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España España · El Puerto de Santa María
Críticas de Jesus Gonzalez
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Críticas 79
Críticas ordenadas por utilidad
6
30 de diciembre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El fin de nuestro mundo tal y como lo conocemos, todo caos violento y en constante evolución, podría llegar de diferentes maneras; una de ellas sería de la mano de la muerte del libre albedrío. Eliminar de la ecuación humana su capacidad para el raciocinio es algo con lo que se ha jugueteado mucho en toda creación artística, desde la literatura —ahí tenemos la magnánima 1984 de George Orwell como ejemplo más conocido— hasta a través de uno de los vehículos ficcionales de mayor actualidad: el videojuego.

Assassin's Creed, adaptación del exitoso videojuego homónimo, es la nueva película de Justin Kurzel, aclamado autor de la última adaptación de Macbeth (2015) a la gran pantalla. La película repite varios de los problemas, no ya de las más recientes adaptaciones de videojuegos —Warcraft (2016) podría ser el más reciente ejemplo de ello—, sino del blockbuster actual: una aproximación demasiado cómoda e incompleta al mundo y a la mitología que la sustentan; un mal desarrollo de personajes que acaban siendo burdas marionetas incapaces de emocionar cuando les toca; y una rara sensación de espectacularidad hueca donde prácticamente nada nos importa, por muy trascendental que supuestamente sea todo lo que ocurre.

Debo decir que solo he jugado al primer videojuego de la saga, y aunque lo considero un acercamiento más que suficiente —la trama está bastante simplificada—, todo parece suceder con demasiadas prisas y de manera confusa para el espectador. Es más, es una película increíblemente mal narrada, y eso es algo que me extraña y me perturba, porque según su protagonista, Michael Fassbender, pretenden edificar sobre ella el inicio de toda una saga. ¿Cómo sostener el peso de una serie de películas en un origen que no dedica el tiempo suficiente a que sus escenas claves reposen y se asienten, ni nos da motivos de peso para que los personajes y sus motivaciones nos atraigan en demasía? Deberemos dar un salto de fe.

Con todo, la película posee un gran potencial: un buen reparto en el que Fassbender se ve acompañado por Marion Cotillard y Jeremy Irons entre otros; un mensaje potente y tenaz; una ambientación atractiva, y un acabado visual asombroso —ojo a la espectacular fotografía, a cargo de Adam Arkapaw—, pero deberían dejar de tomar al público por tonto (es inexplicable como Kurzel modifica tanto sus métodos narrativos de su anterior película a esta) y tener algo más de confianza en los espectadores, ya que estos errores se vienen repitiendo en muchas historias de emocionantes posibilidades, como la que nos ocupa, y la eterna decepción que finalmente provocan está empezando, creo, a cansarnos.
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Jesus Gonzalez
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8
14 de diciembre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Ayúdame a salvar a uno más” implora Desmond Doss desde lo más alto de un acantilado no muy diferente al que de pequeño solía escalar junto a su hermano. Le habla a Dios, pero no tiene tiempo para esperar una respuesta, pues ya ha divisado a otro compañero herido entre las rocas y el humo. Con las manos aún temblorosas por el esfuerzo y el miedo, se levanta de nuevo. La voluntad que lo mueve permanece férrea. Su convicción es infinita e imbatible.

Mel Gibson resurge del olvido al que lo había sometido el tiempo para dirigir su nuevo y esperado film, Hasta el Último Hombre (2016), una historia real —por imposible que pueda parecer— sobre un hombre y su extraordinaria participación en la 2ª Guerra Mundial, pero también el vehículo de un mensaje evidente, cuestionable y poderosísimo sobre la religión —en sus más fervientes formas—, la tenacidad de los ideales que esta misma conlleva, y el empuje de la fe.

Gibson utiliza la primera mitad de la cinta para presentar y definir a los personajes. Un breve y significante hecho en la infancia de Desmond (Andrew Garfield respira convicción) da paso a su adolescencia, en la que se enamora de Dorothy (virginal Teresa Palmer) y decide alistarse para servir a su país. La fase de instrucción del siempre radiante joven se convierte en una lucha empecinada contra todos —compañeros y superiores— por su inamovible objeción de conciencia: no piensa tocar un arma, pues su desempeño en el ejército consistirá en salvar vidas, no en arrebatarlas.

