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España España · Cádiz
Críticas de Jsancha
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Críticas 11
Críticas ordenadas por utilidad
9
22 de noviembre de 2007
16 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si tuviéramos que destacar algunos de los aspectos que mejor definen a esta película, podríamos concluir en que el humor negro, la frenética puesta en escena, el realismo donde todo transcurre y se desenvuelve, la socarronería atrevida y disparatada, y la acción atractiva a la vez que original, son las claves que hacen de esta película una obra indispensable; una obra con ecos a Pulp Fiction y con un sabor similar a comedias negras como, por ejemplo, Kiss kiss bang bang, donde Robert Downey se canjea con su magnífico papel el aplauso y la sonrisa del público.

Hablar de Snatch. Cerdos y diamantes es meternos entre los dientes un puro y eructar mientras fumamos. El humo sale de nuestra boca y la carcajada invade la garganta de otro espectador; el humo se dispersa y allí aparece la figura de un diamante, de un gran y conflictivo diamante; el humo juega y separa diversas historias de boxeadores clandestinos, de gángsters tan despiadados como divertidos, de cerdos y sencillos timadores que lucharán por conseguir esa estimada piedra preciosa, para acabar finalmente volviéndolas a juntar en un enrevesado pero inteligente guión que para nada desespera o se hace disperso.

Un filme con una estética que nos trae el sabor de un videoclip que, si bien puede parecer que acabará estropeando el clasicismo del escenario, nos conduce hacia una acción arrebatadoramente simpática, cautivadora y alucinante. El reparto de actores no sólo sobresale por un genial Brad Pitt, un gitano metido en un divertidísimo papel que nos traerá recuerdos de su otra famosa obra: El club de la lucha, sino por la sucesiva cadena de geniales interpretaciones que en este imprescindible largometraje se nos regala. Una película frenética, elegante, original, despiadada y asquerosamente entretenida.
Jsancha
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10
9 de diciembre de 2009
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
The office (UK) comienza precisamente en donde acaban la mayoría de las series, en el patetismo y la autocrítica; de ahí mismo es donde Ricky Gervais y Stephen Merchant aprovechan la originalidad del absurdo para llevar a nuestra rutinaria vida, una oficina cualquiera de una empresa cualquiera, el humor de lo sobresaliente y lo estrafalario como evasión de un espacio oscuro, monótono y maquinizado, canalizando todo nuestro odio en su catarsis, camino glorioso hacia escenas gloriosas y, también, a una historia de un amor imposible con el siempre idílico resquicio de la esperanza, amén de convertirse, justo al final, en un mágico cuento de hadas –el amor–, rompiendo el cansancio de esas cámaras pegadas a trabajadores cansinos y hastiados, rompiendo los moldes de un escenario completamente gris y obtuso donde los más variopintos personajes se juntan para dar lugar a un circo –el humor–. Esos son los dos pilares sobre los que se recrean los directores y donde un reparto de actores desconocidos hace maravillas y delicia con sus expresiones, palabras, y actos. Es importante rescatar el humor, y más si se hace de una forma tan hermosa y justa. Dos temporadas perfectas, con dos capítulos finales que sobrepasan lo perfecto. Martin Freeman comenta fuera de la serie que cuando se retransmitió el último episodio, su móvil sonó más de quince veces. Eran amigos que le decían “estoy llorando”. Pues bien, eso es todo: la ironía del humor y el llanto en clave de arte. De la risa a la lágrima sólo te llevan los genios de la mano, Ricky Gervais lo hace no sólo dentro de cámara, sino también fuera de ella, seguramente ahí resida la magia de que haya salido lo que ha salido: una obraza inclasificable.
Jsancha
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10
9 de diciembre de 2009
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo que una de las mayores gozadas que me he dado en la vida ha sido la de conocer Firefly. Se lo juro siempre a todo el mundo, y creo que no peco de fanático. Tal vez me pueda el amor, la fantasía, el delirio y el grato recuerdo, pero qué cojones, me parece una serie hermosa, apuesta, con unos personajes vivos y que no son simples títeres en manos de un director mediocre, con una puesta en escena lírica y batallona, sincera, pasional, terrorífica, erótica, llena de colores y en la que cada cosa ocurre en su oportunidad y su momento, donde la psicología de la trama se sostiene con pies de plomo lentamente sobre unos diálogos inteligentes, ingeniosos como poco, divertidos, con un humor que me enloquece, con la ironía fina del capitán Malcolm del que uno no puede más que enamorarse y rendirle honores sin hacer ningún tipo de asco, con un telón de fondo delicioso que es música y es emoción que desgarra, con unas historias de scifi pero al más puro western, donde los caballos y las naves pueden convivir al mismo tiempo, donde el miedo a la propia raza y a la ajena conspiran, donde los sueños no han sido todavía olvidados en el espacio. Whedon sabe crear una historia a través de los mecanismos invisibles, en ese fondo que uno no ve pero que siente tan estoicamente formado cuando termina la orquesta espacial a la que hemos ido a parar, a ese enorme paraíso de miserias y antihéroes al que somos conducidos. Lo entrañable de este misterio no es que se lo cuenten, sino vivirlo en carne propia y llorar y emocionarse y reír y montarse en Serenity y descubrir que todavía estamos vivos, que no podrán frenar la emoción verdadera, auténtica, última, la del arte por el arte, la del amor a una historia que nunca tuvo ni tendrá fin. Los sueños despacios.
Jsancha
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10
4 de febrero de 2017
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un lugar de infinitas posibilidades debería ser por lógica un espacio donde uno puede toparse de repente y de bruces con la vida. A la pregunta inevitable sobre qué es esa «vida» intenta darle respuesta Westworld y todo el magnífico equipo que se ha centrado en, valga la redundancia, «dar vida» a esta obra de arte. La serie tiene su germen en una película de título homónimo de los años setenta, dirigida por Michael Crichton, padre también de la famosa novela Jurassic Park, que más tarde Spierlberg inmortalizaría en aquel apabullante filme al que no pocas cosas nos recuerda esta creación. En este caso, no asistimos a un parque de dinosaurios, sino a uno de personas, perdón, de androides, robots con aspecto y comportamientos muy humanos que sin embargo parecen deambular en ese lejano oeste solo para deleite y disfrute de los newcomers o guests, los visitantes que llegan del mundo real con ansia de aventuras o con el osado objetivo de «encontrarse a sí mismos» y con la ventaja de que no pueden ser ni heridos ni ultrajados, ahí donde los actos parecen no tener reales consecuencias, donde la conciencia podría quedar apartada en un cajón.

