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Críticas de Vivoleyendo
Críticas 1.745
Críticas ordenadas por utilidad
10
18 de mayo de 2008
68 de 94 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde que tengo uso de razón, mi madre me ha contado cómo, cuando ella era niña, mi abuelo llegaba borracho a casa todas las noches. En aquellos tiempos (años 50-60) que ahora parecen tan lejanos, en los que la escasez era el pan de cada día en mi tierra, una buena parte de las mujeres casadas habían de resignarse a malvivir en unos matrimonios repletos de amargura y desamor, porque no tenían dónde ir cargadas de hijos, exponiéndose a la miseria y a ser señaladas por dedos condenatorios.
Mi madre recuerda cómo mi abuelo llegaba borracho, armando escándalo, gritando, tirando por las paredes los restos de la cena (y la situación no estaba como para desperdiciar la comida; era una época de extrema estrechez). A veces se dirigía al cuartucho donde todos los niños dormían en un mísero camastro y los arrojaba al suelo, acusando a mi abuela, en su delirio etílico, de que era un cornudo y que aquellos niños no eran suyos ("ojalá fuese verdad", le escupía mi abuela con rabia, enarbolando una sartén con la que estaba más que dispuesta a aplastarle el cráneo).
Había ocasiones en que mi abuela enviaba a mi madre al bar en el que él estuviese, para que le sacara disimuladamente del bolsillo el escaso dinero que él aún no se hubiese gastado bebiendo hasta la inconsciencia.
Afortunadamente, con el tiempo dejó la bebida, cuando el médico le dijo que los ataques epilépticos que venía padeciendo se los había provocado a sí mismo abusando del alcohol, y que podrían tener fatales consecuencias.
Mi madre nunca ha olvidado aquellos años amargos.
Jamás le ha perdonado sus muchos agravios. Ni siquiera ahora que lleva seis años enterrado.
Cuando pienso en que mi madre presenció las puertas del abismo y que siempre ha estado lista para desafiar al mismísimo rey de los infiernos con tal de protegernos a nosotros sus hijos, para que no viviéramos lo que ella vivió, se me forma un nudo, como si una mano me apretara el cuello, mientras contemplo a esa familia destruida por el alcohol, que Blake Edwards me espeta delante como un martillazo.
No sé si mi madre ha llegado a ver alguna vez esta devastadora película. No sé si ha experimentado una vez más ese zarpazo que hace subir la bilis. No sé si se dejó arrebatar por un Jack Lemmon y una Lee Remick absolutamente excelsos y punzantes. No sé si fue testigo de ese círculo vicioso en forma de película que no parece una película, sino el puro sufrimiento atrapado en dos horas de celuloide, en el que llega un momento en que no hay más que la botella y uno mismo. "La botella es Dios".
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Vivoleyendo
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7
28 de mayo de 2010
53 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
Encendamos una vela por las cosas perdidas, por lo que se fue, por los momentos desperdiciados, esos momentos que no valoramos cuando suceden y que estamos condenados a añorar cuando ya han pasado.
Encendamos una vela y atravesemos una piscina vetusta, rezumante de humedad y bruma, tratando de alcanzar el otro extremo sin que la llama se haya apagado. Intentémoslo sin rendirnos, si la llamita se extingue a medio camino y hay que regresar al principio para comenzar otra vez.
Ese era el deseo de un loco. Caminar por el agua con una vela prendida, hacerlo por este mundo de ciegos que ignoran que la verdad es mucho más sencilla de lo que se cree.
Curioso devenir el del hombre. Empeñado en perder lo más querido para sentir el latigazo de la nostalgia cuando ya es tarde.
Tarkovsky era el lenguaje puro de la imagen. Era el agua omnipresente susurrando. Corrientes, lluvias, charcos, estanques, ríos. Agua que fluye y agua estancada. La esencia de la vida, donde todo empezó, fundida con explosiones de verdor a las que alimenta. Planos fijos y de movimiento lento, recreándose en el líquido elemento que esculpe la naturaleza y la piedra vieja abandonada en ninguna parte.
Símbolo del desgaste, metáfora del llanto, de la crueldad, la perseverancia y el olvido del tiempo, las gotas incesantes marcan el compás de fondo de la más desnuda añoranza. Las lágrimas por los errores que no se pueden borrar, por la familia que ya no está, por el hogar lejano o aniquilado, por recuerdos que, entre las grandes decepciones arrastradas, persisten con la insistencia de la llamita de la vela protegida con sumo cuidado para que siga brillando.
