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Argentina Argentina · Colastiné
Críticas de Adela Hache
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Críticas 42
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
20 de agosto de 2014
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
La eterna fascinación del cine por el Holocausto reaparece una vez más en la cuidada transposición del best seller “La ladrona de libros”, donde predomina un tono cercano al cuento de hadas para contraponer la inocencia infantil ante el horror de la Alemania nazi. Se ha colocado al frente del elenco a la joven y desconocida Sophie Nélisse (quien ya había intervenido con anterioridad en “Profesor Lazhar”), en el papel de Liesel Meminger, una niña analfabeta de 9 años, con poco de ladrona y mucho de encanto, que no se profundiza en los libros que atesora pero tampoco se justifica demasiado el desmesurado interés que siente por ellos. El relato se orienta desde el punto de vista de la infancia de la pequeña huérfana enviada a vivir con padres adoptivos y que pronto desarrollará una fascinación por los libros y las palabras que sostendrán la luz de la vida, a medida que se intensifica el horror de la guerra.
En todo momento, se prioriza la historia familiar, de amor y amistad. Allí caben menciones especiales para los eximios actores Geoffrey Rush y Emily Watson en la entrañable caracterización de los padres adoptivos de la niña. La fotografía y la banda sonora transitan por un nivel de excelencia al igual que el vestuario, el diseño y la ambientación, tal como podría esperarse de Brian Percival, un director con notable dominio en la recreación histórica, proveniente del mundo de la televisión.

La película resulta una buena elección para quienes gusten de las historias de superación protagonizadas por héroes honrados y sencillos que devuelven la esperanza en el género humano, aunque el relato sea demasiado convencional, en el sentido de previsible y poco sorpresivo.
Responde a un guión poco arriesgado que, al ofrecer al público lo que sabe con antelación que funcionará, apuesta siempre sobre seguro. Existen muchos personajes desaprovechados, como el del joven judío perseguido que entabla una relación especial con la niña. Tampoco resulta una buena elección la inclusión de una desagradable voz en off que con su omnisciencia presenta y cierra la historia, invadiendo una narración que ganaría mucho sin su intervención.
Luego de la aparente crudeza de algunos momentos, en el trasfondo de la terrible historia se nos presentan unos cantos a la alegría de vivir que no hacen sino dejar un regusto muy agradable pero excesiva azúcar, conformando un cuento “a lo Disney” que no pasa del elogio de las buenas intenciones. El principal objetivo es transmitir con oficio una historia edificante que sólo refleje indirectamente la realidad, manteniéndose alejada de cualquier incomodidad. La película insiste en su ejercicio de caligrafía académica donde peca de exceso de pulcritud, porque aunque a la heroína la llaman cariñosamente “Cochina”, apenas se despeina y está siempre impecable o el episodio del libro que cae en el agua congelada y el perfecto niño rubio logra rescatarlo sin problemas. De esta forma, la búsqueda de la virtud lleva a otros defectos.

Entretenida, con pasajes agradables y memorables, se trata de una película hecha para gustar, donde todo está milimétricamente calculado y generalmente funciona mediante un guión complaciente que el director maneja hábilmente sin dar nunca un paso más allá. Así, “La ladrona de libros” es un buen film pero está lejos de ser una magnífica película.
Adela Hache
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Diletante
Documental
Argentina2008
--
Documental, Intervenciones de: Bela Jordán, Cata Pereira, Cesar González
6
5 de junio de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El film lleva el sello de la producción de Lita Stantic y fue premiado como Mejor Largometraje Argentino durante el 23º Festival de Cine de Mar del Plata y como Mejor Documental en el 50º Festival de Cine de Cartagena de Indias, Colombia.

