"La estrella azul", opera prima de Javier Macipe (2023) basada en la fugaz vida de Mauricio Aznar, líder de la esencial banda zaragozana de rockabilly Más Birras. La película tiene como punto de partida el aspecto más sorprendente y desconocido de Mauricio (al menos para el gran público), su hastío profesional y sus demonios personales y su viaje a Argentina en busca de inspiración y sanación, un viaje físico y espiritual a Santiago del Estero en el que conecta con la familia de Don Carlos Carvajal, un autor de numerosas canciones de éxito que subsiste en el ostracismo, que lo acoge y lo impregna de su música, las costumbres y afecto.

Precisamente este segundo acto que transcurre en Argentina es lo más hermoso de la película, con cierto tono documental y de profundo realismo (ciertos elementos de realismo mágico), mostrando el costumbrismo y la falta de recursos de una región evidentemente sumida en el abandono y la escasez, que encuentra en la música consuelo, algo parecido a lo que vive el propio Mauricio. Finalmente el regreso a Zaragoza y a una realidad repleta de nostalgia, sueños incumplidos, incomprensión y el final ya conocido.

Un magnífico viaje a la vida de un músico formidablemente interpretado por Pepe Lorente, tratado con enorme cariño y comprensión por el director, una oportunidad de conocer al hombre que había detrás de Más Birras. Desde luego nunca volveremos a escuchar igual sus canciones.

“The Sparks Brothers" (2021), documental basado en la longeva historia de la banda californiana de los hermanos Ron y Russell Mael, que no es precisamente una banda de mi completo interés, salvo periodos en los 70 en los que desde el glam y el pop colaboraron con Toni Visconti o Todd Rundgren. Después fueron precursores de la música techno, la electrónica, el synth pop o la new wave. Un caso muy curioso de banda que ejerció notable influencia en otras muchas a lo largo de su seis décadas de historia, como T-Rex, Kinks, Paul McCartney, Queen, B-52s, Pet Shop Boys, Franz Ferdinand o Prodigy, para acabar retroalimentándose del trabajo de la obra de todos ellos.

El documental es sumamente interesante pese a lo excesivo y falto de una vertiente crítica (es obvio que el director, Edgar Wright, es un enorme fan de Sparks), pero deja de manifiesto la singularidad de unos músicos que los convierte en únicos y muy especiales. Un ácido sentido del humor, su entusiasmo y capacidad de trabajo y de adaptarse (y adelantarse) a cualquier corriente, su presencia casi fantasmal en la industria, pero sobre todo me ha llamado la atención la relación entre los dos hermanos, por momentos no pareciera una historia real. Una relación a lo largo de los años carente de conflictos, plena de cariño, apoyo y respeto, de confesa mutua admiración, inseparables en cada hundimiento y en cada resurgir. ¿Verdad o no tanto? Y qué más da.

Edgar Wright ofrece un relato lineal y minucioso de la historia de la banda, detallado quizá en exceso, en la que se suceden testimonios de numerosos músicos, gente del mundo del espectáculo y productores de diversas generaciones, desde Giorgio Moroder, Visconti, Todd Rundgren hasta miembros de New Order, Sex Pistols, Duran Duran, Foo Fighters, Red Hot Chili Peppers, Sonic Youth, Franz Ferdinaz, Beck, Erasure y muchos más, todos entusiastas explicando lo importante que han sido Sparks en sus carreras. Ni una nota disonante, salvo alguna referencia a Pet Shop Boys cuando les preguntaron por su deuda con Sparks.

Pero lo mejor sin duda son las mil y una anécdotas de los dos hermanos, su cotidianidad y su simpatía, lo cierto es que me ha encantado conocerlos. Finalmente, esto es cine y nada más.

"Figures in a Landscape" de Joseph Losey, espléndida y austera película de 1970 sobre la huida de dos hombres (desconocemos circunstancias y lugar de los hechos) y la implacable persecución a la que son sometidos, fundamentalmente por un fantasmal helicóptero convertido en una máquina de caza cuyas apariciones convierten la historia por momentos en una film de terror (planos desde el interior de la cabina, música inquietante, el asedio al que somete a sus víctimas como si fueran hormigas), adelantándose en unos meses a "El diablo sobre ruedas" de Spielberg.

Una película basada fundamentalmente en la interpretación de los actores y el escenario físico en el que trascurre. Robert Shaw y Malcolm McDowell interpretan a los personajes, ofreciendo ambos un abrumador despliegue físico (durante buena parte de la historia mantienen las manos atadas a la espalda). No faltan las temáticas habituales del director; lucha por el poder y la dominación, diferencias sociales y de clase, nihilismo o excesos y falta de escrúpulos por parte de la autoridad (impresionante la escena de la quema de las cosechas de los agricultores).

