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España España · Videodromópolis
Críticas de Max Renn
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Críticas 9
Críticas ordenadas por utilidad
10
3 de noviembre de 2014
19 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo haber comprado hace unos 10 años una novela de la que no conocía nada. La vi en las estanterías de un centro comercial (!!!) e inmediatamente me llamó la atención su título (“Bajo la piel”, en Anagrama), su portada y el texto de su contra. También desconocía a su autor, Michel Faber. Me la llevé a casa y me la ventilé en un par de días, del todo hipnotizado por la perversa imaginación de una narración de corte fantástico pero muy enraizada en la realidad, que fundía lo inconcebible con el sexo, la carne, la sangre y el hueso. Una obra, en fin, perturbadora y enclavada en lo que ahora se llama fisicidad.

Y he aquí que la adaptación perpetrada por Jonathan Glazer es, permitidme el entusiasmo, sencillamente alucinante: cómo descarta paja narrativa (por así decir), elimina impurezas y alcanza la esencia de Faber, haciendo corpóreo el horror sin necesidad de recurrir a viejas artimañas efectistas ni a discursos comunes. Y con qué convicción toma ciertas decisiones estéticas (desde la sofisticación formal de encuadre matemático a la cámara a pie de calle), sonoras (desde el sonido impuro del detalle mundano al score ambient de Mica Levi) y de estructura narrativa y de ritmo: acelera y frena, se activa y languidece, recurre a la elipsis y a la evocación, respondiendo a una extraña cadencia que parece ir por libre, sin sujeción, para desarrollar, con una tensión interna medio oculta pero implacable, un encuentro entre especies que está condenado a la destrucción mutua. Para ello, envuelve su historia de una atmósfera opresiva, incómoda y despiadada a la que contribuyen los paisajes de la Escocia urbana y, también, la natural: es justo en este último ámbito donde acontecen dos de las escenas más brutales del cine reciente, y en concreto me refiero a la tragedia y al desamparo humano que tienen lugar en una playa (no digamos más) y, en el caso de la otra, a un desenlace en bosque siniestro que recuerda al efecto devastador del final de “Twentynine Palms”, de Bruno Dumont. En definitiva, un pesimismo existencial verdaderamente hiriente.

Por lo tanto, estamos ante un fantástico insertado con precisión en una realidad sucia, o en una naturaleza hostil, o en unas relaciones humanas (y no humanas) crudísimas. Lección maestra de cómo conseguir que el género se filtre por los poros de la existencia rutinaria hasta el punto de meterse bajo la piel del propio espectador para hacer creíble lo increíble e involucrarnos en una mirada a un abismo monstruoso que espera tras una puerta.

Añadamos, en lo destacado, su eficaz e inteligente imaginería: la carcasa de piel flotante, la suspensión en esa sustancia oscura que atrapa tras la seducción, la propia deformidad física como puente de unión con lo diferente, el final arrasador e inevitable, bajo capas de identidad, que volatiliza cualquier esperanza… Elementos, algunos pertenecientes a otro nivel de consciencia, que se presentan ensamblados con lo cotidiano formando un todo y que redondean un producto sublime.

Sugiere TANTO…

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Max Renn
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10
3 de noviembre de 2014
6 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Películas que te fascinan hasta el punto de verlas y volverlas a ver varias veces; hasta el punto de exprimirlas y agotarlas; hasta el punto de acabar realmente harto de ellas tras haberlas interiorizado. Me ocurrió con “Drive”. Y también, cómo no, con “Sólo Dios perdona”, que a mi juicio es, a día de hoy, la cumbre de su director por sublimar sus obsesiones, su estilo, su manera de entender el arte y las emociones. En paralelo: las bandas sonoras de Cliff Martínez escuchadas en bucle, al borde del colapso auditivo de un servidor. Embriagado, en fin, por lo que proyecta el cine: imágenes y sonidos agitándose en mi interior, colmado por el artefacto audiovisual que me ha perforado la mente y el corazón. Visualizas escenas y tarareas las composiciones de Martínez: extraes la ficción y te la llevas a cuestas durante el día. Entras en la película y la película entra en ti mediante un diálogo entre obra y espectador que, por desgracia, resulta poco frecuente. Porque a veces uno siente que ese producto ha sido elaborado para sí mismo.

En breve, la definiría como una avasalladora experiencia sensorial de numerosas ramificaciones y significados a partir de parábolas que envuelven toda la narración en un claro tono de pesadilla enfatizada al límite. Obra esencialmente simbólica y de estética agresiva que parte del cine de género (es otro western, otra venganza) y transmite no desde el diálogo ni desde un desarrollo argumental extenso y complejo, sino a base de una trama sencilla, de decisiones formales minuciosas y de personajes (o más bien entidades) de apariencia arquetípica pero fondo potente, extremadamente turbio, de gestos inexistentes o excesivos, que proyectan muchos recovecos primarios, esenciales, de la condición humana. Y ahí, como lienzo casi en blanco, el espectador ha de participar, rellenar huecos y sentir, sobre todo por lo que se refiere a un primer tercio introspectivo que nos va zambullendo en los pozos íntimos de Julian.

