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España España · San Fernando
Críticas de Harry Callahan
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Críticas 9
Críticas ordenadas por utilidad
9
1 de junio de 2014
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Méjico 86. Minuto 54 de partido. Argentina ya le había endosado un gol a una rival que lo era con más ganas que nunca: Inglaterra. Y el pibe Maradona engancha la bola en campo propio decidido a colarse hasta la cocina y terminar de ajustar cuentas con la pérfida Albión, la que antes de ayer había humillado a los gauchos en las Malvinas. El resto es historia, única si se recuerda en la voz del comentarista uruguayo Victor Hugo Morales. El gol, aquel gol, fue un sueño, perfecto, para muchos el mejor de la Historia del futbol.

“True Detective” nos ha descubierto a quien pretende ser un nuevo pelusa. Un crack fichado en las ligas literarias que, pese a presentarse con sólo un par de partidos televisivos en su marcador, ha pergeñado la serie con la que HBO ha vuelto a demostrar porque todas las demás siempre irán a su zaga, por debajo en el gol average.
El barrilete cósmico, se llama Nick Pizzolatto. Y en su manera de correr la banda se evidencia el toque de balón de David Lynch, la involuntaria enigmática de filmes como “El sueño eterno”, o la malsanidad de “El cebo” de Vajda. Finta, además, con referencias a la literatura gótica de Lovecraft y su maestro Chambers, y al policiaco detectivesco de Jim Thompson. Le hace la bicicleta a los amantes del rol. Y se la juega al espacio libre con las metareferencias y los estern eggs.

Hay maestría a la hora de organizar el juego, apoyando la narrativa en un singular montaje de idas y venidas al centro del campo, moviendo el balón del pasado al presente, en un tiki-taka en el que se alternan jugadas explosiva, derrochando facultades, con dormir el juego para inquietar, sacar de las casillas o, simplemente, recrearse en el pase.

Con todo, este nuevo enloquecedor del graderío televisivo no lo sería tanto sin un dream team que le hace la pared y sabe encontrar siempre su lugar en el campo. En estos terrenos, el amante de la chilena perfecta, el caracoleo ensimismado, la jugada de pizarra estipulada al milímetro. El tal Cary Joji Fukunaga, un arbitro de la elegancia estética feista. Visto también en apenas dos filmes de huella autoral que se une al Mister Pizzolatto integrando un tándem de Champions en lo que atañe a dotar cada plano de vida, muerte, símbolo y relectura.
Y, claro, los puntas actorales. McConaughey, hábil en el desmarque, de imposible predicción. De los que te arman el lío. Siempre al borde del área. Con hambre y olfato a bocajarro. Y Harrelson, el del punterazo procaz, el deambular prosaico, el farolillo rojo de moralidad al contragolpe. Ambos, en sinergia involuntaria, alimentándose mutuamente en su permanente combinación al primer toque.

Sin embargo, si bien “True Detective”, en todo su planteamiento y nudo, es ese segundo gol de Maradona en el estadio Azteca, aquel 22 de junio del 86. Una jugada modélica, de las que emboban y pasan a la Historia. Un dribbling constante, una filigrana tan imaginativa y como pretenciosa. El desenlace final, precedido de mil teorías al más puro estilo “Perdidos”, es más, a la postre, el primer tanto de aquel mismo partido mundialista. El que el ídolo albiceleste marcó con “la mano de Dios”. Y es que aquí el showrunner resuelve la melee en que la trama se había convertido con más oficio que brillantez, con más oportunismo que deportividad, no estando a la altura de las expectativas creadas, ni de lo que se le presupone sería capaz.

Pizzolatto se excusará diciendo que no era importante el resultado, si la pelota entraba o no, sino la jugada, la dialéctica de personajes, el paladeo de ambientes, las sensaciones que han sobrecogido al espectador. Sin embargo, la tangana está liada. Pues además de esto, el nuevo Dios en la Tierra, se ha ido al túnel de vestuarios dejando atrás demasiados fuera de juego, en forma de subtramas solo intuidas y detalles que luego se desdibujan y caen en un olvido que no es tal en esta época de tuiteros amantes de la tarjeta roja.