Los grises de lo extinto, de lo que sucedió, y los colores tristones de lo que queda en el presente, más irreales éstos que aquel blanco y negro huidizo. Quizás la locura inventa este presente de torturado colorido (donde se incluyen los dorados cabellos largos y el cuerpo gentil de Eugenia) y lo real es lo otro, las esposas amadas, los hijos y la casa en matices cercanos a un sepia desvaído, y el instante preciso, o indeterminado, en que se echaron a perder, en que se alejaron sin posibilidad de retroceso, porque no se les permitió, porque se les había cerrado la puerta. Como también se escurre lo de ahora, volátil, espejismo sin huella.
El ruso filma el desconsuelo convertido en agua, en piedra antigua y corroída, en pasillos desiertos, en estancias inundadas de sombra, en botellas de cristal vacías, en pena, en locura (o tal vez lucidez), en desilusión y en silencio.
Vivoleyendo
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10
20 de enero de 2009
51 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
Woody Allen, el genio de la comedia dialogada, el melómano y neurótico neoyorquino que tantas risas ha hecho brotar (y que también ha revelado su buena mano para el thriller), concibió la que en mi opinión es la mejor película de su carrera, “Misterioso asesinato en Manhattan”.
Pletórico en sus facultades para divertir y mantener al público plenamente atento al desarrollo, Allen ideó una comedia heterogénea que incluye costumbrismo y cotidianeidad, una exploración de la vida en pareja, suspense y elementos de cine detectivesco en clave de parodia, en torno a un matrimonio simpático y rutinario que se inmiscuye en un turbio asunto cada vez más intrigante.
Sirva o no el detonante de la acción como mera excusa del guión para tratar de devolver la chispa a una pareja, y vertebrar en torno a ese hecho todo un divertidísimo y genuino análisis de las relaciones sentimentales prolongadas, lo cierto es que la trama consigue atrapar desde el primer fotograma e invitarnos a pasar sin llamar. Cámara en mano, escenas cercanas y cálidas, música con regusto clásico y añejo, como un disco de vinilo de jazz que casi se cae a pedazos de puro viejo, y unos actores limpiamente soberbios que toman los diálogos y los hacen totalmente suyos y cautivadores en su desparpajo, y el resultado es una de las mejores comedias de los noventa.
Allen se centra en Larry y Carol Lipton. Casados desde hace muchos años y acomodados a sus costumbres y a sus manías mutuas, componen la estampa del típico matrimonio medio. Ella es inquieta, curiosa y emprendedora. Él es neurótico, miedoso, maniático y desborda una verborrea salpicada de golpes de humor que a mí no ha parado de sacarme risas y carcajadas. Sus conversaciones fluidas, como las que todos mantenemos a diario con nuestros seres de confianza, son sin duda el punto fuerte y lo que más logra mantener el cada vez mayor interés hacia lo que ocurre.
Un día, un hecho altera el curso normal de las cosas en su edificio, y Carol observa que algo no encaja. Suspicaz y picada de curiosidad, comienza a darle vueltas a la cabeza y a atar cabos, enhebrando una serie de hipótesis que comunica a Larry, el cual no está en predisposición de meterse en asuntos ajenos. Pero Carol no se detendrá en su propósito de averiguar cuanto pueda y llevará a cabo con audacia su propia investigación, arrastrando a su renuente marido y captando la entusiasta colaboración de Ted, un amigo.
Sea o no producto de su imaginación todo lo que ella sospecha, Carol se consagra a su amateur tarea detectivesca y nos permitirá seguir sus desternillantes ocurrencias y trapicheos en los que involucra a su quejica y descacharrante esposo y a un amigo ansioso de aventuras.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Vivoleyendo
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8
8 de febrero de 2011
46 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
Matt Reeves ha hecho suya una película que en su primera versión sueca ya era esplendorosa. Y cuando digo que la ha hecho suya, lo digo con el mayor de los respetos por su gran labor. Porque ha conseguido que yo haya revivido ese frío áspero de dos criaturas solitarias que se buscan entre las miserias. Un chico y una vampiro que remontan la glacial nieve y la helada temperatura emocional que los rodea para adentrarse juntos en un universo cálido, sólo para ellos, un pacto sellado con amor, sangre, dolor, miedo y entrega.
Una atípica pareja de preadolescentes al margen de lo corriente. Reeves vuelve a subrayar, como ya lo hizo excelentemente Thomas Alfredson, ese desamparo mordiente, ese aislamiento en el que muchos jóvenes trastabillan caminando de puntillas por el borde de un precipicio abierto entre ellos y la sociedad. La atmósfera originaria se conserva intacta. Owen es una leve sombra callada que soporta los golpes y humillaciones de la vida parapetándose en su interior. El rostro de su madre fuera de campo, el ser más cercano de Owen y el más lejano también, ambos conviviendo pero a miles de kilómetros uno de otro entre las mismas paredes. Ella nada sabe de lo que desfila por el alma del muchacho, nada sabe de la hondura de sus heridas. O, si lo intuye, comprende que es él quien ha de abrirle la puerta y dejarla entrar. Cosa que él no hace. Como tantas madres y tantos hijos, se quieren pero no se comunican.