La realidad o nuestra certeza sobre lo que es falso o ficticio no es un debate nuevo ni ha sido abierto con Westworld, pues esta cuestión quijotesca es la que recorre la espina vertebral de toda la filosofía y la literatura desde los griegos hasta el día en que vivimos. Observada desde diferentes encuadres, esta pregunta entronca con el origen de la empatía o el lugar que ocupa en el cerebro la conciencia, la memoria, la religión y toda la historia de la espiritualidad, así como el inacabable asunto del libre albedrío, Dios o el destino de los hombres. La buena ciencia ficción ya ha versado sobre esto en otras ocasiones: recordemos Blade Runner, BattleStar Galactica o la misma y excelente actual Black Mirror. Estamos hablando y preguntándonos constantemente sobre la naturaleza de nuestra existencia. ¿Somos fruto del azar y de la unión de unos átomos o hay detrás de nosotros un experto tejedor de historias, un creador, un tirititero que mueve nuestros hilos? Westworld es la caverna de Platón, y sus androides, análogos a nosotros al preguntarnos sobre nuestro origen y rezar a nuestros dioses, curiosos que anhelan ver la luz más allá de las cosas o del espacio conocido.

Toda la atención del argumento es una sencilla –más bien compleja– excusa para mostrarnos el peligro de ser humanos y lo lejos que pueden llegar nuestras propias creaciones. Ese miedo a que algo creado por nosotros mismos nos rebase y nos supere es precisamente ese conflicto entre ambos mundos y las discusiones constantes sobre «a quién pertenece» cada parcela del juego. Es el mismo debate sobre la inteligencia artificial y la robótica, sobre hasta qué punto jugar a ser dioses nos podría salir caro. Hay una pregunta ética que sobrevuela a todas estas anteriores cuestiones y que es con lo que comenzábamos este texto: ¿qué es estar vivo? ¿Somos meros receptores de órdenes, víctimas de un causa-efecto condicionados por las leyes de la física y del universo? En ese sentido, nada nos diferenciaría mucho de una máquina o un robot. ¿Qué ocurre si esta máquina acaba por tener conciencia, o sea, es capaz de escucharse a sí misma, de improvisar e innovar sus códigos, de generar sentimientos y sufrir?