Una vez sentadas las bases de la tesis espiritual que prepara Gibson, la segunda parte de la cinta procede a su realización. El infierno que se desata en Okinawa durante prácticamente todo lo que resta de metraje puede calificarse como una de las mejores escenas bélicas del siglo XXI. No solo por el uso maestro de la narración que exhibe su director, también por el desenfreno de la acción, generosa en sangre, fuego y balas; nunca confusa ni irrelevante; y potenciada siempre por una multiplicidad de recursos técnicos que van desde un extraordinario uso de la cámara lenta hasta la más envolvente y alucinante edición de sonido.

La catarata de imágenes, todas ellas colocadas con sensatez para servir al apasionado mensaje de su director, se sustentan en el contraste continuo entre la violencia y la calma para equilibrar un film en el que todo parece cuadrar a la perfección; desde los momentos de humor protagonizados por el sargento Howell (Vince Vaughn) hasta los puntuales sustos provocados por el abstracto ejército imperial japonés. Un milagro —tanto por el desarrollo de los hechos como por la resurrección de quien los filma— que no parece real, pero que definitivamente lo es.
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Jesus Gonzalez
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7
1 de octubre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces se hace necesario dar dos pasos hacia atrás para observar con claridad el presente. Alberto Rodríguez está haciendo más por la culturización de la juventud en la historia reciente de España que cualquier ministerio de educación que se preste. Aunque, como todo buen narrador de historias, se deje llevar por la irresistible tentación de ficcionar determinados hechos para transformar, mediante el lenguaje audiovisual, la clase de historia en un cautivador thriller que atraiga a la mayor cantidad de público posible.

En “El Hombre de las Mil Caras”, basada en el libro homónimo de Manuel Cerdán, se narra la increíble historia real que Francisco Paesa (Eduard Fernández) protagonizó en los años 90, engañando a todo el estado a través del inverosímil caso de corrupción que llevó a Luis Roldán (Carlos Santos) a huir de España y convertirse en el prófugo más buscado de la historia de nuestra democracia. Desde el principio se nos advierte: “Esta es la historia de un mentiroso”, y es que nadie, ni el propio Rodríguez, podrá llegar a definir con precisión a Paesa como persona, quizás sí como personaje, vistiendo una de sus múltiples e impenetrables máscaras, esas que tanto le gusta usar, como buen espía, para ocultar sus más profundos secretos y ambiciones, disfrazando así la abstracta realidad de su enigmática y magnética figura.

El estilo narrativo que adopta Rodríguez, algo apartado de lo visto anteriormente en “Grupo 7” (2012) y “La Isla Mínima” (2014), se aferra a ciertos elementos expositivos para condensar una historia inabarcable en sus múltiples e intrincados senderos, utilizando al personaje de José Coronado para añadir una voz en off que, en ocasiones, hace un vago favor a la frescura de la película; todo lo contrario a lo que sucede con la ingeniosa inclusión de imágenes reales de los informativos de la época, que aportan solidez y credibilidad a un relato rico en enredos y falsas apariencias. A todo aquél que haya visto la serie “Narcos” (2015) le sonará mucho todo lo que digo.

Con todo ello, la película posee un subtexto lo suficientemente rico como para recordar a todos aquellos lectores del ya extinto Diario 16, que seguimos viviendo en una realidad calcada a la de hace dos décadas, marcada todavía por el horror que causó ETA y la brutal respuesta de los GAL; por los estrafalarios y sonrojantes casos de corrupción política, tan bien documentados por los medios de comunicación y tan mal llevados por los sistemas de justicia; y por la actuación de unos desconocidos espías españoles que, aunque fuesen más de chequera, también llevaban pistola. Una realidad que seguimos siendo incapaces de cambiar. Será por eso de que en España, los que viven son españoles.
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Jesus Gonzalez
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5
28 de julio de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tarzán, el rey de los monos, ahoga su inconfundible grito de guerra en finas tazas de té que sujeta con sus gigantescas manos, mientras se presenta en sociedad como el Lord Greystoke que siempre fue, un burgués llamado John Clayton III, que decidió cambiar las lianas de la jungla congoleña por sedosas cortinas anglosajonas y vivir con su amada Jane lejos de los interminables peligros de la naturaleza, dejando atrás todo rastro de familia y origen.

David Yates sitúa esta inédita historia sobre el hombre mono tras los hechos acontecidos en Greystoke, la leyenda de Tarzán (1984), con la intención de adoptar un nuevo enfoque sobre el personaje de Edgar Rice Burroughs, pero sin llegar a abandonar sus más arraigadas características. Tarzán (Alexander Skarsgård) se verá obligado a volver a su verdadera tierra natal, acompañado de su esposa Jane (Margot Robbie) y de George Washington Williams (Samuel L. Jackson) para investigar los oscuros planes del capitán belga Leon Rom (Christoph Waltz).

