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España España · Madrid
Críticas de Fendor
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Críticas 123
Críticas ordenadas por utilidad
8
13 de septiembre de 2015
23 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mujer, que vives del desprecio de tu marido y sus cuernos, un día te dispones a resolver esos problemas drásticamente para así encontrarte con una vida mejor, más placentera, junto a tus hijos y tus sueños, y firmas el divorcio. Adiós a los infelices que no comparten otra cosa que su infelicidad y bienvenida la alegría individual aún contenida. Ahora las notas de tu melodía cambian y tus pasos al andar son más calmados y seguros. El optimismo ha aparecido derivado de enfrentarte al miedo de tomar las riendas de tu vida y lograrlo bien, sin mirar atrás, salvo por cuestiones de custodia.

Entonces, en tu mejor momento, con la madurez a flor de piel, lloras sin saber por qué, porque la vida sigue siendo dura, a solas, pero nunca sola. Escribes poemas que, te dicen, exageran la realidad, pero todos los que escuchan te los quieren publicar. Todo va bien. Y de repente empiezas a sentirte mal, enferma, y la vida, una vez más, se transforma alrededor, esta vez de forma trágica y, temes, también irreversible y agresiva.

Es el cáncer. El puto cáncer, claro. Y esto es Pechos eternos (Chibusa yo eien nare). Una mujer, escritora, madre, esposa, ex-esposa, amante, amada o vecina, lo que se quiera, a la que diagnostican un cáncer de mama mientras trata de reconstruir su vida en adulta soledad. Ahora toca plantearse la existencia. Todo lo que dejas atrás, lo que dejarás delante y no verás, lo que has comenzado y nunca acabarás, el amor, la felicidad, todo lo que tienes o no has conseguido, el valor de las cosas y tu vida, lo que supuestamente eres y no serás, salvo que salgas de esta, y entonces la preocupación de tener que volver a enfrentarte a esa lucha una vez más, en el futuro, si vuelve a aparecer, cosa tristemente habitual.

Pero también la idea y la intención de aprovechar cada momento, como si así pudiéramos llegar a retenerlos, todos esos momentos, arriesgarnos para ser eternos, recordados y queridos, como si nunca nos lo hubiéramos planteado. La muerte que, al existir, nos genera ganas de llegar a ser algo destacado, aunque eso consista únicamente en dormir con alguien a tu lado.

Por eso los dramas que hablan de la muerte son tan sentidos, porque buscan cierta profundidad, generalmente, y eso también los convierte en fallidos, muchas veces, porque es difícil equilibrar todos los puntos a tratar en estos casos. Qué es lo más importante, lo que uno debería ver, cuando se dan estos casos. Qué le puedes decir a una persona que acaba de descubrir que tiene un cáncer, o qué se puede hacer. Y llega el proceso clave, hay que curarse (si aún hay tiempo). Siempre hay tiempo.

Una gran virtud, dentro de las muchas que tiene Pechos eternos, es que cuando llega ese momento, el de la asistencia médica, vemos varias perspectivas, dentro de una sola. La protagonista nunca es abandonada en su cuarto, ni en el hospital, siempre tiene a algún otro enfermo a su lado, y estos van rotando, acabando con las esperanzas. Otra virtud, la música, romántica, alegre o triste, grave e intensa, otras veces angustiosa, todo según el momento lo requiera; invasiva como un cáncer o una operación; como la radiación, necesaria en estos casos, y así es su música, hasta la tarareada.

Kinuyo Tanaka (Oharu para los amigos como Kenji Mizoguchi), es aquí la directora, y muestra no sólo buen hacer, al oscilar entre los momentos dramáticos y los más agradables con ligereza y cierto lirismo nunca exagerado por la banda sonora, sino también una lógica comprensión por el personaje principal y por todos aquellos que pivotan a su alrededor. Los cambios de escenario y los puntos de vista, sobre todo las diferentes conversaciones que se dan durante toda la película, muestran una gran cantidad de reflexiones sobre la enfermedad y sus afluentes, siendo clave el amor y la poesía aquí, en 1955.

Tanaka falleció a los 67 años debido a un tumor cerebral. ¿Habría cambiado la perspectiva de este film de haberlo dirigido entonces, poco antes de morir? Esta obra, rodada cuando tenía 44 años, ya es bastante honesta y reflexiva, sin mostrarse densa o aburrida en ningún momento, pero quién sabe qué pasa por las cabezas cuando llega ese momento y se hace tan presente. Es algo que preferiría no saber, obviamente, aunque quizás recordó un extracto de Pechos eternos —a su vez escrito por Fumiko Nakajo, en quien se basa la cinta— y pensó: Después de morir volaré ligera a todas partes.

