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Críticas de Archilupo
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Críticas 439
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5
23 de mayo de 2008
12 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sobre el papel, el mundo de “Mataharis” está dibujado con las sombras de lo sospechoso, la borrosidad de lo turbio. Lo investigan tres vigilantes detectives, mujeres, a las órdenes del inevitable macho grosero: adulterios, estafas y traiciones, doble vida, personas desaparecidas, empleados incordiantes…
La mirada recelosa no descansa. También en casa se cuela lo sospechoso, lo turbio, y hay que continuar vigilando e investigando. Tras la apariencia estable de empresas, familias y parejas se oculta un doble fondo donde anida el engaño, la trampa, incluso el delito. Claro, que a veces el fondo oculto es de lo más superficial...
Las historias entrelazadas de las tres investigadoras son desiguales, y el ritmo con que se van alternando acusa bruscas oscilaciones: no siempre se dan con soltura el relevo.
Contienen elementos de suficiente interés social y afectivo, campos donde el peso de la confianza (o su falta) es decisivo, pero cuando se mezcla sin composición lo importante con lo anecdótico, sale perdiendo el conjunto.
Sorprende que la directora, capaz de mayor exigencia, se conforme con un tratamiento que flojea. La intención progresista de ahondar en la vida de mujeres trabajadoras y sus conflictos personales desde una óptica realista, sin estilizaciones tópicas, y ahondar también en lo impresentable de ciertas políticas laborales, confiere valor a la película, pero no basta para dotarla de la esperable riqueza artística.
Las interpretaciones son también desiguales: destacan las de Nuria González y Tristán Ulloa, intensas y serias. En este punto resulta inevitable aludir al frecuente problema acústico en el cine español. No sólo atañe a ingenieros: hay actores y actrices para quienes no es importante vocalizar, proyectar la voz, sacarla de la garganta, donde sólo produce susurros y murmullos, a menudo ininteligibles, además de inexpresivos (es el caso de N. Nimri).

Que Icíar Bollaín retome pronto su inspiración habitual, su línea de acierto, las ganas artísticas…

(5,5)
Archilupo
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7
23 de mayo de 2008
26 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta inteligente película, de sorprendente nivel, se ciñe sin divagaciones a la narración del argumento, consigue por ello profundizar en el tema, y da que pensar; pensar acerca de la identidad existente (en teoría) tras la máscara de la personalidad.

¿Qué pasa con las apariencias entre las cuáles vivimos?
¿Cuadran con lo que envuelven y encubren?
¿Qué hay tras la máscara?
¿Cuánto coincide lo oculto tras la máscara con la imagen externa, la que los demás se forman?

En el caso del protagonista, el porcentaje de coincidencia se reduce prácticamente a cero. La simulación y la trola no tienen límites para él.
Propulsada por esta idea, que se exprime al máximo, la película avanza en dosificada progresión por ese viaje del cien al cero. Pronto parece ya imposible seguir adelante, y sin embargo el abismo continúa abriéndose.
Para el protagonista, sostener las coartadas que se acumulan se vuelve tan agobiante como para ese hombre del circo tener los diez o doce platos girando en lo alto de las varillas. A ese ritmo sin apenas respiración, la película apura la tensión de la intriga hasta un grado inusual.

La interpretación de Coronado es notable: su papel requiere actuar dentro de la actuación, y encarnar un constante estado de alerta. Lo consigue holgadamente. También brillan ambas actrices, Adriana Ozores y Marta Etura, representando convincentes las sorpresas pasmosas provocadas por el protagonista, una tras otra.
La cámara aprovecha el interior del Banco de España para filmar planos creativos y sugerentes, con dramáticos picados y juegos de sombras en los amplios vestíbulos.