Desmenuzada plano a plano, estoy seguro de que podríamos interpretar multitud de emociones, sensaciones y traumas que se ocultan tras las sombras y la gama, nada casual, de colores saturados (palpitantes, incluso) de Larry Smith: también tras las notas de una música que apoya y enriquece la narración, que la lleva a otro nivel de consciencia, que acompaña el pausado tempo al límite de la contemplación o de lo ritual. Terreno minado sobre el que proyectar miedos, pasiones, mutilaciones afectivas y hasta sueños masculinos. Desde la naturaleza del cine de género (suerte de western febril, ya lo decía, en un espacio vivo como Bangkok), y sin pretender explayarse en sus resortes más característicos, se expande en direcciones que abarcan el mito de Edipo, la redención, el pecado, la culpa, el castigo, la sumisión, el retorno al útero, la búsqueda del infierno como presagio, la castración, el duelo, la ensoñación, la inadaptación, la violencia descarnada, el código ético, etc… Más que en “Drive”, que es el referente popular más próximo en el tiempo, aquí los elementos genéricos le sirven a Winding Refn para tratar conceptos elementales desde un enfoque mucho más cercano a la abstracción de “Valhalla Rising”, lo que supone un nuevo cambio de tercio alejado de cualquier postura acomodaticia.

¿El precio a pagar? El rechazo de gran parte del público y de la crítica. Las acusaciones de pretenciosidad (¿es per se algo malo?). También el peligro de ser ridiculizado, parodiado; incomprendido. Pero me parece muy loable el riesgo que asume, y que denota o bien su determinación de conservar una independencia creativa innegociable o bien su locura contagiosa de autor de corte kamikaze. Despojado de los referentes reconocibles (y asumibles) de “Drive”, aquí, desde un mínimo, despliega una sensorialidad radical que se multiplica en capas de significado filtradas por la propia experiencia/sensibilidad del espectador. Entiendo, en todo caso, las reticencias, pues hay pocos asideros a los que agarrarse y el desconcierto no puede ser mayor. No sería de extrañar que el tiempo la ponga en su lugar y dentro de unos años sea percibida de otra manera (o no).

Espectros en Bangkok, al fin y al cabo.

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Max Renn
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9
3 de noviembre de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
1. Rob Zombie, de nuevo, y como es nota común en su estimulante filmografía que tanto debe a los mágicos (e irrepetibles) años setenta, refleja su simpatía por el Mal, por el ser grotesco, por el villano, por el perturbado, por el outsider, por el elemento ajeno al mundo cotidiano o políticamente correcto. El antihéroe, o el jodido, o el enfermo, o el inestable, o el monstruo… Los personajes con taras y poco o nada recomendables brillan en el universo Zombie.

2. Retrata calles y viviendas desde una óptica sombría, mostrando espacios oscuros, grises, anodinos… La existencia rutinaria se configura como un limbo desapacible y mortecino, lo cual contrasta, curiosamente, con los colores vivos y llameantes de las irrupciones de ese “otro” mundo oculto que, con perversa ironía, resulta mucho más atractivo, magnético, de mayor grandeza… Digno de sumergirse en él aunque a cambio entreguemos el alma. La blasfemia visual.

3. Espacios abiertos amenazantes. No se limita a manejar escenarios cerrados asfixiantes en los que la claustrofobia contribuye a la desazón, presente en el apartamento de Heidi y los pasillos de su edificio, sino que sale a la calle y es capaz de sacar partido a personajes filmados a larga distancia y en soledad para mantener un desasosiego constante, incluso filtrando la posibilidad de que algo o alguien surja desde detrás de un árbol o de una esquina y te lleve con él/con ello. Ejemplo: las escenas de transición de la propia Heidi andando por una ciudad tan gris como los núcleos urbanos de la muy notable “Halloween II”. Es como si Zombie hubiera tomado buena nota del Carpenter de “Halloween” en cuanto al aprovechamiento de exteriores.

4. El espectador en el rol de observador en primera instancia… y como testigo directo después, asemejándose a la propia vivencia de la protagonista, que entra en un determinado estado de impacto (o de lo que sea) que el mismo público también puede experimentar debido a la estudiada sucesión de imágenes que el director lanza a diestro y siniestro en modo collage. Así, la misma película sufre una transformación conforme se desarrolla y afecta al que la ve.

5. La indudable potencia visual (y sensorial) de momentos como la extraña entrada a esa suerte de catedral satánica en la que aparece cierto personaje perturbador, dando una impresión de grandeza, de epicidad diabólica, que embelesa y hechiza: a ella y a nosotros.

6. La iluminación de los pasillos y las estancias del edificio donde se aloja la protagonista. Una oscuridad quebrantada por fuertes focos de luces blancas aquí y allá que rasgan lo negro. O el rojo agresivo que envuelve la sacrílega cruz de neón.