“Diletante” es el retrato íntimo de una madre, realizado por su hija, la realizadora Kris Niklison, que introduce su propio film en primera persona, para luego desaparecer detrás de cámara. Los créditos iniciales se superponen con las imágenes de un desfile en Amsterdam: una marcha de gente divertida de todas las edades. Ni especialmente bellos ni particularmente jóvenes, pero con ganas de festejar y divertirse. Un clima jovial que sirve para presentar la juguetona mirada de Niklison, quien vivió 20 de sus 42 años en Holanda y siempre viene a visitar a Bela Jordan, su madre octogenaria, residente en una antigua casa de campo en Sauce Viejo, sobre el río. La película se origina desde esa relación madre/hija, que le permite a la directora moverse en la intimidad familiar y registrar los diálogos y pensamientos entre Bela y su cocinera Cata. En ese mundo femenino, solamente hay un casi-intruso: el jardinero César, un observador mudo pero activo, al que se muestra siguiendo las directivas de Bela para mantener la casona y el jardín en pie. Porque -curiosamente- es ella quien encara las iniciativas y las ideas para llevar adelante una forma de vida que combina las ventajas de la naturaleza con las de la tecnología.

No se trata de un retrato unívoco, monocorde y menos convencional. Bela tiene muchas facetas: es encantadora, temeraria, independiente, divertida. Le gusta disfrutar del placer de la lectura y los rompecabezas. Escucha radio, navega con su computadora portátil pero también es ahorrativa: administra con rigor y con ingenio la vieja casaquinta. La vemos montar un cuatriciclo, armar una motosierra comprada por Internet, supervisar el almacenamiento de leña y las incontenibles grietas de la casa. Aunque no se detiene demasiado en lo más rústico de las tareas de mantenimiento, que limita a lo indispensable. Privilegia las apacibles lecturas junto al río, reinvindicando el ocio como la libertad de elegir qué hacer cada día.
Como los rompecabezas que arma y desarma, los diálogos se anudan y las imágenes se alternan vertebradas sobre algunos motivos que le dan una unidad formal. Hay superabundancia de planos-detalle hiperbólicos de la protagonista: se recorre palmo a palmo la piel de la mujer como si fuera un mapa, se captura un reflejo oportuno sobre sus anteojos, se insiste en su bellísima mirada azul sin edad.

Existe una doble línea en el retrato: una, levemente melancólica, muestra el deterioro de la casa, que envejece como el cuerpo, las arrugas y las manchas de humedad que son planos recurrentes. Los anteojos de Bela, la lupa, las arrugas de su cara funcionan como íconos de la vejez. Sin embargo, también están allí objetos que la niegan en su forma convencional: la notebook, los dvd, la sierra eléctrica y el celular con el que Bela manda mensajes de texto. El registro fílmico rompe de a poco con preconceptos afirmados solamente en lo visible y va gestando la idea de un tiempo subjetivo. La misma protagonista afirma que recién a los 60 descubrió la plenitud del tiempo vital para hacer lo que se quiere y por eso describe las etapas de la vejez como la época más linda de su vida.
Entre observaciones superficiales y otras trascendentes, el film resignifica y realza el concepto de vejez. También abandona casi imperceptiblemente su pequeña órbita casera y se introduce en una dimensión poética-filosófica, siempre en forma tan diletante como la protagonista, esta admirable Bela sin edad, que sabe del placer de saltar como mariposa de una cosa a otra, sin ahondar en ninguna pero descubriendo -aún en la brevedad de cada salto- el infinito placer de ser libre.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Adela Hache
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6
28 de mayo de 2014
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Virginia (Mora Recalde) es una joven solitaria que vive con su padre en una posada aislada, cerca de un bosque sombrío que limita con un mar agitado y acantilados ríspidos. Mientras llegan versiones de una peste que ataca a los animales del lugar, su padre se marcha para ayudar a un cuñado sobrepasado por la enfermedad de una de sus hijas, quien parece estar gravemente afectada de leucemia. Entonces, se produce la inesperada visita de Anabel (Romina Paula), hermana menor de la prima enferma, que también acusa síntomas de una debilidad extrema. Su presencia activa una seguidilla de acciones extrañas.
Entre Virginia y Anabel irá creciendo una relación veladamente erótica, mientras el afuera y el adentro se tornan cada vez más desasosegantes, en el devenir de una corruptibilidad general del cuerpo social y natural, sutil pero indetenible.

