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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
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Críticas 1.106
Críticas ordenadas por utilidad
9
19 de mayo de 2015
16 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sonará a tópico, pero se ha acabado “Mad Men” y nos hemos quedado un poco huérfanos. Porque, totalmente de acuerdo con Enric González, de El País, “Mad Men es de lo mejor que ha ocurrido en televisión estos últimos años”.
Siendo, como es, una serie larga ―en antena desde 2007; siete temporadas, ocho si tomamos en cuenta la división de la última en dos―, apenas si sufre tramos de decaimiento, haciendo gala de una regularidad inhabitual en productos de tan prolongada exposición.
Sin ambages, “Mad Men” es una joya irrepetible, a todos los niveles. Buena parte de culpa ―bendita culpa, por cierto― recae en Matthew Weiner, el valiente ―o loco, y no quería ser juego de palabras― demiurgo al que agradecerle su maravillosa osadía, y en una nómina de guionistas cuyo mérito, una vez más coincido con Enric González, es enorme, dadas las circunstancias argumentales ―no hay en “Mad Men” crímenes por resolver, ni luchas encarnizadas por el poder (no en sus más altas esferas, al menos)― y fílmicas ―la acción brilla por su ausencia y las imágenes (preciosas) se suceden con cadencia morosa en largos planos secuencia que parecen no conducir a ningún sitio―. Y, sin embargo, la serie no da una puntada sin hilo; capaz, insisto, de mantener un vivísimo interés a lo largo de sus siete ―ocho― temporadas, y deparar sorpresa tras sorpresa incluso al espectador más cínico.
Ambientada en la triunfante, segura de sí y, por qué no decirlo ―aunque en su día no se tuviese ni un atisbo de dicha percepción―, machista sociedad norteamericana de los sesenta, su trama está atravesada por una serie de hechos históricos ―entre otros, el asesinato de Kennedy, la Guerra de Vietnam, el “Watergate” y la revolución sexual, esta última de importancia capital en el devenir de la serie y, sobre todo, el de sus personajes femeninos.
“Mad Men” es profundamente amoral ―que no inmoral, mal que pese a tanto censor cotidiano―, y ahí radica buena parte de su atractivo, dados tiempos tan biempensantes ―sofocantes, añadiría― como los que corren. “Old Nick” Maquiavelo parece encontrarse a la cabeza del cotarro, en fecundísima colaboración con el citado Weiner. Así, la vida ―igual que los negocios y, concretamente, el de la publicidad― es contemplada como una especie de “arte de lo posible” por medio de la cual remover, sortear o convertir en oportunidad de negocio cualquier obstáculo con que topemos. No cabe más moraleja. No la hay, por tanto. Cosa que se agradece sobremanera.
El diseño de producción es, sencillamente, un prodigio de verosimilitud ―casi puedes sentir los sillones de escay pegándose a los muslos de las sufridas secretarias―. Muchos diálogos, por su parte, resultan antológicos. Pero si hay algo que destaca especialmente en “Mad Men” y que, de hecho, ha entrado para siempre en el imaginario colectivo, es su inolvidable galería de personajes. Porque, pese a todo lo dicho, probablemente sea ésa la seña de identidad de la serie. La complejidad psicológica de los mismos resulta inaudita, hasta tal punto que no hay ninguno que no sea razonablemente susceptible de un “spin-off” ―recemos, por otra parte, para que tal aberración no sea llevada a término; aunque, habida cuenta del buen gusto de sus responsables, no creo que haya nada que temer al respecto―. El elenco de completos desconocidos en que se encarna ha acabado convertido en un florido ramillete de iconos, a cual más inconfundible. Así, la apabullante pelirroja Joan Harris-Christina Hendricks evoluciona desde su rol de Marilyn Monroe de la televisión moderna hasta el de respetable ―y respetada― empresaria de éxito. Peter Campbell-Vincent Kartheiser es el arribista despreciable al que, sin embargo, y como muy bien apunta Elvira Lindo, no puede ―aunque de manera bastante retorcida― no quererse. John Slattery se mete en el traje a medida del vividor irredento Roger Sterling, sumido en un Eterno Retorno de matrimonios fallidos ―algo muy americano, por cierto―. A fuerza de voluntad pura y sin mezcla, la niñita reprimida que empieza siendo Peggy Olson-Elizabeth Moss consigue abrirse paso en un mundo eminentemente masculino y patriarcal. Betty Draper, el bonito florero interpretado por January Jones, amenaza a cada instante con romperse en mil pedazos, oscilando en equilibrio inestable sobre sus insatisfacciones de ama de casa ignorada por su exitoso marido. Y así podríamos seguir hasta agotar el extenso reparto.