Eso hace sentirte menos desgraciado.

¿Y la película? Bonita, emotiva y melancólica, como una despedida, o como ver marcharse a tu pareja por la puerta a través de un espejo, y que de repente esta se gire para observarte una última vez. Recomendable, vaya, como todo el cine japonés, hasta el más malo o raro. Eso se sabe antes de verse. Porque si uno tiene que soportar tantos terremotos, aislado en unas islas, yo también me volvería loco y no lo estaría. Sólo ofrecería otro punto de vista ante la vida.

Creo que se me ha metido algo en el ojo.
Fendor
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7
15 de abril de 2015
20 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Regreso a Ítaca asistimos al reencuentro de un grupo de 5 amigos en La Habana, Cuba. Amadeo acaba de regresar, tras 16 años de ausencia en los que ha vivido en Madrid, y lo están celebrando. Los años han pasado y todos están contentos de verse, pero la alegría del momento está llena de amargura y nadie la oculta. Es tiempo para recordar, repasar lo vivido, lo dejado atrás, lo abandonado y lo que se ha ido sin más. Comprobar en qué punto de sus vidas se encuentran, con añoranza y resentimiento. Durante lo que dura la película, todos los personajes se lanzarán reproches, típicos de una amistad de más de 20 años, rememorarán historias de sueños, rotos y cumplidos, en cualquier caso agridulces, hablarán desde la tarde hasta el amanecer, permaneciendo en vela, mientras el propio país es partícipe de la reunión como un sexto miembro de la misma, finalmente el más importante en el desarrollo de sus vidas y en la formación de sus caminos.

Estamos ante la generación que acababa de nacer en plena Memorias del subdesarrollo (Tomás G. Alea, 1968), los niños de entonces ya han llegado a la madurez, tienen hijos, lo mejor de sus vidas ya ha pasado y ellos mismos lo dejan claro. Mientras, escuchan las canciones de su juventud en un reproductor de CDs, miran viejas fotografías, charlan, rien y lloran. La película se muestra crítica con el régimen cubano, algo obvio más allá de las ideologías de cada uno, porque vivir sometidos o en situaciones de pobreza acaba con la gente.

El valor de esta película reside en que el director, con la inestimable ayuda en el guión del escritor cubano Leonardo Padura, no necesita mostrar con hechos lo que les ocurre a los que allí viven para llegar al espectador, como tampoco hizo falta en el documental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) para que sintiésemos en nuestras carnes el horror de los campos de concentración Nazis. Las experiencias, contadas por ellos mismos, sirven para hacernos sentir la dicha y la desdicha que ellos sienten, han sentido y sentirán. Sabes que, pase lo que pase, esas vidas no pueden volver atrás y recuperar lo que les han arrebatado. Es por ello que se debe aplaudir, también, la naturalidad de las actuaciones de todos los actores que participan en Regreso a Ítaca, así como el guión y la dirección, ya que se complementan a la perfección, realizando una cinta sencilla, impulsada por el estilo de Laurent Cantet, y un retrato de la Cuba actual vista desde una azotea de la capital. La estampa de la decadencia.

Como el Ulises representado en El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963), Amadeo también echa una mirada a su tierra prometida, pero al contrario que en la película del 63, donde su vista sólo alcanzaba a ver mar y vacío, aquí él encuentra un paisaje nostálgico, abarrotado a la par que desolador, donde la pobreza se extiende bajo un halo de alegría propio —según dicen los Índices que miden nuestra felicidad— de las gentes iberoamericanas. El protagonista se encuentra con, en palabras de Serrat, aquellas pequeñas cosas que creía que el tiempo y la ausencia mató.
Fendor
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7
28 de noviembre de 2012
26 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace un tiempo que decidí que no quería mirar los trailers ni leer las sinopsis de las películas que tenía en mente ir a ver, para evitar lo máximo posible el ir condicionado al cine, esperando algo que me haría llevarme una decepción al final, o una agradable sorpresa, la menor de las veces.

En esta ocasión, lo único que sabía de Un buen partido es que estaba protagonizada por Gerard Butler (fue inevitable ver el poster). Eso ya de entrada me dio mala espina, y me hizo pensar que iba a ver una película insulsa, cuanto menos, y especialmente dirigida a las féminas.

No sé si habrá sido esa la razón, pero la película me ha gustado y me ha dejado un buen sabor de boca. Está por encima de otras comedias románticas de similar estilo, y sobre todo me ha parecido más sincera, y por ello menos previsible, aunque eso no signifique que se repitan las mismas fórmulas, y por tanto que el espectador pueda prever cuál será el desarrollo de los acontecimientos, sólo que ocurren de un modo, digamos, más natural.

