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España España · Madrid
Críticas de McTeague
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Críticas 20
Críticas ordenadas por utilidad
9
24 de febrero de 2011
22 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que, sí, esta película es una chorrada. Que nadie busque aquí la aguda sátira política de Ninotchka o el sano choteo de Ser o no ser; ni siquiera el trasfondo social o subversivo de “Un ladrón en la alcoba” y “Una mujer para dos”. Esto es escapismo puro y duro para tiempos de crisis, pero Lubitsch, puesto a ser superficial, decide tirar la casa por la ventana y hacer el escapismo más exuberante que se podía concebir en 1934. Ya desde el principio, como era habitual en sus operetas, la realidad se borra de un plumazo y nos situamos en un país imaginario de una Europa central de cuento, visualizada como un delirio entre art-decó, rococó y kitsch. Y a partir de ahí decide llevarnos en volandas, de canción en canción, de escenario imposible en escenario imposible, a través de una historia, como casi todas las suyas, de infidelidades sobre las que se hace la vista gorda en nombre del disfrute y la comprensión de las debilidades de cada uno. Pero la historia, evidentemente, es lo de menos. Lo más importante es meternos directamente en un sueño, en lo que sería el cielo si le dejaran a Lubitsch diseñarlo: flirteos y hedonismo eternos en escenarios extravagantes con fuentes que manan champán.

Pero para moverse por el cielo, claro, hace falta ligereza, y ahí es donde reside el mayor triunfo de Ernst. Si Eisenstein había demostrado pocos años antes que el montaje era una de las herramientas fundamentales del cine para generar sentimientos, enardecer al público y expresar ideas de la manera más intensa, aquí Lubitsch se propone demostrar, y lo consigue, que también es la herramienta perfecta para generar placer, y esta película es algo así como el acorazado Potemkin de los musicales, con permiso de Minnelli y Donen. Desde el principio los cortes llevan con fluidez insuperable de un personaje a otro y de una escena a otra, pero además poco a poco va introduciendo la magia, en la manera de hacer pasar los meses como páginas de un diario, en la manera en que el luto se convierte en alegría con un simple golpe de tijera en la sala de montaje, en la manera en que los personajes parecen volar de Marshovia a París, y una vez en París parece que las calles se doblegaran a los deseos de los protagonistas y se hicieran más cortas para que ellos puedan llegar antes a Maxim’s. Hay varias cumbres aquí en las que dan ganas de quitarse el sombrero ante la gracia de Lubitsch con los encadenados, como ese “Da-ni-lo” dicho por tres mujeres en tres puntos distintos pero convertidos en uno solo, como colofón perfecto a los múltiples “Danilos” con que se abre la película; (sigue en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
McTeague
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8
16 de junio de 2016
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Minnelli fue acusado (y, parece mentira, a veces todavía lo es hoy) de ser un mero decorador de escaparates (“windows” en inglés, la misma palabra que significa “ventanas”, lo cual tiene su importancia como se verá); pues con “La tela de araña” parece que encontró el material más perfecto para adoptar con orgullo el título de decorador, darle la vuelta, y callar la boca a esos críticos, haciendo una de sus obras más personales y fascinantes.

Una película que a veces es descrita, con una mezcla de asombro, burla y fascinación, como “la película de las cortinas”, esa película donde un montón de adultos supuestamente serios se vuelven más locos que los pacientes a los que intentan curar (estamos en un hospital psiquiátrico de los elegantes) por algo tan nimio como los trozos de tela que decorarán unas ventanas (“windows”, el decorador de escaparates Minnelli se rebela y revela). “¿Tan nimios?” nos pregunta Minnelli…

Nada más empezar Gloria Grahame, interrogada sobre si unas flores son para un funeral, pregunta “¿Por qué las flores tienen que ser para algo? ¿Acaso no les basta con ser bonitas y coloridas y alegrarnos la vida?”, y puede ser su personaje hablando de las flores, o de sí misma y su condición de mujer florero, como podría ser Minnelli hablando de su arte: “¿acaso a los que me critican por haber ganado el Oscar con “Un americano en París” frente a las seriotas “Un tranvía llamado deseo” o “Un lugar en el sol” no les basta con que mi película fuera bonita y colorida y les alegrara la vida”? Y después de lanzar esa pregunta al aire, se lanza con su tesis sobre las cortinas, cortinas que los pacientes pueden usar para expresar sus demonios internos, mientras los psicólogos las usan para afirmar su poder, o para halagar su propio ego, o para dar salida a sus frustraciones. Nueva pregunta de Minnelli: ¿“Creéis que doy más importancia al decorado o al vestuario que a los personajes o al drama? No señores, con el decorado o el vestuario se definen los personajes y se visualiza el drama, que en el cine hay que visualizar, no hablar”.