Y el paisaje, un paisaje árido, seco, desértico, que forma parte de la acción y que impregna el interior de los personajes hasta asfixiarlos. Un paisaje polvoriento compuesto por matorral y monte bajo, grandes extensiones de olivar ocupando material margoso y arcilloso con escarpes calcáreos bastante característicos y elementos peculiares como extensas ramblas. Todo esto me era extraordinariamente familiar durante el visionado, supuse que estaba rodada en Andalucía hasta que apareció Sierra Nevada en el horizonte, absolutamente inconfundible. La película fue rodada en Granada durante cuatro meses en Granada durante cuatro complicados meses, teniendo que esperar la aparición de la nieve para las escenas finales.

Muy recomendable en cualquier caso, en España se llamó "Caza humana", mucho menos atinado que el título original.

Realmente lamento no haber podido disfrutar en su día de "Los asesinos de la luna" (Killers of the Flower Moon) de Martin Scorsese en cine, qué rabia. El nuevo encuentro con el maestro siempre es emotivo y gratificante, Scorsese dignifica su oficio y el cine americano en tiempos complicados.

"Los asesinos e la luna" es un portento de película, una narración perfecta y de extremada belleza, una tragedia contada de forma meticulosa con un hondo pesar y solemne respeto por parte su autor, lo cual se transmite en cada plano, en cada línea de diálogo, una masacre que como cuenta David Grann (autor de la novela original), sigue ocurriendo en cada rincón de mundo en el que existen intereses económicos porque la avaricia, la ambición y la deshumanización de los pueblos casi nunca se para en nada.

Unos hechos según cuenta Grann, sepultados en la historia y ocultos durante décadas, el asesinato en serie de una tribu de indios Osage de una reserva de la Oklahoma de los años 20 cuyos responsables resultaron ser los vecinos blancos, políticos, hombres de negocios, amigos e incluso seres queridos, que se hicieron pasar por protectores de los Osage, se infiltraron en sus familias (interesante como los hombres blancos se van desposando con las herederas) y que deseaban su fortuna y sus tierras ricas en explotaciones petrolíferas.

Tres horas y media de western y thriller que transcurren con una narración armoniosa, sencilla y efectiva, con una constante sucesión de acontecimientos que justifican un metraje óptimo y con un trío de personajes principales muy poderoso en torno a los que avanza la historia, interpretados por Leonardo DiCaprio, Lily Gladstone y Robert De Niro, espléndidos los tres. Y con un uso de la violencia mucho más contenido (al igual que en "El Irlandés") que el del Scorsese de otras etapas, una violencia mucho más implícita y sutil (impresionante en este sentido el personaje de Robert DeNiro).

Espacios abiertos y escenas íntimas con una luz tenue y escalofriantes claroscuros de su habitual colaborador Rodrigo Prieto y una muy banda sonora que incluye blues, folk y música indígena, géneros en los que era un verdadero especialista Robert Robertson que firmó su último trabajo. Y para los amantes de la música, resulta curioso ver en la pantalla a Jason Isbell (con un papel notable), Charlie Musselwhite o Sturgill Simpson entre el reparto.

Considero que lo menos afortunado de Night Country, la cuarta temporada de True Detective concebida por Issa López, no es el posicionamiento un tanto maniqueo y tendencioso que pudiera transmitir y la simplicidad con la que se afrontan diversas controversias (aunque esto parece ser lo que más ha molestado a algunos seguidores de la serie), ni siquiera la amoralidad que subyace en el comportamiento de prácticamente la totalidad de los protagonistas. Lo más opinable es la escasa exigencia con la que se tratan algunos asuntos y se resuelven algunas tramas (o directamente como se pasa de puntillas por las mismas), lo inexplicablemente ridículo de algún personaje (la señora espiritual que vive sola en la casa es de no creer) y un último episodio que por desgracia se hace largo, cansino y decepcionante.

Por lo demás, los elementos fantásticos están bien generados y la composición de los personajes principales me parece correcta. Y sobre todo, algo que la emparenta con las anteriores temporadas, especialmente con la primera, y es como se consigue otorgar a la ambientación y al paisaje un protagonismo brutal en la historia; manifestándose como la opresión y la negrura de la noche sin fin puede devenir en pánico y locura. Esto me parece brillante, los paisajes desérticos nocturnos provocan suficiente desasosiego, intentando buscar conexiones con La Cosa de Carpenter, Fargo o El Resplandor de Kubrick, aunque cualquier referencia está muy traída por los pelos.

No me ha decepcionado pues tanto como a la mayoría de seguidores de True Detective, que parecen un colectivo bastante peculiar y tendente a la ofensa, pero sí que deja la sensación de oportunidad perdida y desde luego deja a las claras que se trata de un producto menor.