Película sin pretensiones, salvo por el título (no es una referencia a la Gran Manzana sino a las iniciales de la protagonista).

Cuenta la historia de un romance juvenil entre un humilde fotógrafo italiano (Scott Baio) y la hija de una superestrella de Broadway (Kelly Van der Velden), habituada a la pompa del mundo artístico.

Estética ochentera a más no poder, se puede ver como un homenaje a esa época en la que los teléfonos tenían cable, las cámaras fotográficas un carrete limitado y la laca fijaba peinados de hombres y mujeres.

LO MEJOR: El contraste de clases, la música de los 80 y Nueva York. Y, por supuesto, Plummer y su doble papel: el del prestigioso actor que interpreta a Cyrano y el del padre protector que ve cómo su hija descarrila de la ruta establecida.

LO PEOR: los clichés.

Maravilloso puzzle dramático que se va componiendo a medida que pasan los minutos y, como en todo rompecabezas, algunas piezas son muy obvias y otras no se revelan hasta el último momento.

La historia comienza en EEUU en la década de los 90, con el funeral de uno de los protagonistas. Ya entonces empiezan los saltos: de América a Irlanda, de los años 40 a los 90, de la Segunda Guerra Mundial al conflicto del Ulster. Lo que parece un enredo estrambótico resulta ser una revelación paulatina de secretos y sentimientos que terminan encajando.

Pese a las duras críticas y algunos defectos que no vamos a negar, la película, con narración in media res, te atrapa hasta el final.

La evidente química entre McLaine y Plummer se merienda a la de sus jóvenes versiones, con un Christopher Plummer anclado a la sutileza y capaz de romper a llorar en mitad de una escena con absoluta naturalidad, como solo los grandes saben y pueden.

La única pieza del puzzle a la deriva es el intento de vincular el conflicto político de Irlanda y el IRA con el drama romántico. ¿Realmente era necesario alargar tanto la historia de Belfast? Sin embargo, este escenario nos brinda paisajes, música celta y, sobre todo, dos actuaciones sublimes: Pete Postlethwaite y un extraordinario Martin McCann (imprescindible el visionado en V.O. para captar el acento norirlandés).

Película franco-canadiense que narra las hazañas de Frank Cimballi (un insípido Eric Stoltz), un niño pijo que descubre que su millonario padre fue estafado por antiguos socios y decide vengarse de todos ellos.

Uno de ellos, W. Scarlet (fabuloso F. Murray Abraham), acepta ayudar a Frank a localizar al resto de los hombres en su lista de venganza, cuya cabeza más visible es la de Martín Yahl (imponente Christopher Plummer, eficaz una vez más como temible antagonista). Al final, surge la duda: ¿venganza o justicia?

Las razones para verla hasta el final se resumen en tres: Murray Abraham, Plummer y la música de Ennio Morricone. De ustedes depende juzgar si son suficientes o no.

Una tontería de cabo a rabo: intriga mal planteada, un villano desquiciado con motivaciones inexistentes, personajes absolutamente planos, secuencias de acción que dan risa, música fuera de lugar (¿un videoclip en mitad de la trama?). Parece como si alguien se hubiera dedicado a grabar escenas de diferentes géneros cinematográficos (repletas de clichés) y otra persona diferente se hubiera puesto a montarlas con unas copas de más.

Otro desafortunado traspié en la larga trayectoria de Christopher Plummer que, sin dejar de estar fino en su interpretación, no puede hacer nada para conseguir dar sentido a una película desordenada, incoherente y absurda.

En 1532, el conquistador español Francisco Pizarro (Robert Shaw) dirige una expedición al corazón del Perú y captura al emperador inca Atahualpa (Christopher Plummer), quien promete a Pizarro llenar con piezas de oro la habitación donde está cautivo a cambio de su liberación.

Tras la fundición y reparto del oro entre los españoles, éstos comienzan a temer una rebelión inca, por lo que la presión para traicionar a Atahualpa y matarlo se cierne sobre Pizarro. Sin embargo, ambos líderes han entablado una relación de respeto mutua por encima de sus diferencias e incomprensiones.

Shaw y Plummer se reparten el peso protagonista y sus convincentes interpretaciones hacen olvidar las muchas carencias de la película: decorados de cartón piedra, inexactitudes históricas, música inapropiada en algunas escenas, etc.

Muchos consideran un desatino el casting de Plummer como jefe inca, obviando el hecho de que la película, para empezar, es del año 1969 (por entonces no se fichaban actores indígenas, ¿sorprendente?) y la obra de teatro original de Peter Shaffer se estrenó en 1964. En la versión de Broadway de 1965 Plummer interpretaba a Pizarro y un joven David Carradine actuaba de Atahualpa. Nadie se tiraría de los pelos por ver un elenco de estas características sobre las tablas de un teatro de Nueva York, pero para algunos es un sacrilegio imperdonable en una película británica… qué cosas.

En fin, una ridiculez acentuada por el hecho de que Plummer calla bocas como nadie con una interpretación apropiada y valiente de alguien que se consideraba un dios, hijo del mismo sol. Sus ojos rasgados y su puntiaguda nariz acompañan unos aspavientos ciertamente excéntricos pero, ¿cómo os imagináis que serían los ademanes de un emperador inca, convencido de su naturaleza divina? Debían de ser, cuanto menos, extravagantes, como demuestra su entrada en escena siendo llevado por sus sirvientes en una litera mientras su pueblo es masacrado por los conquistadores (escena, por cierto, bien ambientada a juzgar por el óleo del artista peruano Juan Lepiani que representa la captura de Atahualpa).

Quienes ven en esa excentricidad una falta de respeto a la cultura inca no han ahondando en la historia humana, no se han parado a pensar que Atahualpa es dibujado como un líder despierto, preso sólo de sus costumbres (¿y quién no?) y ávido de sabiduría (preciosa la escena en la que el inca comprende lo que es la escritura, emocionado frente a un analfabeto Pizarro que era incapaz de leer o escribir).

Recomiendo la película como acercamiento al acontecimiento histórico y aproximación no tanto a la figura de Pizarro, sino a la del último soberano Inca.