Pero el genio de la Metro predicaba con el ejemplo, y no se limitó a hablar de cómo unas cortinas pueden ser un McGuffin tan bueno como unas botellas de plutonio para revelar el corazón de los personajes y su drama, sino que, dicho y hecho, a través de unas cortinas hizo otro de sus grandes melodramas pasionales, crispados y lúcidos que, aunque el guión se empeñe en hablar con enorme obviedad de traumas y psicoanálisis, en realidad no trata de traumas y psicoanálisis, sino que, como los mejores melodramas de su autor, trata de la represión de la América de clase media y conservadora, de los matrimonios sin sexo, de las ganas de hundir al compañero por sus supuestas faltas morales cuando no puedes vencerlo profesionalmente… De la mediocridad y sus fantasmas, en definitiva. Se vale sobre todo de su estilo y su genio con el color, el decorado y el encuadre, porque como digo predicaba con el ejemplo que el estilo (las cortinas) lo es todo, pero se vale también de una Gloria Grahame pletórica, que con cada película parecía querer demostrar que era aún más gata en celo que en la anterior, y una Lillian Gish dispuesta a hundir su imagen angelical creando a una formidable vieja arpía. Ambas le dan al guiso más tensión dramática y emoción que el resto del impresionante elenco junto, pero tampoco están mal Bacall, Widmark o especialmente Boyer y Levant.

“La tela de araña” puede parecer una obra menor si uno se cree que su coartada psicoanalítica es el tema de la película. Pero si uno se da cuenta de que Minnelli está hablando de su propio arte, y haciendo además uno de sus melodramas sobre América y sus frustraciones, le verá toda su gracia y fascinación, que es mucha.
McTeague
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10
5 de octubre de 2011
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ejemplo cumbre de una vanguardia cinematográfica británica, el grupo “POOL”, que pretendía seguir a las vanguardias francesa, alemana y rusa cuando la llegada del sonoro y el inicial rechazo de la crítica (que recomendó a MacPherson hacer películas más comerciales y fáciles de entender) interrumpió su andadura, “Borderline” fue definida por el genial Pabst como la única película verdaderamente vanguardista que había visto.

Sin llegar a los extremos de Pabst, sí es cierto que pocas películas han unido a una clara voluntad de romper barreras formales, la de romper también tantas barreras temáticas, adelantándose tanto a su tiempo.

En cuanto a la forma, sería un error despachar los esfuerzos de MacPherson como meros seguidores de la estela rusa, cuando sus intenciones están más cerca del impresionismo cinematográfico francés de Delluc y Dulac y cuando en realidad son enormemente innovadores en sí mismos: el montaje no solo busca amplificar los efectos emocionales con una métrica medida, sino también buscar los mil detalles que nos dan información adicional sobre la psique de los personajes para que podamos completar un cuadro mucho más complejo de lo que una narración convencional permitiría, pero presentándolos, y aquí está el toque original de MacPherson, de manera tan fragmentada que el espectador necesariamente se debe implicar en lo que está viendo, ir uniendo las piezas poco a poco, las imágenes aisladas que se repiten rítmicamente hasta formar ese cuadro completo. Dicho de otro modo, MacPherson empieza dándonos los detalles, creando el ritmo, la cadencia y hasta el suspense por lo que significará todo, para que cuando descubramos a qué pertenecen esos detalles, dónde estamos y qué está pasando, ya comprendamos la complejidad de cada situación mucho mejor.

Y esto es precisamente lo que le permite ser tan atrevido en los temas: gracias a estos detalles, a esta presentación fragmentada que exige al espectador la implicación y la extracción de conclusiones, MacPherson puede esquivar la censura y, sin decirlo claramente, permite al espectador comprender dónde hay una relación homosexual, donde un adulterio, o dónde una relación interracial, y realizar uno de los primeros y más sinceros (sí, Griffith) cantos a la tolerancia y a la solidaridad entre excluidos. Rompiendo tabúes del fondo gracias a lo rompedor de la forma, el sueño de todo vanguardista.
McTeague
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10
23 de noviembre de 2011
18 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
James Whale escoge a la misma actriz, la incomparable Elsa Lanchester, para interpretar a la autora del libro “Frankenstein” y a la criatura que alumbran dos varones. Es decir, la autora de la “La novia de Frankenstein” es también la novia de Frankenstein: es su propia criatura. No es difícil deducir que, por extensión, James Whale es su criatura, el monstruo de Frankenstein.

Por eso ahora el Monstruo habla y por eso ahora es la víctima y no el asesino: Whale, homosexual en la América de los años 30, sabe lo que es ser perseguido, que lo intenten apedrear y quemar, que lo llamen monstruo y aberración contraria a la naturaleza y a los designios de Dios.