Mención aparte merece el rol más que interpretado, mimetizado por John Hamm. Semblanza aparte merecería, más bien. Alma indiscutible de la fiesta, su Don Draper es uno de los hallazgos máximos no sólo de la televisión, sino de la imagen contemporánea toda. Objetivamente analizado, se trata de un tipejo miserable. Desertor y mentiroso, infiel a su esposa y pésimo padre. Aun así, es imposible no sentir honda admiración e indisimulada envidia por la figura distinguida y lacónica que compone. Las mujeres, incluso las de hoy día, liberadas y trabajadoras, e iguales ―teóricamente― en derechos y libertades a sus contrapartes masculinas, lo aman con ceguera animal. Los hombres, por su parte, y probablemente por justo lo anterior, quisiéramos ser como él ―corrijo: quisiéramos ser él―. Es evidente que ni deberían ni deberíamos. Pero el “deber” cae dentro de la órbita de la moral, y de eso ya hemos quedado que en “Mad Men” hay apenas nada.
Carorpar
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6
18 de agosto de 2019
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Insólito film francés, realizado durante uno de los períodos más controvertidos de la historia del país vecino: el régimen de Vichy.
La carrera de su director, Maurice Tourneur, merece asimismo capítulo aparte. El padre del célebre Jacques Tourneur fue un pionero que paladeó las mieles del éxito en Estados Unidos. No obstante, igual que tantísimos otros, quedó arrumbado por el tsunami del sonoro. De regreso en Francia, se adaptó bien al nuevo formato y siguió dirigiendo hasta quedar impedido en un accidente de tráfico. Acabó sus días como traductor de novelas de detectives
“La mano del diablo” parece querer escapar de cualquier categoría al uso, empezando por el propio subgénero. Habitualmente catalogada como cinta de terror, la etiqueta pronto se le queda pequeña a la inclasificable miscelánea de melodrama bizarro y comedia mefistofélica que constituye esta reelaboración, en clave bastante surrealista, del mito de Fausto.
Rodada con evidente economía de recursos, Tourneur los aprovecha hasta el último céntimo, manifestando un admirable “savoir faire”, muy propio, por otra parte, de aquellos maravillosos visionarios, santos locos que dieran a luz el séptimo arte. El resultado es una obra dignísima y sin complejos; antes al contrario, orgullosa de su aire expresionista y hechuras casi artesanales
Es posible que “La mano del diablo” no dé excesivo miedo al espectador actual, encallecido de cinismo; pero tampoco cabe duda del encanto algo ingenuo, definitivamente de otro tiempo, que dimana la propuesta. Además, que la encarnación del príncipe de las tinieblas sea un viejecito de aspecto entrañable –aunque ciertamente travieso– supone un hallazgo de valor incalculable.
Carorpar
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4
16 de septiembre de 2018
29 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
El ficticio pueblo de Castle Rock, en el estado de Maine, tiene la tasa de mortalidad del norte de Siria. Sin embargo, ello no reviste gravedad suficiente como para que el FBI o, después, cuando la cosa se pone cruda de verdad, la Guardia Nacional se pasen siquiera a preguntar. Asimismo, llega un punto en que todo se antoja tan incomprensible y aleatorio que ha de recurrirse al subterfugio de los universos paralelos, otrora sugerente hipótesis y hoy perejil de todas las salsas, como en su día la reducción de Pedro Ximénez o la cebolla caramelizada.
El del multiverso pródigo en cadáveres es un burladero para guionistas con poca imaginación —haberte dedicado a otra cosa, haberte hecho funcionario— y relacionado, me temo, con mi convicción de que Stephen King brilla en las distancias cortas y no tanto en el gran fondo. En efecto, sin tratarse de una historia de su puño y letra, esta “Castle Rock” está ambientada en escenarios y atravesada de motivos típicos del prolífico novelista, compartiendo sus mismas virtudes y defectos, entre los que se cuentan sus dificultades para resolver las historias que se alargan más de la cuenta. Por eso la serie marcha de maravilla, induciendo la malsana inquietud que era de prever, hasta su ecuador. A partir de entonces y a la vista del callejón sin salida en el que se ha ido adentrando su argumento, se opta por una acumulación de fiambres y explicaciones al buen tuntún culminada en dos últimos episodios para los que el epíteto “delirantes” resulta en exceso benévolo. John Carpenter, en hora y media y con la décima parte de presupuesto, hubiera hecho algo bastante más interesante. Si no queremos hilar tan fino, una miniserie de tres capítulos y aquí paz y después gloria. Pero no contentos con las cotas de sinsentido alcanzadas, sus perpetradores han renovado por una segunda temporada, confirmación de que la de las series es otra burbuja que tarde o temprano habrá de explotar.
Bill Skarsgård, pese a haberse limpiado a conciencia el maquillaje del pérfido payaso Pennywise, tiene un aire tal de psicópata adolescente que nada le cuesta componer esa especie de anticristo taciturno al que todos, con muy buen criterio, quieren meter entre rejas. Melanie Lynskey entrega una solvente promotora inmobiliaria hasta las cejas de tranquilizantes. La veterana Sissy Spacek también parece más colocada que una mula de Tijuana, cuando lo que pretendía recrear era una enferma de alzheimer. Tampoco ofrece grandes prestaciones el protagonista, un André Holland con perpetuo rictus de querer estar en cualquier otra parte o de que algo en el set huele a chucrut. En cuanto a Scott Glenn, me ha hecho mucha gracia que la vejez haya convertido a su personaje, un educadísimo y pulquérrimo sheriff de los que rescatan gatitos atrapados en las copas de los árboles, en un “redneck” de Kentucky al que sólo le falta mascar tabaco y escupirlo de canto. El porqué de tamaña mutación sí daría para una temporada más, un “spin-off” incluso, y no la retahíla de disparates con que probablemente se engordará la que está por llegar.
