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España España · Pamplona
Críticas de Telefunken
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Críticas 44
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
7 de diciembre de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo no guardar en la memoria el mismo sentimiento de asco y horror, el mismo desconcierto que en mí produjo la escena de 'Benny's Video'; y eso que me escudaba con el fueracampo de Haneke y con mi propio fueracampo de espectador traumatizado que necesita mirar a otro lado.
Shocks de semejante calibre acontecen en el tiempo pausado de la película, concebida a modo de trinchera de la que uno sale al observar la cabeza ensangrentada, trinchera a la que regresa para -en la compañía de los planos fijos rutinizantes- tratar de articular los pensamientos derivados de la contemplación de la aséptica masacre.
Michael es un cineasta moderno que nos obliga a perseguir certezas, a zafarnos del golpe y encontrar por el pasaje oscuro una brecha de luminosidad. Otros cineastas habrían optado por un protagonista sencillamente malvado, el demonio que tranquiliza al espectador mediante la asignación fácil de categorías ontológicas y morales.
Al principio, en Benny, atisbamos la gestación de un mal bicho, socializado no por exceso sino por defecto. Los minutos se encargarán de corregir lo que a todas luces es una percepción equivocada: en Benny está la sociedad, y está en plena erupción.
Sin embargo no hay menos comodidad -que la del maniqueísmo cinematográfico- en esa otra asignación por la cual nos explicamos toda la problemática de la película aludiendo a una Austria negra y sentenciando algo como "Haneke aborda el alma austriaca", punto final. A mí francamente Austria me trae sin cuidado. Pero sí que me hiela la imagen en la que un niño bordea la muerte, como pisando de puntillas las rocas que dan al acantilado. Estamos -por vía de abducción- ante una historia de cómo la habituación a la violencia -en el contexto de los años noventa, las cintas, la opulencia y la desatención- abre la puerta al morbo de la agresión y las vísceras, y de cómo, llegado ese punto, rebosante de munición, un mero movimiento se convierte en gatillo.
Telefunken
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6
8 de octubre de 2013
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Empiezo a pensar que este tal Ozu no es lo mío. Juzgando más que nunca desde la subjetividad, debo reconocer que me resulta anodino, pesado como una losa en la sistematicidad de sus planos, redundante en sus temáticas y figuras argumentales. En 'He nacido, pero... Pero' vemos a una pareja de crios en la que el rol dominante y revoltoso recae sobre el mayor, mientras que el menor se nos aparece como el hermano dependiente, gracioso en su rebeldía no meditada y condescendiente. Una fórmula parecida se repite en la ya sonora 'Buenos días', y se mantiene aunque con menos relevancia en estos 'Cuentos de Tokio'. El hermano mayor y el hermano pequeño, siempre iguales, una constante en Ozu que, o te encandila, o te hace reaccionar con un "venga ya, ¿otra vez?". Su estilo tampoco parece contener nada inaudito en el curso de su filmografía: cámara a 90 cm, planos fijos de contenidos invariables (bien construidos, por otra parte), interlocutores que se dirigen sempiternamente a la cámara participando así en una manera de rodar que no se aleja mucho de la técnica plano-contraplano en lo que respecta a carencia de originalidad. Los espacios cerrados hacen el resto en el camino de generar una sensación de claustrofobia cinematográfica mayor. Solo el interés antropológico de la cinta y el talento de Ozu para captar rupturas culturales significativas merecen a mi entender el aplauso.
Telefunken
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10
3 de agosto de 2013
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuesta creer que el segundo y temprano largometraje de Buster Keaton fuera una de las mejores películas de humor rodadas hasta la aparición del sonoro. Precedida de la imperecedera gracia de Chaplin (‘El chico’) y de los ya pirotécnicos cortos del propio Keaton (‘Vecinos’, ‘Una semana’), ‘La ley de la hospitalidad’ recoge el potencial cinematográfico de sus trabajos anteriores y lo exprime durante 75 minutos, con una novedad: el buen hacer ya consagrado del maestro queda ahora sazonado por un refinamiento en la comedia que otorga a nuestro héroe el título de pionero del humor inteligente (o, si se prefiere, del humor menos tontorrón), como si se tratara del bendito, irrepetible y silente intermediario entre el slapstick y las primeras idas de pinza de Woody Allen.