Westworld, guiada magníficamente por la apoteósica y siempre certera música de Ramin Djawadi, así como por las memorables actuaciones de todos y cada unos de sus actores, además de guionizada por uno de los hermanos Nolan, se adentra sin miedo en este debate filosófico y ofrece con cada episodio unas respuestas a saborear con calma y con tiempo. Un amor no superado que nos desgarra todavía por dentro, la comezón de un sentimiento extraño que se apodera de nosotros sin ser aún conscientes de su peligro, el ansia por la libertad de penetrar a un mundo nuevo o de luchar contra los dioses que, egoístas, nos crearon para divertirse… cualquier excusa vale dentro de este parque, cualquier motivación nos conduce de lleno en este viaje a un lejano oeste donde se pone en jaque a la inteligencia. Porque en el germen de toda creación existe un miedo primigenio: que lo imaginado acabe siendo verdaderamente real, que nos supere o que incluso acabe con nosotros; que, como decía Unamuno, el Quijote llegue a tener más vida que el propio Cervantes una vez muerto.

(http://www.obliviamare.es/bitacora/2017/01/26/westworld-y-los-limites-de-la-inteligencia/)
Jsancha
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8
10 de marzo de 2011
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La fragilidad con la que concibe un artista su obra ha sido siempre un asunto delicado. No importa que hablemos de un cineasta, un pintor, un escritor, un comediante o un bailarín, aunque en este caso hablamos de una bailarina. Existe un lazo indivisible en esa clase de pasiones que puede convertirse en lo obsesivo, normalmente en búsqueda de algún tipo de perfección que el ser humano todavía desconoce. Uno quiere hacerlo pero siempre del mejor modo narrable. La oscuridad está en todo y no es posible que el cisne blanco baile con naturalidad si no se apoya en su otra mitad, el cisne negro. Darren Aronofsky nos trae en su fantástica adaptación de El lago de los cisnes el tema romántico del doble, el juego de espejos, el yin y el yang, Jeckyll y Hyde, dos esferas para una misma cosa: el todo que nos compone. Es imposible ser sin existir entre estas dos mitades que, al final, forman parte de nosotros como el aire o el agua, la luna o el sol, forman parte del mundo. Rechazar cualquiera de ellas sería desposeernos de nuestra propia humanidad. Aunque existe un miedo en esa obsesión del artista, un temor que esta película refleja desde el primer hasta el último minuto: permitir que aquella se convierta en la única salvedad, porque entonces estaremos condenados a la carrera obsesiva del delirio, la locura, los terrores, las alucinaciones, la corrupción del cuerpo y del alma, la inestabilidad, lo negro, la muerte. Alcanzar la perfección en este caso fue divino pero también fue la tragedia.

Además, existe en la narración de esta ópera al cine que nos ofrece Aronofsky un atrevido juego en los niveles de la ficción y la realidad que también terminan por mezclarse. La chica virginal y pura que se convierte en cisne y necesita el amor para romper el hechizo, interpretada por una fabulosa Natalie Portman, se debe enfrentar, al entrar en este caótico terreno de las emociones, con su yo oscuro, con el cisne negro, aquel que es capaz de dar la fuerza, la belleza y la seducción a la persona pero que, al mismo tiempo, es capaz de destruirla. Existe miedo al enfrentar esta clase de locura que pertenece a todos nosotros con nuestra inocencia, pero es necesario para convivir en un mundo de claroscuros, para despertar. Dentro de la película, la protagonista va sufriendo, como el actor que interpreta un papel, la metamorfosis de lo que siente a la hora de bailar la ópera, esa historia de baile, amor y obsesiones. Se va transformando y vive esas dos historias tan importantes dentro de ella. Al mismo tiempo pero en otro lugar, en ese distinto nivel de la narración, la protagonista es asimismo una actriz que está interpretando otro papel para una película. El juego de espejos funciona también en los dos niveles narrativos que se nos presentan.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jsancha
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