Esa misantropía de los marginales sobrevuela tan brillantemente aquí como en la versión sueca, en un clima inhóspito azotado por un invierno que procede más de dentro que de fuera.
En su mutismo de muchacho que se lame a escondidas las vejaciones, observa y contempla, sin decidirse a actuar. En su círculo que parecía no tener salida, aparece Abby. La afinidad de los marcados por cargas que no han pedido pero que llevan sobre las espaldas fluye entre ellos desde el primer encuentro.
Y él la dejará entrar.
Una de las historias de amor adolescente más inquietantes que se han trasladado a la pantalla. Su amor es la aceptación incondicional. Es la comprensión sin palabras, sin complicaciones. Es tener delante lo más oscuro del otro y, sin embargo, seguir amando. Amar un poco más cada vez, tras cada beso de sangre, tras cada abrazo que deja manchas rojas en la ropa y que huele a metálico, a algo salvaje e incontrolable. Es amar notando el tacto de su piel que no recuerda lo que es sentir frío, temiendo y deseando unas manos que poseen fuerza sobrehumana. Y que para él, sólo para él, son tan suaves, tan gentiles.
Es amar en un infierno que para ellos es un paraíso encriptado, secreto, obviando el horror, la tragedia y la condena.
Hay corazones que no mueren aunque estén teñidos de muerte.
Vivoleyendo
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10
30 de agosto de 2012
45 de 48 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con resonancias de varias míticas sagas literarias, “Canción de hielo y fuego” ha surgido como otro fenómeno de masas de inusitada calidad y, en la línea de otros autores, presenta continentes, culturas, lenguas, razas y especies de ficción, así como cierto componente mágico, pero con la salvedad de que éste se reduce al mínimo (la magia es más bien sutil y no omnipresente), y de que Martin retrata a muy numerosos personajes con tanta minuciosidad que los maniqueísmos quedan fuera de juego, ya que, quitando pocos casos extremos de bondad o maldad, se perciben nítidamente los matices claros y oscuros de la personalidad de cada uno. Por último, hay escasas barreras que no se traspasen (exponer crudamente la violencia, el sexo, prácticas tabú, y la sensación de que no hay seguridad por ninguna parte, nadie está a salvo, ni protagonistas, ni inocentes, ni niños, ni quienes se creen intocables).
Y el rasgo excepcional de esta saga es su prodigioso y brutal entramado de luchas e intrigas en torno a un trono forjado con espadas de enemigos vencidos. Un símbolo del reinado que aguarda a quien se sienta en él: incómodo, duro, cortante, tenso, peligroso. No te duermas en los laureles o te harás pedazos, proclaman los mil amenazantes filos metálicos.
Hay que tener una ambición desmedida, estar ido de la olla o (lo que no excluye las alternativas anteriores) hay que haberse grabado a fuego con la leche materna la convicción absoluta del derecho inalienable a ocupar el Trono de Hierro. El problema es que hay demasiados candidatos que reúnen algunas o todas las condiciones descritas y un solo sillón real donde plantar las posaderas.
Ahí empieza todo el jaleo. ¿De qué nos sonará esa canción? De sitios mucho más cercanos y reales que los Siete Reinos, indudablemente. Digamos que buena parte de nuestra Historia se basa en eso. Gente despedazándose por el poder.
Ahí tenemos la mecha detonadora. El resto se puede aderezar de mil maneras. Y el creador de esta maravilla es un maestro del aderezo, secundado de fábula por los artífices de la serie televisiva.
Lo mejor es no esperar a que el boca a boca y los medios nos inunden y nos adulteren. La suerte de todo esto es topárselo de frente, como el Muro, y dejarse sobrecoger por esas alturas aterradoras, por todo lo que acecha en cada escenario, por cada frase pronunciada, por todo el veneno que corre por las venas de esas tierras benditas y malditas, por esa batalla titánica que muchos libran en el mortal Juego de Tronos, ya sea por una corona, por sobrevivir, por vivir, por amar, por buscar venganza, por pisar al resto, por cumplir con el deber, por encontrar algo parecido a la libertad.
Sí, cualquiera os dirá que Tyrion Lannister es con diferencia el hijoputa más divertido, astuto y conmovedor de todo el elenco. Logró que me riera mucho y fue el único que me hizo llorar.
La serie vale lo suficiente por sí misma. Me alegro de haber apostado por ella. Engancharse tanto es una gozada.
Vivoleyendo
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