Gran parte del mérito se debe a la mano de Gabriele Muccino (Siete almas, En busca de la felicidad, El último beso). Especialista en este tipo de productos, y al que le ha sentado bien el (casi) cambio de género. Después de tanto drama, era de esperar que relajara un poco el tono, con una cinta más parecida a sus primeros filmes realizados en Italia. En esta ocasión, además, está acompañado por un plantel de caras conocidas (Jessica Biel, Uma Thurman, Catherine Zeta-Jones y Dennis Quaid, por ejemplo), todas ellas solventes dando vida a cada uno de sus personajes, cosa que da pie a algunas escenas divertidas, que con otros actores podrían resultar menos creíbles, ya que a uno le cuesta un poco aceptar algunas cosas, como que exista ese tipo de relación entre entrenadores de fútbol de niños y sus padres, aunque esto no es EEUU, y a mí de pequeño nunca me entrenó un ex-jugador famoso...

Al salir del cine, me puse a pensar en la filmografía de Gerard Butler, y la verdad es que su carrera, de un tiempo a esta parte, sin ser espectacular, está repleta de cintas interesantes y alguna que otra remarcable, como para que me diese pie a pensar mal de esta película su sola presencia.

Qué buenos son los prejuicios.
Fendor
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8
20 de diciembre de 2015
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una cosa de los años 90 que siempre me ha llamado la atención, en contraste con la década actual, es el tratamiento que le daban a la juventud. Si bien es cierto que en el caso del cine ruso no se puede comparar tanto (el cine hecho en Rusia siempre ha tenido sus propias condiciones), en general, puede que más en Europa, aunque juraría que también en Estados Unidos, se mostraba a una generación bastante solitaria, perdida y mugrienta. Personas que no tenían un objetivo claro en su vida. Protagonistas que, sin ser un cúmulo de virtudes, tenían un encanto especial y en cierto modo caían bien y hacían gracia, pero sin humor. Ahora veo cintas sobre jóvenes y estos siguen perdidos, siguen yendo de fiesta, pero ya no a tugurios, ya nunca mugrientos, aunque se dejen barbas muy tupidas, aunque se aflijan mucho porque el sexo no les llena tanto o porque esa silla de Ikea no queda muy bien en aquel lugar del cuarto. Supongo que esto tiene su propio encanto y a mí es algo que me gusta.

Brat, cinta rusa de 1997 dirigida por Aleksey Balabanov, no trata en esencia de la juventud, aunque su personaje principal coincide con la descripción noventera que acabo de dar. Un tipo que acaba de regresar a casa después de participar en la Primera Guerra de Chechenia y que ahora parece tener sólo una preocupación: la música. Se escucha todo lo que le echen y asegura no tener oído para la música, pero la verdad es que la música (la mayoría del grupo soviético-ruso Nautilus), como contrapunto de la acción, le da a la cinta un toque bastante fresco. Una frescura diferente, no por lo musical, en realidad, sino por lo visual. En lo visual, seguimos a Danila —que es como se llama el joven protagonista de la historia— en color, pero la iluminación es casi siempre gris, gris y con personajes grises y apagados, pero la música (sin entender la letra) es tan gris como luminosa, como mucha de la música pop-rock de los años 90.

Al parecer, Brat tuvo mucho éxito en Rusia, levantó mucha polémica allí y obtuvo bastante repercusión fuera de sus fronteras. Hasta el punto de que se llevara a cabo una segunda parte en el año 2000, con los mismos protagonistas. Yo, que aún la estoy digiriendo, creo entender los motivos que generaron tanto revuelo en todas partes. Este thriller de mafiosos y asesinos a sueldo —que es lo que es— abarca cada milímetro de cada estrato de la sociedad rusa del año 1997. La Rusia post-URSS y posterior a una guerra contra los chechenos, la Rusia de las mafias, de los jóvenes que empezaban a abrazar la cultura extranjera sin propósito ninguno, puede que por hastío y rebeldía, posiblemente por pura alienación producto de la publicidad televisiva. Porque en el año 97 muy pocos tendrían internet en casa, aunque ya hubiese ordenadores con algo de nivel, y al final, o te tragabas todo lo que echaran en la tele, o te ibas a drogar en un local de mala muerte y con música espantosa. Supongo que antes se cuestionaban así para qué vivían.