El humor que Keaton nos lega en esta película parece casi emancipado de la bufonada y del golpe indoloro como motor de la risa (pese al vejete que se desnuca contra los raíles y a ciertas secuencias finales); se genera no tanto desde lo que ocurre sino desde lo que no ocurre y por la manera en que no ocurre. Sorprende igualmente el brío con el que un argumento de corte trágico es resuelto en una comedia donde toda acción conducente a la desgracia queda redirigida con desternillantes consecuencias (véase al joven McKay, un Santiago Nasar consciente, pugnando ingeniosamente por escapar de la casa). La escena de la cascada salvadora representa esto mismo, solo que en ella el chiste es sustituido por una fantasía aplastante capaz de poner los pelos de punta a través de la construcción del plano.

En verdad, ‘La ley de la hospitalidad’ trasciende el humor; su creatividad se desplaza también hacia la producción del suspense (adelantándose al Hitchcock que todos conocemos y en especial al de ‘North by Northwest’; ¡qué no estaba inventado para 1930!) y hacia la gestión de las escenas de acción, en las que Keaton siempre se ha movido como pez en el agua, cual abuelo de Jackie Chan. Las tres partes de la película (viaje en tren, vicisitudes con los Canfield, persecución por todo lo alto; introducidas por esas primeras imágenes cuya insistencia atmosférica anticipa la de Sjöström en ‘El viento’) vendrían a representar tres niveles de posibilidad cinematográfica (surrealismo, suspense y acción), desde la aguda serenidad de una decimonónica 42nd Street y de un pobretón que opta por atacar al maquinista para llevarse unos maderos, pasando por las miradas cruzadas en la cena con los Canfield y terminando con la clásica imagen de un Buster Keaton con cada pierna sobre una superficie que se va separando de la otra.

Imposible no reírse, imposible no identificarse con el joven McKay (que sin recurrir a sentimentalismos charlotianos escala igual o incluso más alto), imposible no palpar la tensión de la última parte, imposible no reconocer decenas de gags e ideas que cineastas posteriores tomarían prestadas. Ni siquiera el tópico del amor redentor contamina el ardoroso genio con que Keaton rubrica la película en el inmenso plano final, síntesis de lo mejor que este hombre nos ha dado.
Telefunken
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8
30 de julio de 2013
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Diez años después del primer tesoro cinematográfico, aparecía este mediometraje, con idéntica estructura narrativa (preparación de la loca empresa, trayecto, llegada al lugar enigmático) pero sumando más medios, más minutos, más sorpresas y más trucos. Méliès realiza aquí uno de sus últimos y más dignos trabajos, después de varios años en los que -como indica Javier Memba- la Edison le ha estado copiando ideas y técnicas sin apoquinar un dolar, en un momento en el que la Pathé señala el rumbo a seguir en la industria cinematográfica y el avance imparable en la concepción y práctica del cine relega a nuestro francés a un asiento no demasiado cariñoso.

Quizás "el mundo" ya estaba cansado de los mismos cartones y de los mismos viajes imposibles. Un siglo después, como curiosos del séptimo arte y no como espectadores exigentes, vemos a Méliès de otra manera. Su talento para aunar ilusionismo, excentricidad y humor tardaría años en encontrar parangón. ¿Cuántos? Habría que hablarlo. Lo que no admite discusión es que supera con creces a sus predecesores y a sus coetáneos; rellena el vacío de un Segundo de Chomón y se aleja años luz de unos hermanos Lumière cuya creatividad se consume en el realismo insignificante y cuyo aporte al cine, en mi opinión, no posee el elevado valor que se le suele atribuir: si ellos no hubieran inventado el cinematógrafo, lo habría inventado cualquier otro, habida cuenta del desarrollo palpitante que por entonces vivía el intento de fotografiar el movimiento. Antes de los hermanos Lumière había mucho más de lo que a veces pensamos: praxinoscopio, kinetoscopio... Solo faltaba un último empujón.