Si me tengo que mojar, diré que mi condición de gaditano y, por ello, heroico devoto de Mágico González, me acostumbró a gozar de los pequeños milagros cuando se presentan, únicos, consustancialmente, efímeros y pocas veces, incluso, perfectos. Y mitigar la frustración de lo que pudo haber sido y no fue, tirando de imaginar que la próxima será, que Maradona sí que marcará un perfecto gol del siglo y que yo estaré ahí para verlo.
Harry Callahan
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8
17 de octubre de 2014
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me cuentan los que pescan que la clave para capturar al animal es dar y tirar de sedal, anticipando sus movimientos, con firmeza pero delicado, convenciéndole a la postre de que se entregue. Qué es estéril resistirse. Que haga lo que haga, terminará en la buchaca.
Sí, sí, parece fácil, me aclaran, pero en el toma y daca, es muy posible que el bicho gane la partida, la tanza tense demasiado y se rompa, siendo ya imposible recuperar al pez que se irá libre, lejos, muy lejos, de donde no volverá, pues sabe bien lo que hay.
Damián Szifron es un consumado pescador. De esos que podría dar mil y un consejos como los que apuntaba. Y todos impagables. Curtido en televisión (“Los Simuladores”, “Hermanos y Detectives”) donde el share te puede convertir, de un día para otro, en picadillo para surimi, sabe cómo hacer que el espectador muerda el anzuelo y ya no lo suelte jamás.
“Relatos Salvajes” es paradigmática de cuanto digo. En ella las historias se tensan dramáticamente y se destensan con comicidad, para al final, de con un certero golpe dejarte como pez fuera del agua, desarmado y presa de quién te ha sabido guiar a donde no esperabas.
Entre los valiosos aparejos del autor de “Tiempo de valientes”, encontraremos un manejo de las herramientas audiovisuales pasmoso, en el que aspectos como la fotografía, el montaje o los insertos musicales actúan en apoyo envidiable de unas historias que embaucan y prenden así definitivamente.
Si tuviese que quedarme con uno de los relatos salvajes, ejemplificante de todo lo que comento, lo haría, sin dudarlo, con el último. Una mascletá de recursos narrativos que tensa hasta límites insospechados una historia que camina siempre al filo del abismo, y que bien podría romperse en cualquier instante, malográndose por ridícula con el consiguiente cabreo del personal, pero que su director (y guionista, y montador, y…) sabe coronar del único modo posible, después de habernos hecho vivenciar una montaña rusa de sensaciones.
Visto lo cual, no me resisto, ningún inconveniente en seguir picándole, señor Szifron, me tiene usted en su red.