7. Los problemas personales en el pasado de Heidi y su vida actual apagada y monótona, como si su devenir en el relato fuera la única salida posible a un día a día no especialmente excitante, sino más bien imbuido de una pocha desidia.

8. La iconografía satánica de Zombie formada por símbolos e imágenes que remiten no a algo etéreo, sino a una fisicidad inquietante que se materializa orgánicamente. El comienzo, con el aquelarre de brujas, es sucio y feísta. Más adelante, la representación del Mal se vuelve de estética más sofisticada y barroca. A estos elementos del escenario, añado dentro del apartado “iconografía” (je) al reparto elegido, formado por intérpretes-iconos en papeles secundarios que podrían vivir 24/7 en el cine que el director adora.

9. Las numerosas influencias. Referencias múltiples, sobre todo, a la obra de Roman Polanski: se apunta a “La semilla del diablo”, “El quimérico inquilino”, “Repulsión” e incluso “Macbeth”. También a Stanley Kubrick, y aquí señalaría “La naranja mecánica” (el montaje de imágenes en la parte final, el dormitorio de Sheri Moon), “El resplandor” y “2001”. Hasta el delirio de Ken Russell, el esteticismo de Dario Argento o el underground de Kenneth Anger son invocados en alguna medida.

10. Las posaderas desnudas de Sheri Moon Zombie… y sus aposentos.

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Max Renn
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8
3 de noviembre de 2014
4 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Cómo reciclar con éxito componentes típicos de géneros una y mil veces explotados? Creo que, a tenor de lo visto, Mickle no busca entrar en terrenos minados de revolución/redefinición/reinvención/deconstrucción. Simplemente, maneja los elementos genéricos de siempre y hace. Repito: HACE. Como buen artesano, como buen hacedor de cine competente, sin pretender aportar ninguna visión posmoderna que conlleve un discurso reflexivo y que se olvide de la esencia del thriller primario en aras de cuestionarlo. Es decir, Mickle no está por encima del bien y del mal, no aspira a tratar el género con la suficiencia (y la superioridad) del que se sitúa por encima del material y está de vuelta de todo. En “Cold in July”, su mejor obra hasta ahora, nos ofrece un thriller que muestra distintas caras, tonos y giros, torciendo de un lugar a otro sin temor al fracaso. El resultado: un híbrido de subgéneros de serie B batidos con una sapiencia pasmosa. De aquí a allá, y de allá a más allá. La fuerza de avanzar y de hacer. Lo visceral por encima de la teoría. Eso es todo.

¿La parte inicial? Claramente deudora de Carpenter ya desde el tipo de caracteres del título de la película que aparece en pantalla en los primeros instantes. A partir de ahí, y durante su primera mitad, la planificación, el uso de espacios profundos y vacíos, el tiempo narrativo sosegado y sostenido y buena parte de la música parecen inspirarse en nuestro hombre. Se trata de un tramo atmosférico e inquietante bajo la amenaza de cierto personaje (ese misterioso y estupendo Sam Shepard) que aparece y desaparece con suma facilidad, tal vez emparentado, de algún modo, con el desplazamiento del mismísimo Michael Myers. Y desde luego, se crea un clima cercano al terror que se acrecienta mediante impactos acertadamente dosificados.

Más tarde, y después de un seguimiento por carretera fotografiado de manera fascinante (esos colores subrayados, esa niebla envolvente), la tensísima escena de las vías plantea el primer gran dilema moral y marca un punto de inflexión importante, de modo que la película va convirtiéndose en otra cosa muy distinta pero complementaria. Distinta en tono y hasta en realización: de la “calma” tensa pasamos a un cine más agresivo, rudo y… pulp. Del dominio de lo urbano, de la relativa voz baja y de personajes algo aislados a una suerte de western polvoriento texano que muta en buddy movie colectiva y grita y ruge y hasta remite, por sensaciones, al Walter Hill de “Traición sin límites” en conexión con el cine de venganzas o de justicieros de sensibilidad ochentera hardboiled. Vamos, que ya sin miedo a nada y saltándose a la torera cualquier inverosimilitud, se suelta el pelo y se encomienda a lo que Dios quiera. A base de golpes, de arreones, y así hasta el final. El que se suba a la noria, bienvenido sea.

Aparte de su nivel técnico (la foto de Ryan Samul es un portento absoluto, pero también la complejidad del montaje y el sentido estético de los planos abiertos), creo que hay que destacar en lo positivo su capacidad para sorprender tanto desde el guión, que incluye un par de giros casi enloquecedores, como desde las decisiones que toma el director al integrar elementos bizarros, negros, cómicos, extravagantes o aterradores en un mismo conjunto que lo admite todo. Esa voluntad de proyectar estímulos, de salirse de la tangente, es valiosísima en el cine de género de hoy, tan esclavo del conservadurismo y de lo previsible. Bravo por el descaro.

http://videodrome.wordpress.com/
Max Renn
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