Da que pensar y también que imaginar: a la salida el espectador comienza a preguntarse a dónde irán realmente sus familiares cuando salen de casa, y a dónde los compañeros de trabajo que dicen volver al hogar…

(7,5)
Archilupo
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5
24 de mayo de 2008
61 de 83 usuarios han encontrado esta crítica útil
Primera película del periodo militante de Godard, la sobrecarga ideológica limita su interés cinematográfico.
En ruptura con la estética de Hollywood, el autor aplica su doble óptica de documentalista y etnólogo.

Poco antes de la revuelta del 68, los componentes de una célula prochina, instalados en un piso parisino, lanzan ante la cámara dogmáticas soflamas revolucionarias.

Con distanciamiento brechtiano, la cámara que los filma aparece en algún plano, y las claquetas que dan paso a las tomas: por si el espectador olvida que está viendo una película sobre la realidad, y no la realidad…

Tal película se compone de una monocorde y acumulativa sucesión de proclamas maximalistas, hoy caducadas.
Poco interés, salvo para historiadores, puede encontrarse en ello; tampoco en la vida interna de la célula, pues los personajes, sin asomo de costumbrismo, quedan reducidos a meros portavoces ideológicos.

Lo interesante está en la libre y creativa gramática visual de Godard: montaje que integra ágilmente retratos de personajes históricos aludidos e imágenes fijas de aire pop (tomadas muchas de tebeos, a lo Lichtenstein); escenificación dominada por los tres colores primarios, a la manera de Mondrian: rojo, azul y amarillo.
En las paredes del apartamento, y también en grandes pizarras, se escriben consignas del Libro Rojo, como en los carteles que la película intercala frecuentemente entre escenas.

La composición de la célula es heterogénea: una de los cinco, limpiadora, se prostituye cuando en el piso falta el dinero, y lustra los zapatos de sus camaradas durante las conferencias; otra es una estudiante universitaria, familia de banqueros, que enuncia el ideario maoísta como quien recita un temario de oposiciones. Con igual talante afirma la necesidad de un terrorismo precursor, como el practicado por los nihilistas rusos en vísperas del 17.

Queda en el aire si la intención de Godard, al presentar a estos jóvenes prochinos a una luz un tanto ridícula, es satírica, o cuanto menos crítica: en una de las escasas escenas fuera del apartamento, una larga conversación en un tren en marcha, con un profesor universitario militante de la independencia argelina, éste señala a la maoísta empollona qué breve porvenir les aguarda, desconectados como están de cualquier base social. Y uno de los elementos de la célula, expulsado por “revisionismo”, señala ese mismo defecto mesianista: pretender encabezar el movimiento revolucionario de una masa popular de la que están desconectados y que no conoce su existencia.

Esa inflación ideológica, esa inmadurez, impregnan fatalmente la película y convierten muchos de sus pasajes en duro ejercicio de paciencia, a pesar del atractivo gramatical ya apuntado.
En este film de laboratorio se nota que la comunicación con el espectador no era la principal preocupación de Godard.
Archilupo
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7
24 de mayo de 2008
44 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
La abundancia de tiempos muertos, así como el ritmo parsimonioso de la narración, en blanco y negro, de un tranquilo viaje improvisado, recuerdan a “Extraños en el paraíso”, de Jarmush.

El humor cáustico, negro y abstracto a un tiempo, con frecuencia a base de gags visuales, evoca en cambio la atmósfera del cine mudo.

Pero los personajes sólo pueden ser de Kaurismäki: el lacónico y corpulento costurero Valto, adicto al café, encierra en un cuarto a su madre (que fuma puros, le da cachetes y es su jefa), y a continuación se va al taller a por el coche. Con su amigo el mecánico Reino, adicto al vodka, salen a probar la reparación y a rodar carretera adelante.
Aparte de fumar —en las películas de Kaurismäki todos los personajes fuman sin cesar mientras están despiertos— beben ingentes cantidades de café y vodka, respectivamente, sin acelerarse ni emborracharse.
Por el camino recogen a Tatiana y a Claudia, estonia y rusa, que se dirigen al puerto de Helsinki, hacia Tallin, y con ellas comparten en ruta los siguientes días, practicando una comunicación mínima, por dificultades de idioma, pero sincera y real, aunque los dos finlandeses parezcan tímidos, hoscos, poco galantes.