Carorpar
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9
10 de agosto de 2012
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un Ridley Scott en plena forma- han pasado dos años desde "Los duelistas", faltan tres para "Blade Runner"- se rodea de lo mejor de cada casa- Jerry Goldsmith, Dan O´Bannon, H. R. Giger, Moebius- para crear una obra maestra, la sci-fi definitiva.
"Alien" hace procrear a la ciencia-ficción de diseño con el terror psicológico y la exploitation. El fecundo producto de tan enfermizo triángulo es una cinta sin la cual resulta imposible comprender buena parte del cine del último medio siglo, un título seminal y, a la vez, insuperable. Porque apenas nunca antes, en menos de dos horas de metraje, se habían dado a luz tantísimos iconos reconocibles incluso por el más lego; a bote pronto y haciendo un esfuerzo cronológico: la "Nostromo", el croissant espacial, el "space jockey", el "facehugging", el nacimiento de la criatura, la propia criatura- fálica maravilla sin ojos ideada por el genio Giger-, y, cómo no, la teniente Ripley encarnada por una joven Sigourney Weaver, cuyos rostros se confundirán desde entonces y para siempre.
Ridley Scott crea una atmósfera malsana, claustrofóbica como los tubos de ventilación de la "Nostromo", en el interior de una nave oscura, polvorienta, con goteras y deliciosamente analógica infinitamente más creible que los delirios digitales contemporáneos. Dicha atmósfera se convierte en un canon imitado hasta la saciedad y todavía hoy no superado.
"Alien" inaugura una larguísima saga que se prolonga hasta hace una semana, en que se estrenó la insultante "Prometheus", ninguno de cuyos títulos ha estado a la elevadísima altura a la que raya su "alma mater". De hecho, cada uno es peor que el anterior. Y es que estamos ante un film tan redondo, tan perfecto en cada aspecto, que sus 116 minutos agotan todas las posibilidades, tanto argumentales como estéticas como iconográficas como cinematográficas.
Carorpar
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4
29 de marzo de 2020
70 de 128 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cada día que pasa aumenta mi convencimiento de que el voluntarioso eslogan que rezaba aquello de “La Edad de Oro de la TV” ha degenerado en tumefacta “Burbuja de las Series”. Porque de un tiempo a esta parte se suceden los novelones en torno a asuntos cuyos interés, necesidad y oportunidad darían, si acaso, para un tweet, y eso siendo generosos. Sobran los ejemplos —insisto— y uno ciertamente conspicuo lo encontramos en esta “Unorthodox”.
Inspirada en una historia real, desconozco qué porcentaje de ficción le habrán sumado sus responsables para hacerla más atractiva. En todo caso, preside su argumento una inverosimilitud difícil de digerir, cuya causa cabe situar en la desproporción existente entre premisas y consecuencias. Me explico: su protagonista escapa de un matrimonio infeliz como quien huye de la Stasi, cuando lo más sencillo, y lógico, hubiera sido hablarlo con su marido —que no parece ningún monstruo maltratador, si acaso un empollón con tirabuzones—, acudir a terapia de pareja o, en última instancia, interponer una demanda de divorcio. Porque, con todas las prevenciones a que inviten los ultramontanos preceptos del jasidismo, Esther Shapiro no vive en Yemen, o en Afganistán, sino en Nueva York, epicentro económico y cultural y capital “de facto” de los Estados Unidos, cuna y patria de los derechos individuales. Mis dificultades para empatizar con ella se agravan cuando, en otra pirueta argumental de muy dudoso gusto, solicita una beca destinada a jóvenes talentos procedentes de regiones conflictivas, como —esta vez sí— Yemen o Afganistán, para a continuación pegarse la gran vida Erasmus a costa de sus nuevos amigos, tan cosmopolitas todos que diríanse recién salidos de una campaña de Benetton.
La miniserie —al menos es corta, eso sí cabe reconocérselo a sus perpetradoras— tampoco encuentra el tono adecuado a lo que cuenta. Porque la solemnidad de las presuntas motivaciones de la heroína, así como la —también supuesta— trascendencia de sus actos suelen verse invadidas y, por ende, invalidadas por momentos de una comicidad me figuro que involuntaria pero definitivamente hilarante, con ese dúo de humoristas ultraortodoxos en que acaban convertidos sus dos perseguidores. Los personajes de Yanky y Moishe se hacen acreedores de un “spin-off” del género bufo, cosa con la que seguramente no contaba nadie en “Unorthodox”.
En fin, sólo desde los parámetros de cierto feminismo cerril, y encima entreverado de antisemitismo, alcanzo a entender el entusiasmo crítico que ha concitado esta historia. Ale, ya pueden crucificarme, que yo pongo los clavos.
Carorpar
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