Pero todo autor es todas sus criaturas, no solo una, y Whale es también el Doctor Pretorius (Ernest Thesiger, homosexual como Whale), ese profesor loco, expulsado de la universidad… ¿por qué? Por “saber demasiado”, nos dice, con más pluma que un pavo real. Claro, que Pretorius es más viejo que el Monstruo, y como el diablo sabe más por viejo que por diablo, él, al contrario que el Monstruo, lleva mucho tiempo “odiando a los vivos y amando a los muertos”, ya se ha rebelado, y ha decidido contravenir toda ley humana y supuestamente divina y ponerse a engendrar monstruos con otro hombre, Victor Frankenstein. Sigan tirando de ese hilo y entenderán por qué el Monstruo derriba una estatua de un obispo en el cementerio, después de que no le dejen convivir en paz con otro hombre, el ciego, el único que le acepta como es, y por qué al final determinados personajes deciden que es mejor y más acogedor un mundo de dioses y “monstruos”.

La película funciona de maravilla como cuento fantástico lleno de sugerencias, sin necesidad de leer entre líneas. Whale utiliza con toda intención una iconografía (religiosa, pero también civil, que el linchamiento del monstruo es sorprendentemente parecido a los linchamientos de negros en la América de los 30) para crear momentos siniestros inolvidables y propios de una película de terror (ese banquete sacrílego sobre un ataúd, esa conversación en sombras sobre los cuentos bíblicos, la impresionante creación de la mujer…); pero también para contar la historia que le interesa, su historia, la historia de los supuestos freaks y monstruos que en esta película aparentemente de terror tienen toda la simpatía. Y por eso la película tiene tanto humor, ese que despista a los que acuden a esta película buscando un cuento expresionista de terror serio: porque James Whale, medio obligado por la productora a hacer una secuela que él no quería hacer, acaba dándose cuenta de que la puede utilizar para colar un gol por toda la escuadra a su productora, y lo que hace es reírse a mandíbula batiente de todos nosotros y de toda sociedad e institución que le llame monstruo, representados como estamos por esa histriónica, histérica y genial Una O’Connor cuya presencia también parece molestar a algunos. Normal, dado que Whale lo que quería era molestar.
McTeague
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9
16 de marzo de 2011
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
De las muchas versiones cinematográficas que se han hecho de la novela de Victor Hugo, ésta de Raymond Bernard es la más fiel, completa y emocionante que yo haya visto.

Dicho esto, y advirtiendo de que tampoco he visto tantas, creo que la fidelidad y la integridad con respecto del texto original no son valores positivos en sí mismos, sino simplemente una característica que quería poner de manifiesto para los que, como yo, puedan amar la novela. Lo que sí es un valor fílmico muy admirable, relacionado con esa fidelidad, es que se pueda condensar un texto que podría dar para una serie de unas veinte horas en unas cuatro horas (según la versión que se vea, ya que la película ha circulado con varios montajes). Y es que la película comienza maravillando por su perfecto sentido de la síntesis y el ritmo cinematográfico: con una narración depuradísima y un montaje sorprendentemente dinámico se cuentan muchos detalles de los personajes principales de vital importancia que suelen ser obviados por la mayoría de las versiones. Así, la película salta con agilidad pasmosa de Valjean a Fantine, de ésta a Javert y de éste a los Thénardier, regalándonos en el camino escenas de una aguda intensidad como el juicio de Champmathieu, con soluciones visuales muy imaginativas que consiguen transmitir en términos cinematográficos, sin palabras, esa “tempestad bajo un cráneo” de que hablaba Hugo al describir los sentimientos del protagonista. Y antes de continuar quiero dejar constancia de que Harry Baur interpreta al mejor Valjean que yo he visto.

Cuando la acción se traslada a París encontramos toques ligeramente expresionistas que dotan de un tono sombrío de la narración, y al estallar la revuelta de la calle Saint-Denis Bernard se atreve incluso con un montaje de influencia soviética que transmite toda la épica de la epopeya estudiantil.

Es, en definitiva, una obra eminentemente canónica, que traslada muy bien a lenguaje cinematográfico lo que era en esencia pura literatura, recurriendo con personalidad, imaginación y unidad de estilo a muchas de las herramientas e influencias estéticas acumuladas por el cine en sus primeros treinta años de vida, con el fin de capturar fielmente la complejidad del libro. La historia es tan apasionante como siempre lo ha sido, y está contada perfectamente de forma que, aunque no deje de ser literatura traducida a cine, el resultado es plenamente satisfactorio. Solamente una cierta precipitación narrativa en los últimos compases, y pequeñas ocasiones en las que el tono vira, extraña e improcedentemente, hacia algo que recuerda a la comedia sofisticada de los años treinta, empañan algo lo que es por lo demás una versión inmaculada. ¿Demasiado canónica? Quizá, pero la infinidad de versiones que hay demuestran que no es tan fácil hacer buen cine de semejante novelón, y el resultado es tan admirable, emocionante y hermoso que poco importan las disquisiciones sobre si es cine o es literatura.
McTeague
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