Sin descartar guiños a los mejores lugares comunes del terror vampírico, la historia se desmarca del género y se corre hacia el cine de autor. La puesta en escena busca la recreación de lo siniestro, eludiendo mostrar abiertamente los aspectos salvajes y sangrientos. La estrategia narrativa se apoya en la banda sonora y en imágenes veladas o sugeridas, con un trabajo metódico admirable del encuadre y la luz.
Se vale de recursos tan simples como una casa rodante abandonada en el bosque, el paisaje hostil o un cuarto donde el empapelado barroco parece continuarse en las floridas sábanas de un lecho femenino. Ese trasvasamiento donde se borran los bordes acentúa la alternante atmósfera onírica que participa también de los sueños sobresaltados de Virginia, angustiada por la transformación de los lugares cotidianos en peligros acechantes y oscuros.

El guión se desliza por los pasadizos de la psicología hacia la tensión sexual entre las primas. Mientras las protagonistas se aproximan en el interior de la casa, afuera se multiplican los animales desangrados y los murmullos sobre muertes a causa de una enfermedad indeterminada. La organización de la trama no busca develar un enigma, sino más bien dosificar una evidencia. Desdobla la atención entre las zonas oscuras del vínculo y el difuminado relato de terror. El eje siempre se mantiene sobre la intimidad de Virginia y Anabel, cuyos románticos nombres son una referencia al universo de Edgard Allan Poe, con frágiles heroínas de palidez mortecina y siluetas lánguidas. Como ellas, las protagonistas se mueven oprimidas por un clima victoriano reprimido pero al mismo tiempo atravesado por el eros, lo sobrenatural y el temor de lo que no puede controlarse.
Siempre, por debajo del cuento atemorizante, se entrevé la angustia de una unión prohibida y con sentencia de muerte, en tanto el vampiro debe ser destruido para evitar su propagación. De todos modos, el relato parece quedarse sin resto hacia su desenlace y deja la sensación de un final exangüe al que le falta una mayor contundencia: literalmente la historia se desangra.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Adela Hache
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5
5 de mayo de 2014
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la década del treinta y cuarenta en la Argentina, una serie de filmes contaron historias basadas en letras de tango. Eran películas sin grandes valores artísticos, planteadas con fines comerciales pero con gran anuencia de público. En esta tradición, parece insertarse “Fermín”, con la nostalgia como caballito de batalla, algunas pizcas de sensualidad y ciertos toques certeros de humor, aunque la obra demuestra falencias en su forma de contar y confunde acerca de si se trata de un homenaje al tango enmarcado en una historia ficcional o al revés.
De todos modos, sirve para celebrar el regreso de Héctor Alterio al cine argentino del que estuvo ausente 12 años. El veterano actor interpreta al Fermín que le da título a la historia, con el interesante hilo conductor del enigma de un anciano internado en un siquiátrico. Este personaje establece un vínculo afectivo con el nuevo médico (Gastón Pauls), quien descubre que su paciente se expresa únicamente con versos de conocidos tangos y milongas. Para desentrañar el misterio, la trama busca en el pasado con un creciente protagonismo de la danza definida por Enrique Santos Discépolo como “un pensamiento triste que se baila”. A la par -y por momentos a la zaga- hay tres flashback que coinciden con momentos políticos diferentes: uno en 1945, otro -muy breve- en 1955 y uno más en 1976.

Un reparto de prestigio lleva adelante una galería poblada de personajes estereotipados. Demagógica, sin rubores, la película apunta a ganarse la forzada emoción y melancolía del espectador. Aun con las limitaciones del guión, el elenco cumple con su parte: Alterio resulta convincente en un trabajo difícil pero breve; Luis Ziembrowski con frases bien colocadas logra una crítica a los burócratas que conducen hospitales públicos y un fugaz Emilio Disi como el habilidoso bailarín Ciempiés deja con ganas de más, porque en una historia que oscila entre la comedia y el drama, ésta mejora en sus momentos de humor cargado de retrueques a los que aporta su oficio. Por su parte, Luciano Cáceres se mueve curiosamente con el mismo registro que tiene en “Gato Negro” (el que vio recientemente aquel film, encuentra al mismo prototipo sin variaciones sustanciales). Gastón Pauls repite su eterno rol de ingenuo bienintencionado y mejor un manto de piedad para el debut de la hija del famoso futbolista de quien se escuchan pocas y breves frases entre constantes gimoteos, gritos y llantos desconsolados. Finalmente, la película termina decantándose por la historia de amor que sucede en el presente entre el joven médico y Eva, la nieta del anciano, bailarina profesional de tango, interpretada con mucha piel por Antonella Costa.