By @magnumcallahan
Harry Callahan
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9
1 de febrero de 2015
8 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un mundo que se alimenta del aprendizaje online de las reglas del mercantilismo y de la voladura de cualquier frontera que impida la deshumanización, excreta diarreicamente tipos como Lou Bloom. El american way of life ya no es un anuncio de Malboro. Ni el sueño americano se resume en las palabras iniciales que en "El Padrino" monologa el funerario Bonasera. Dream is Over. La ahora pesadilla yanqui se emparenta más con la peripecia codiciosa de los paletos anabolizados de “Dolor y Dinero”; o, yendo al meollo, con la sanguijuela repugnante que encarna un aterrador Jake Gyllenhaal, en este “Nightcrawler”, primo, en sociopatía, del Travis Bickle de “Taxi Driver”.
“Luna Nueva”, “El gran Carnaval” o “Network” son clásicos Disney risibles, irónicamente cómicos, superados por el hoy que, con incomodante veracidad, vivisecciona la opera prima de Dan Gilroy, que desnuda, sin concesiones, la voracidad rivalista y cainita de una sociedad que, como suerte de nuevo Saturno post Lehman Brothers, devora a sus hijos con fruición en cualquier restaurante fastfood.
Y es que, “Nightcrawler” no solo tira con bala de punta hueca (y obviedad) al periodismo de tinta roja, del que apostataría cualquiera de los santurrones de la redacción de "The Newsroom"; sino que ecografía con vividez el fracaso (nunca oficialmente reconocido) del capitalismo sin domesticar, como supremo mandamiento laico de un país que lo lleva en su ADN, atávicamente.
No obstante todo ello (y su vocación indie) no hablo de un filme de arte y ensayo. La película encima tiene la bendita chulería de enascarase como thriller de los soberbios, emparentado en lo estético y conceptual con Michael Mann, el Wind Refn de “Drive”, o el Walter Hill de “Driver”, en el que se quema rueda en una urbe nocturna de neón y asfalto, de viento en las palmeras, de sonido de escáneres policiales, de amaneceres que nunca traen las alas con las que escapar de una ciudad en la que ya no quedan ángeles, pese a su nombre.
Harry Callahan
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6
1 de junio de 2014
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Imagino que entre los objetivos de “Dallas Buyers Club”, no estaba rendir confeso homenaje a “La Lista de Schindler”, por aquello de que se cumplían veinte años de su estreno. Pero lo cierto es que, el personaje protagónico de la cinta comparte con el que fuera “justo entre las naciones” más de una concomitancia.
Sé que la Historia está llena de gente despreciable que hacen un agosto de la calamidad, pero que, paulatinamente, mutan en individuos altruistas arrebatados por la injusticia que les circunda, de la que se convierten en fustigadores. Sin embargo, de todos ellos y de las películas que los han hagiografiado, creo que Spielberg y el otro Steven, Zaillian, su guionista, contaron este tránsito vital hacia la metafórica luz de un modo maestro, convirtiendo el filme en cita referencial obligatoria.
Oscar Schindler pues, como digo, era uno de estos tipos, y también lo es, o lo fue, Ron Woodroof, un cowboy de rodeo, yonqui hasta las trancas, que se jalaba, además, a cualquier descarriada que se le pusiera a tiro de bragueta. En los ochenta, esto te hacía carne de cañón del VIH. Y este kamikaze tejano de los placeres urgentes cayó cual mosca sin remisión ni perdón posible.
Pero, una vez vista de cara la parca y lo vetado que para él estaba cualquier tratamiento, decidió darle esquinazo al sistema y buscarse la vida, nunca mejor dicho, procurándose soluciones medicinales alternativas. El tipo aguantó el tirón y el mes de existencia al que le sentenciaron, se transformó en años y el infortunio en negocio. Concretamente, el de proveer tratamiento a tantos infelices como por miles el SIDA había puesto en el patíbulo en aquellos ominosos años de marginación y abuso de las major farmacéuticas.
Así Ron como Oscar, fueron carroñeros de las desgracia, a la que sacaron pingües réditos, hasta que poco a poco, se convirtieron en repentinos paladines de sus víctimas. Más Schindler que Woodroof, que nunca terminó de abandonarse a la causa y siguió hasta el final viviendo de su buenismo libertario individualista.
De todo esto va esta nueva “Lista de Schindler” que no es tal lista, sino un club muy sui generis. De eso y de, paralelismos aparte, tener el privilegio de ver como un actor se hace acreedor de un oscar por méritos imposibles de escatimar. McConaughey está portentoso en pantalla, empleando su transformación física, hechuras y dicción para crear oro puro interpretativo. Cierto es que su personaje es agradecido, pero él actor tejano lo sobredimensiona. A ello contribuye, por momentos, la recuperación para la gran pantalla de un tipo que con similares armas actorales, nos brinda otro rol no menos memorable, aunque, en este caso, secundario. Jared Letto está en estado de gracia, lo que también le ha valido el reconocimiento de la Academia.
Y es que, lo que mejor retrata el ojo del realizador Jean-Marc Vallée, es la encarnación de personajes potentes, subyugantes, llamados a empatizar con el espectador. Otros aspectos de la cinta son menos lúcidos y hasta algo confusos. Es el caso de su narrativa, sobre todo en la segunda mitad, cuando del retrato de sus protagonistas se pasa a la peripecia vital, burocrática o, meramente, histórica del que todo biopic es esclavo. Ahí el filme naufraga, incluso en las intenciones meramente reivindicativas por ausencia de pulso y definición.

by @magnumcallahan
Harry Callahan
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