese a su dispositivo esto es sólo un espectáculo agradable para los ojos pero con escasísima trascendencia textual.

Año 1968. Londres. Una ya veterana Judy Garland, una leyenda de Hollywood desde su niñez, prepara una serie de conciertos con grandes clásicos de su trayectoria cinematográfica. A punto de encarar un esperado éxito le asaltan los fantasmas del pasado, asolada por las inseguridades de su infancia. Recuperar la estabilidad familiar con sus hijos será el faro de luz que la haga salir adelante. Un sobrio y melancólico retrato lleno de sombras y pesimismo de la aciaga soledad vital tras el foco de un juguete roto. Una semana en la vida de un artista envuelto en un proyecto en el que se reflejan, a través de sus visitas y de puntuales flashbacks, de la infinidad de sombras de su infeliz existencia. Un filme a la antigua usanza, elegante y eficiente, que si bien se da por sentada merece ser considerada su estupenda producción. Un trabajo bien ambientado, con un buen desempeño por parte del equipo de dirección artística, maquillaje y vestuario. Una lástima la escasa presencia de números musicales, pues cuando tienen lugar su ejecución resulta hermosa y refrescante. Hablamos de un filme construido alrededor del lucimiento de su protagonista. Y Zellweger está a la altura, pues su interpretación de Judy es notable. Y se agradece que el filme abandone la fórmula más común del biopic para, en lugar de exaltar de manera adulterada y maniquea la figura de la actriz, la presenta como una figura falible y débil, con una narración llena de nihilismo.

Por mucho que presente suficientes rasgos para tener una personalidad definida, el filme se muestra en todo momento incapaz de sorprender, desafiar, implicar activamente al espectador o producir ningún tipo de emoción fuerte. Más allá de un puñado de planos generales, la realización audiovisual es a su vez extremadamente simple y poco inspirada. Si bien las secuencias de la pequeña Judy se muestran atinados y su descripción psicológica matizada, sus conflictos emocionales con amigos y exmarido presentan poco peso, carentes de la fuerza dramática que el guión demanda. Su largo metraje y pausado devenir provocan que el visionado baile de manera perpetua en el alambre del tedio. En suma, un producto de diseño de costuras tan detectables a simple vista que resulta difícil para el espectador avezado encontrar conceptos o ideas que enriquezcan el acervo. Uno de tantos largometrajes llamado a ser olvidado una vez concluida la temporada de premios.

Amarga, apolillada y fielmente respetuosa, Judy hará las delicias de audiencias veteranas y satisfará a los que ven las películas por sus actores, pero dejará famélico a la mayoría de la cinefilia.