En todos los films de Kaurismäki la música tiene importancia decisiva, más que los concisos y espaciados diálogos, pero en "Agárrate el pañuelo, Tatiana" se potencia excepcionalmente: habla por los callados personajes, ilustra su hermético estado mental.
El director, pues, se emplea a fondo en la banda sonora y, a través de temas y letras, se permite una mayor efusión lírica, casi romántica.

En los sesenta las pandillas salían en motos. Las chicas solían ir atrás y por costumbre se sujetaban el peinado con un pañuelo: de ahí la expresión del título. En tal época se ambienta la historia, e incluye el rock de aquellos años, ligero y melódico. The Regals, The Esquires, The Renegades o The Blazers son los grupos que suenan en el comediscos del coche, a 45 rpm, o en vivo en pequeños bares de carretera.
Es el estilo que marca ritmo al viaje, y refleja el impulso vagabundo de los dos peculiares rockeros. Reino viste chupa de cuero negro con el nombre JYMY pintado en la espalda, y Valto un peinado a lo Elvis.
Los sentimientos algo más íntimos son expresados por conmovedoras canciones finlandesas, acompañadas por acordeón, en un local donde los viajeros cenan. “¿Te atreves a amarme?”, dice una de las melancólicas letras.
Y cuando se trata de dar forma a los sentimientos de intensa emotividad y rango casi sublime, entran acordes de la 6ª de Tchaikovski, como si emanaran del paisaje, nubes incluídas.

Esta breve película abandona entonces su tono menor y desde la banda [sonora] alcanza en diagonal la meta poética.

Kaurismäki aclara así que la parquedad expresiva no es economía sino estrategia.
Archilupo
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8
26 de mayo de 2008
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cecilia se conoce la vida y milagros de esos astros hollywoodienses, magnéticos y brillantes, que en sus interpretaciones “se salen” de la pantalla.
Mientras come palomitas absorta en su butaca, “se mete” por completo en la película.
Normalmente, es una manera figurada de hablar, pero vale de forma literal para este film, en el que una gran idea permite estructurar el acostumbrado festival de gags de Woody Allen.

Alonso Quijano, desenfrenado lector de libros de caballerías, traspasó el límite entre realidad y ficción y, convertido en don Quijote, salió a recorrer un mundo transfigurado por su delirante pasión.
Algo parecido le ocurre a Cecilia con las refinadas y glamurosas películas de la RKO durante la Depresión: para huir de una vida insoportable se refugia en la sala de cine siempre que puede. Devora una y otra vez las películas: se las sabe de memoria. Las protagonizan cultos arqueólogos aventureros —el sombrero siempre puesto— y aristócratas vividores que prueban el champagne en nightclubs de medio mundo.

La disolución de la frontera entre ficción y realidad convierte la pantalla en una puerta giratoria que permite el libre tránsito de personajes y espectadores.
La fusión de ambos planos se trata como un fenómeno natural, lleno de situaciones asombrosas, desarrolladas con un derrame de ingenio.

Lo original del planteamiento no es el previsible paso desde la realidad al otro lado, sino el de los personajes ficticios al lado de acá.

A la hora de manejarse por este lado de acá, la preparación de esos personajes estereotipados tiene bastantes lagunas, relativas a la legalidad de los billetes, el contenido de las copas, el manejo de los coches; a su ampulosa retórica de trotamundos, la inexistencia del sexo, los fundidos en negro que en su mundo suelen poner fin a los besos…, mil desajustes que se traducen en secuencias de incisivo “metacine cómico”.
(Y en una destacable escena de burdel.)

Realizada con imaginación e inteligencia antes de los efectos digitales, esta encantadora fantasía que canta cinematográficamente al cine consolida la maduración creadora de Allen.

(8,5)
Archilupo
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