Dirigida a cuatro manos por Findling y Kolker, la experiencia parece corroborar aquello de que “muchas manos en un plato hacen muchos garabatos”, porque aquí, no hay ensamble sino suma. Se amontona con la intención de mostrar la música ciudadana como espectáculo vernáculo de proyección internacional, donde lo que tendría que ser secundario y continente (la danza y la música) absorbe a la historia contenida.
Lamentablemente, cuando se reconstruyen episodios de 1955 y 1976, la puesta en escena es apurada y desprolija, llena de anacronismos. Entre los flashbacks de Fermín en su juventud (Luciano Cáceres) y referencias laterales a la Libertadora y los desaparecidos, el film pasa a mostrar atracciones tangueras en sus lugares y con su público, en largos números musicales que no están fluidamente ensamblados con las escenas de ficción, pareciendo videoclips insertados que hacen de la narración un relato disperso e irregular, con muchas facetas no del todo exploradas y personajes apenas esbozados.
Por momentos, el producto parece ser consciente de su actitud desprejuiciada hacia el efecto fácil y busca introducir efectos cómicos que aligeren la carga dramática. El resultado es una película para nunca tomarse demasiado en serio.
Adela Hache
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5
14 de abril de 2014
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre el registro documental y un realismo que se vuelve expresionista, con alteraciones y visiones oníricas, la película abarca un extenso fragmento temporal de la historia argentina, desde los años cincuenta y sus cambios industriales posteriores, hasta las medidas económicas en épocas de plata dulce.

El film sigue el periplo emocional y material de Tito (o Cabeza, como le dicen sus amigos) desde su infancia pobre y violenta, en el Tucumán de los años cincuenta, hasta que el protagonista se vuelve un próspero comerciante por vías nonc santas. Lo seguimos por el trabajo en el infierno de los ingenios procesadores de la caña de azúcar, hasta una promiscua pensión en Buenos Aires, donde duerme con los zapatos puestos por miedo a que se los roben. Progresivamente se vuelve un obsesivo del trabajo: empieza limpiando baños, sigue vendiendo alfajores al menudeo, hasta que alcanza un mediano bienestar que tampoco le alcanza: como una sed abrasadora, su ambición crece junto con ilícitas asociaciones más complejas. El periblo continúa entre metáforas obvias, lugares comunes, escenas improvisadas y otras construidas con rigurosidad y maestría.

Desbordada, desigual, cambiante, pasional, contundente son la andanada de adjetivos que podrían atribuirse a esta película atípica y arbitraria.
Luciano Cáceres asume el enorme esfuerzo del protagonismo y su personaje es convincente pero no conmovedor, algo que sí logra el debutante Santino Gallo, cuando lo encarna en los años infantiles.La moraleja de que el patito feo en el fondo es un cisne y se transformó en un mostruo por las circunstancias no alcanza para justificar al triunfador tramposo, al que le cabe un remate discepoliano a su medida “Somos la mueca de lo que soñamos ser”.

El film es una especie de culebrón histórico, con personajes que entran y salen. Al respecto, resultan muy efectivos y profesionales el desempeño de Luis Luque, Lito Cruz, Favio Posca, Paloma Contreras, Pompeyo Audivert y Leticia Bredici como esa mujer florero, vistosa pero inútil, totalmente manipulable por la enfermiza personalidad del protagónico.
Incluso con sus desaciertos, la sinceridad y convicción con la que está construida hacen de “Gato negro” una película similar a su protagonista, con la misma ambición narrativa operando en el desarrollo de la historia que siempre pelea con su propia omnipotencia.
Adela Hache
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