Una estupenda película, confusa, como corresponde a la época que trata de retratar, es decir, el que la película resulte confusa, difícil de comprender en el devenir de sus escenas, historias, temas y personajes, no es en este caso un defecto, sino una de sus principales virtudes, puesto que no hace sino incorporar a su tejido creativo la confusión que caracterizó aquellos años: esa infeliz patochada que fue el mayo del 68 queda perfectamente plasmada en las imágenes del film. Los "hijos de papá" que la protagonizaron atraviesan las secuencias del film cargados con sus problemas vitales y sus aspiraciones a cuestas y van dejando tras ellos el vacío y la destrucción, camino de entrar en la edad adulta y obtener aquél lugar al que creen tener derecho. El mismo sentimiento de repugnancia que me despertaron los acontecimientos de mayo lo vi renacer en mí, pese a los años pasados y el poso de la historia.

Una carnosa rubia, que aparenta bastantes más años de los 32 que tiene en realidad y que se pasa tres cuartos de la película mostrando esas carnes que le han valido el calificativo de carnosa, quiere salir del club de baile en que aparece en las primeras escenas para aprender el oficio de fotógrafa y hacer carrera en Nueva York.
Se trata de un producto de serie B o C que, no obstante, se deja ver sin arrugarnos el entrecejo como muestra de desagrado. De los actores que desfilan por la pantalla no conozco a ninguno, con excepción de Richard Crenna. Y del director, William Seiler, recuerdo una película, "Guantes grises", que cuando se estrenó, allá por los primeros cincuenta del pasado siglo, no pasó desapercibida e incluso algo más que eso. Fue una película de guerra y traición que no deja de tener su interés.

Un auténtico bodrio; inconsistente, sin ninguna gracia, pretendiendo tener la inspiración de Woody Allen. Lo único que se puede decir en positivo de ella, y, encima, puede ser tildado de machista es que Alice Taglioni es una monada. Del resto de la película, ni Patrick Bruel, un buen actor con carisma y presencia, se salva de la quema. Con decir que abortamos la proyección sin dejarnos ganar por la curiosidad del final está todo dicho.

Si de alguna película puede decirse que se halla en abierta contradicción con el Zeitgeist de nuestra época es ésta. Tras la secuencia inicial, que nos presenta al Padre Brown detenido por la policía como ladrón, debido a lo peculiares que son sus procedimientos pastorales, sigue un significativo sermón dominical sobre la Gracia y la igualdad del ser humano ante el mal para cerrar la película con otro sermón sobre la parábola del Hijo pródigo. ¡Toma castaña!
No faltaría más que leer el resto de críticas que otros colaboradores de esta página han colgado en ella para darse cuenta de lo atinado de mi aseveración: es una película que no cumple ni uno solo de los preceptos que actualmente se exigirían o mejor se exigen a cualquier proyecto cinematográfico. Canta como una calandria si se la compara con cualquier película recién salida de las fábricas de productos cinematográficos al uso. Es una película religiosa, profundamente religiosa y que recoge gran parte de lo que pudiéramos llamar la esencia del Cristianismo, desde el concepto de Gracia hasta el de libertad, pasando por cuestiones tan fundamentales para el cristiano como el sentido de la vida o la resurrección de la carne.
Yo me pregunto en este orden de cosas, es decir, en el orden de la comprensión de las claves que se ofrecen al espectador para que descifre los sucesos del guión, cuántos espectadores actuales de esta película son capaces de comprender el motivo que el padre Brown aduce para explicar cómo ha conseguido descubrir quién es su antagonista Flambeau en la escena de la cafetería parisina y que tiene que ver con un bocadillo.
Y es que conviene no perder de vista en ningún momento que el autor del texto Gilbert K. Chesterton es un converso al catolicismo, como tantos otros hubo en la Inglaterra de las postrimerías del siglo XIX y principios del XX, conversiones algunas de las cuales causaron una auténtica conmoción en el mundo social, literario o político del Reino Unido, como pudo ser la del que luego sería Cardenal Newman, en 1845, la del escritor Maurice Baring, en 1909, o ésta de G.K. Chesterton en 1922. Por otra parte, menos convendría, a la hora de juzgar El detective, pasar por alto el hecho de que su actor protagonista, el inmenso Alec Guiness, se convirtiera también al catolicismo unos meses después de haber terminado la película. Quiero decir que, con mayor o menor acierto en su desarrollo, hay mucha sinceridad, mucha autenticidad en este guión, y que no es justo calificar de moralina, es decir, de moralidad inoportuna, superficial o hipócrita, actitudes morales en las que los autores se jugaban personalmente mucho.
Quien esto suscribe no es creyente, ni tan siquiera aceptaría ser calificado de agnóstico, y se hallaría probablemente mucho más cómodo bajo el calificativo de ateo, es decir, aquél que considera que, puestos a decidir sobre la existencia o inexistencia de Dios juzga que, sin tratar de salirse del marco de profunda oscuridad en que vivimos desde el instante en que llegamos a este mundo hasta el momento en que nos vemos forzados a abandonarlo, quizá lo más sensato sería creer que estamos solos.

Me duele tener que titular así una crítica a una película en la que intervienen actores tan queridos como son Philippe Noiret, Isabelle Huppert o Stéphane Audran, pero "Amicus Plato, sed magis amica veritas", y la verdad es que las dos horas que dura se me han hecho eternas. Suerte del mando que te permite acelerar el discurrir del film por la pantalla. Para empezar, no soy aficionado a la novelística de Jim Thompson, y en concreto "1280 almas", la novela que utiliza Tavernier como base de su cinta, no me gusta nada y me aburrió tanto cuando intenté leerla como me ha aburrido la película esta noche. Los personajes carecen de interés y de profundidad y las relaciones que entablan entre ellos son tan inconsistentes como incomprensibles. En fin que a mi entender es una película que no hay por donde cogerla y mejor dejarla quieta en la estantería o durmiendo en el disco duro.