Incluso el tesoro, una vez hallado, resulta ser unas prosaicas acciones de Mercedes Benz. El director renuncia a cualquier giro que atente contra la cotidianidad, incluso en situaciones que se hubieran prestado a ello: cuando los protagonistas son descubiertos por la policía, cuando les tasan sus acciones, cuando uno de ellos introduce cambios en el reparto del dinero… Situaciones que se resuelven sin contratiempos y fuera de cámara; del mismo modo que deja en evidencia nuestro paladar cinematográfico "made in Hollywood" cuando descubrimos que el dispendio en joyas del protagonista no es para su mujer, ni para la amante que (pese a la incredulidad de su jefe) no tiene, sino para repartirlo entre los amigos de su hijo, al más puro estilo Robin Hood.

Como en otras películas, esa búsqueda denodada de la normalidad es el principal defecto de ésta. Por un lado, la renuncia a que en la historia pase nada extraordinario hace que el minutaje se cargue excesivamente en la búsqueda del tesoro en el jardín, un tanto pesada y repetitiva; por otro, la interpretación de los actores resulta fría: se echa de menos algo de garra en momentos como las discusiones entre el vecino y el dueño del detector o cuando les es revelado el alto valor de las acciones; sin que los frecuentes y muy bien administrados toques de humor basten para sacudirnos esa impresión. Todas las emociones se condensan en la escena final, y corren a cargo de los niños que se abalanzan sobre las joyas, en contraposición a la frialdad que han exhibido los mayores a lo largo del filme.

Se adivina en la película una carga contra las convenciones cinematográficas suministradas por Hollywood, una carga como las que las que periódicamente han surgido en la corta historia del cine —neorrealismo, Nouvelle vague, Dogma 95…—, menos efectista pero igual de efectiva. Como efectivo resulta el "Life Is Life" con que concluye: una versión de Laibach (todo un descubrimiento) que mejora el original, aquella insufrible cancioncilla perpetrada por unos austríacos de cuyo nombre quisiera olvidarme.

Excelente trasposición del asunto del quijotismo (incluso con ribetes kantianos) a la Bulgaria del s. XXI, inmersa en el amargo despertar de la utopía capitalista: corrupción generalizada, política reducida a propaganda, sueldos de miseria y el sálvese quien pueda y el último que apague como consignas. En medio de ese paisaje tan conocido a ambos lados del telón se desenvuelve nuestro héroe: un solitario con problemas para relacionarse, carencias afectivas (y probablemente mentales) y un sorprendente sentido del deber y la honradez que lo lleva no sólo a devolver el dinero encontrado en la vía del tren, sino a aprovechar su minuto de gloria con el ministro de Transportes para denunciar los robos de combustible de sus compañeros. Los realizadores, soslayando las posibilidades cómicas de la historia (aunque sin renunciar a pinceladas de humor muy bien dosificadas; algunas de ellas magistrales y llenas de segundas intenciones, como la de la protagonista tapándose con una bandera de la Unión Europea al ser descubierta en paños menores) se dedican a diseccionar nuestro mundo, donde la única moral válida es la que da provecho y donde el que actúa “como debería” es directamente un imbécil —que acabará convertido en un monstruo por su mala cabeza— del que todos intentan aprovecharse y al que se abandona una vez usado. También el periodista incómodo, para quien la denuncia de las corruptelas gubernamentales es sólo una forma de ganar audiencia y saldar cuentas personales con el ministro.

El otro eje de la historia es Julia, jefa de prensa del ministro metida en un engranaje enloquecido que la impide pararse a pensar sobre la ética de su proceder, regida por la cada vez más extendida moral del trabajo bien hecho; lo que para ella implica una doble carga: amén de ser eficaz, ha de cuidar su aspecto (curiosa su obsesión por secarse las axilas) y tampoco puede olvidar su papel tradicional de esposa y futura madre. Una interesante reflexión sobre lo difícil que es para una mujer cumplir con todo lo que la sociedad actual exige de ella. Igual que en el caso de Tsanko, tampoco acaba bien parada cuando decide obrar con arreglo a los códigos morales "tradicionales".

El ritmo narrativo no decae en ningún momento; no hay nada que falte ni sobre (bueno sí, sobra la cámara en mano pero a una buena película se le perdona todo) y para colmo de bienes las interpretaciones de ambos protagonistas son soberbias, sin que el resto desentone en absoluto.