Méliès, en cambio, encarna la primera gran personalidad cinematográfica. La simpática plasticidad de sus decorados antecede al simpático atuendo de un Charlot. En ambos, lo más reconocible trasciende las décadas (con ciertas enormes diferencias, por supuesto). En el primero, cartones y efectos especiales enriquecen el valor de una primigenia ciencia ficción en la que lo importante es lo que sucede dentro del plano teatral. Una cámara fija (con excepciones: el interior del "avión" zozobrando) registra la sobrenatural imaginación del francés. En ese sentido, diría que nada se presta tanto a la observación y al disfrute como la minuciosidad de unos dibujos y unos decorados en los que nada se deja al azar, bien se trate del hangar donde se construyen los prototipos aéreos, bien de la cabina del "avión", bien de un no menos lunar polo norte. Por no hablar del psicodélico vuelo o del impresionante monstruo final, cuya escena he mirado con una sonrisa y una fascinación que rara vez me salpican cuando estoy ante una película anterior a la 1ª G.M. No menos halagos merece la profundidad con la que juega Méliès al presentarnos un objeto que se va aproximando desde la lejanía (el zeppelin final o el "avión" que aterriza a su manera en el polo tras superar una elevación).

En definitiva, una absoluta delicia visual, que además no solicita ese ejercicio de empatía que a veces fracasa al enfrentarnos a algunas tramas y personajes -simples hasta lo cansino- de hace un siglo. Recomendable la versión restaurada (la restauración, ese trabajo que los amantes del silente nos vemos obligados a reverenciar), por cuanto permite encarar mejor los matices de la película.
Telefunken
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5
28 de julio de 2013
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El filósofo Theodor Adorno (1903-1969), en sus escritos estéticos y musicales, siempre reivindicó la necesidad de un arte comprometido con la historia, de un arte que dejara de lado las estructuras deificadas (bendecidas por las décadas o por los siglos) y colaborase con las demandas del presente. En 1995, Godard recibió el séptimo galardón de los Premios Th. W. Adorno. No era para menos. Godard representa a los valientes dispuestos a sacrificar lo duradero de sus obras en aras de apoyar un fin supraindividual. El valor de su militancia (concentrada en unos periodos, muy dispersa en otros) es equiparable al de Costa-Gavras, si bien las señas de identidad de Jean-Luc van por otros derroteros: el cine ensayo (practicado parcial o enteramente en buena parte de su carrera), el calado filosófico de sus mensajes (más afín al gusto por la abstracción equívoca de un lugar y espacio concretos que al rigor y la exigencia epistemológica), la experimentación, las alusiones a Brecht... Pero todo ello se desvanece en películas como 'La chinoise', que de tanto querer responder a unas circunstancias, mentalidades y modos de obrar específicos, firma al instante su fecha de caducidad. Algo así se desgasta y pierde significado al cabo de pocos años. Uno puede detectar los temas de la película, pero la crítica a los revolucionarios de salón, al nihilismo idiota y a las menciones a Althusser ha perdido todo interés, por cuanto que todo eso se diluyó hace mucho. Lo que la película tenía que comunicar, ya lo comunicó (o no). Su punch fue reciclado y su interlocutor ahora cobra una pensión. No creo que 'La chinoise' tenga a día de hoy más valor que el de redirigirnos a los trabajos recientes del francés, los cuales, se supone, nos hablarán un poco más de nosotros mismos.
Telefunken
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