La narrativa de Yates, algo indecisa en su apuesta por lo novedoso, descansa sobre flashbacks que rememoran acontecimientos pasados de la vida de Tarzán, lastrando el ritmo de un primer tercio algo irregular y pausado. Progresivamente, la película toma carrerilla gracias a la espectacular recreación de la selva y su fauna, aunque ciertas escenas no eviten caer en un misterioso “déjà vu”, más teniendo aún reciente el visionado del remake de El Libro de la Selva (2016), con el que la cinta guarda ciertos paralelismos, tanto en el apartado estético, como en el tratamiento, a ratos, naturalista del mensaje.

Si observamos más allá del complejo entramado argumental que, actualmente, caracteriza a este tipo de Blockbusters modernos, observamos cierto renqueo en el desarrollo de sus subtramas e incluso en la resolución de algunas acciones; poco desarrollo de personajes que a priori resultaban interesantes; y, a veces, cambios bruscos de tono que devienen en usos algo forzados del humor, como si la película intentase crear un producto siguiendo una serie de instrucciones que no terminan de encajar con las ideas de partida, conformando piezas a medio camino entre lo clásico y lo moderno, pero sin llegar a pertenecer a ninguno de estos ámbitos por completo.

Algo así debió pasarle a Tarzán, un hombre con raíces humanas arraigadas en un territorio hostil e indomable que acabó convirtiéndose en el único hogar posible, en la única patria aceptable, pero que siempre se mantuvo reacio y dubitativo sobre su pertenencia real a cualquiera de los mundos que llegó a habitar, hasta que, finalmente, desde la pasión y la paz que despierta la vuelta al hogar, pudo encontrar en su propia familia la clave que da sentido a toda una leyenda.
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Jesus Gonzalez
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6
15 de junio de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me da la sensación de que a Duncan Jones ha podido venirle muy grande su intrusión en el mundo de "Warcraft" (2016) y no porque sea mal director, sino porque sus anteriores trabajos, “Moon” (2009) y “Código Fuente” (2011), ocurrían en espacios reducidos y poseían repartos pequeños que le ayudaban a abarcar el género de la ciencia ficción de manera minimalista y, de paso, a camuflar unos defectos que ahora se vislumbran notoriamente en el claroscuro constante que supone la presentación de este gigantesco universo de Blizzard, con la dificultad añadida de que debe adaptar, desde la posición del blockbuster taquillero, un videojuego que ha sido capaz de robar madrugadas enteras a hordas ingentes de adolescentes, un público que podríamos considerar tan selecto como limitado.

El portal de entrada a lo que ya apunta como una nueva saga cinematográfica del género fantástico deja mucho que desear, sobre todo en los aspectos visuales y de producción, basados en demasía en el uso del croma, el CGI y demás efectos visuales artificiaros, que si bien funcionan al recrear a determinados personajes como el de Durotan (Toby Kebbell), el enorme jefe Orco del clan de los Lobos Gélidos, fracasan estrepitosamente en la presentación de escenarios, faltos de entidad, detalles y complicidad; así como en las escenas de acción, demasiado difusas como para causar la impresión que deberían.

Aun así, Duncan Jones se arriesga en la adaptación acérrima de la mitología Warcraftiana, lo que le honra y a la vez casi le condena definitivamente en los dos primeros actos de la película, durante los cuales los Orcos inician la conquista del pacífico mundo de los Humanos, trayendo consigo la guerra, el vasallaje y la muerte. El desenfreno toma las riendas narrativas del film para presentarnos a un sinfín de personajes de diferentes razas y culturas, sin tiempo para que el espectador asimile conceptos y elementos que, de otro modo, hubiesen resultado interesantes, sobre todo en lo que respecta a las tradiciones y creencias de los Orcos, tan ilógicas como pasionales.

Cuando la peli se asienta, aunque quizás tarde demasiado, se atisba un tenue rayo de esperanza, gracias principalmente a un trío protagonista que consigue sobrevivir a la indiferencia mediante pequeñas confesiones personales y grandes actos heroicos, destacando a Lothar (Travis Fimmel) el líder de los humanos tocado por la pérdida; Garona (Paula Patton) una orca mestiza inadaptada y rebelde; y a Khadgar (Ben Schnetzer) un inmaduro aprendiz de mago que huyó de su destino. Es entonces, en el clímax final del tercer acto, cuando de entre toda la oscuridad anterior, surge inexplicablemente la luz. Ya veremos en las posteriores secuelas, que seguro vendrán, si ese último y alentador fulgor merece verdaderamente la pena.
Jesus Gonzalez
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