Y entonces llega Danila, abandona el pueblo donde vive con su madre, donde no tenía ni trabajo ni interés por encontrar alguno, y se traslada a San Petersburgo, Leningrado para algunos. Allí visita a su hermano y se empiezan a entrever sus nuevas viejas costumbres del ejército (… ¿como escribano?). Asistimos a una especie de Bricomanía con armas de fuego y proyectiles, asesinatos, persecuciones, amor, música y violencia directa y clara. De todo un poco y contado así como quien no quiere la cosa. Esto es una gran virtud, quieras que no, porque yo me lo he pasado pipa y hasta me he reído de lo que para nuestro querido amigo ruso debe ser hasta normal. ¿A quién no le han roto la crisma después de preguntar a alguien por una canción?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fendor
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7
8 de abril de 2016
24 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
El amor, en un sentido romántico, es un sentimiento complejo; los expertos (y tus conocidos) afirman que dura unos 7 años –aunque hay quien dice que menos– y que su existencia sólo sirve para dar a la pareja tiempo para procrear y criar a sus queridos vástagos; la justicia es un principio moral aún más complejo y cuestionado, y cuya concepción y durabilidad puede traer más quebraderos de cabeza en una conversación entre cuñados, ya que, en este caso, esta es mucho más interpretable. Hay quien se pregunta y da más importancia, en cambio, al por qué de la persistencia y fortaleza sin desgaste de los amores pasados y rotos por el azar o por la mala suerte, o de aquellos nunca consumados; igual que otros se pueden cuestionar cómo es posible que los familiares de las víctimas –o las propias víctimas– busquen más el perdón o el arrepentimiento del criminal para calmar su pena y su desasosiego, de algún modo, más que el propio castigo de la Ley.

En El juez, el décimo largometraje de Christian Vincent, la trama se centra en estos dos temas: el jurídico y el romántico. Durante los 98 minutos de duración se cuestiona (a la vez que se muestra en todo su esplendor) el funcionamiento del sistema jurídico francés mientras presenta a través de la casualidad los planteamientos de un amor casi olvidado. En ambos casos, se trata de desentrañar el misterio de no conocer los hechos e intentar darles verosimilitud, de escuchar la versión de cada testigo y de las víctimas, si se da el caso, hasta dictaminar un veredicto. Esa es la principal virtud de este film, y puede que también su mayor defecto, el del enigma, los secretos y el interés que te provoca no saber realmente qué ha pasado antes del preciso momento en el que empieza la película. Un ejercicio de suposiciones donde apenas intuimos qué más hay alrededor de los protagonistas de la(s) historia(s).

Por otra parte, cabe destacar la sencillez con la que los franceses ruedan conversaciones en grupo en las inmediaciones de una mesa en un bar, convirtiéndolas en lo más trascendental y más normal del mundo, aunque parezcan carecer de utilidad dentro del asunto principal, introduciéndote cada vez más en los diálogos, que van de un lado al otro y que nunca se llegan a desarrollar del todo, como ocurre en la realidad. Christian Vincent ha conseguido crear una obra íntima y, en cierto modo, hostil, divida en dos argumentos que ofrecen más preguntas que respuestas.

Uno no puede evitar acordarse de Doce hombres sin piedad cuando está viendo El juez, aunque esta última sea bastante inferior en muchos sentidos; pero mientras se intenta desentrañar la verdad de los hechos, es fácil desear poder consultar algunas dudas al gran Henry Fonda. A pesar de la lógica comparación, basada en la situación de los miembros del jurado, en este caso el guion de Vincent ofrece bastantes más puntos de vista y pistas para recrear los hechos juzgados e intentar llegar a una conclusión satisfactoria, sin mostrar las personalidades del jurado tan a fondo, dejando algo de libertad en ella y mostrando cómo funciona la justicia en Francia de una forma competente.

Como película, hay poco que poder reprocharle a una cinta correcta en sus formas, que se sigue con interés y que tiene cierto encanto cuando te ofrece algunos tiempos muertos, esos que sirven para conocer mejor al presidente del tribunal, un hombre temido y odiado por su agrio carácter, pero que en el fondo nos cae bien, gracias al rostro amargo de Fabrice Luchini y sus dotes como actor cómico dramático, pero también gracias al personaje de Sidse Babett Knudsen, cuya presencia, aunque quizá demasiado escasa, ofrece algo de luminosidad en un drama judicial en su mayor parte bastante aséptico, y donde se dejan caer algunas reflexiones sobre la justicia y su finalidad, sobre la moral y la moralidad de jueces y abogados (en contrapunto con doctores y enfermeros), o incluso sobre la cantidad de mujeres y hombres en que se dividen los tribunales.
Fendor
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