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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1.114
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
6 de julio de 2023
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«El caso Figo» promete desvelar un misterio que, tras cerca de dos horas de metraje, sigue sin desvelarse; de tal modo que, en cuanto a honestidad para con el espectador, el documental que nos ocupa sí deja algo que desear. O quizá sencillamente no haya tal misterio. Yo, por lo menos, sigo pensando lo mismo que entonces: un trabajador recibe una oferta de la competencia mejorando sustancialmente sus condiciones laborales y éste decide aceptar. Su contrato contempla una cláusula de rescisión y la abona religiosamente. Nada que objetar, ni en el plano legal ni en el deontológico.
Asimismo confirma algo que cabía sospechar: las reticencias del protagonista —y no sólo iniciales, sino incluso en plena presentación con su nuevo equipo— fueron vencidas en buena medida por la actitud, diametralmente opuesta, de sendos empresarios, uno dispuesto a todo por hacerse con sus servicios y otro, por el contrario, manifestando una displicencia rayana en lo negligente. El pataleo posterior de éste, el ruido tóxico de ciertos medios deportivos y el contagio de una afición que gusta de tenerse por el colmo del «seny» son una muestra ilustrativa de lo peor del mundillo.
Desde un punto de vista puramente audiovisual «El caso Figo» es un producto correcto. Sobrio y sin alharacas, fluye con naturalidad alternando el testimonio actual de los implicados con las abundantes imágenes de archivo, incluidos videos familiares del astro portugués, prueba de una voluntad de transparencia por su parte que hay que reconocerle. Es precisamente en dichas estampas donde radica el verdadero interés del film y, tal como sucediera hace más de veinte años, la polémica —insisto en que producto de una nefasta mezcla de incompetencia y falta de escrúpulos— acaba quedando opacada por la tremenda calidad de uno de los futbolistas más brillantes de su generación. En efecto, Luís Figo era un jugadorazo y sólo ver de nuevo algunas de sus mejores actuaciones ya hace que el documental valga la pena.
Carorpar
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7
5 de julio de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Chuache «at his best», repartiendo estopa y carisma con la desenvoltura de la súper estrella que se sabe en el cénit de su carrera. Esa inconfundible lengua de trapo.
Sharon Stone, que está buena a los 65, aquí apenas si pasaba de los 30. Ahí lo dejo.
Michael Ironside debió de nacer ya con cara de malo. El villano definitivo.
Los efectos especiales, delirio analógico rayano en lo orgiástico. Más prótesis que en un desfile del 4 de julio.
Un Jordi Pujol mutante, maniquíes taxistas.
La mejor, más hermosa y turbadora recreación del planeta rojo nunca filmada.
El grano de la imagen. Las transparencias, y no me refiero a las de Sharon Stone, o no en exclusiva.
La acción indesmayable. Tiros a mansalva, hectolitros de sangre, pirotecnia, tuneladoras asesinas, ojos desorbitados.
Su puntito —o puntazo— de incorrección política: escudos humanos, violencia de género.
La musiquita del partido del Plus. O sea, la inolvidable banda sonora a cargo de Jerry Goldsmith.
Los títulos de crédito. El logo de Carolco, dos nombres: Mario Kassar y Andrew G. Vajna. Garantía de que nos lo vamos a pasar teta.
No sé qué más necesitan para echarle un vistazo a una cinta de merecidísimo culto, compilación de las muchas —y no lo bastante apreciadas— virtudes de Paul Verhoeven.
Y si ya la conocen, hagan como yo: revisítenla, embárquense en un viaje de regreso a su adolescencia.
Disfruten de un ejemplo conspicuo y desenfadado de una manera extinta de hacer cine.
Una delicia bizarra. Un icono cultural. Y divertidísima, por si no lo sospechaban.
No, no creo que esté exagerando. En absoluto.
Carorpar
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6
3 de julio de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fue gracias a películas como las que integran la saga «Indiana Jones» que Steven Spielberg se convirtió en el «Rey Midas de Hollywood». Dotado de un olfato comercial y un sentido del espectáculo pocas veces vistos, el realizador de Cincinnati supo adaptar los pulquérrimos códigos clásicos en que se había formado a los gustos adolescentes de las multisalas de los ochenta para dar a luz un tipo de cine que gustará más o menos —especialmente a los puristas—, pero que como fuente de entretenimiento resulta inapelable.
«Indiana Jones y el templo maldito» se erige en ejemplo palmario de lo antedicho. Si con «En busca del arca perdida» («Raiders of the Lost Ark», 1981) Spielberg reinventaba el cine de aventuras y Harrison Ford reconfiguraba el arquetipo a partir de una caricatura socarrona del mismo, aquí abundan ambos en los hallazgos de aquélla, exagerándolos si se quiere. Sin renunciar al desenfadado espíritu «pulp» que alentaba en su predecesora, «Indiana Jones y el templo maldito» hace honor a una generosa inyección presupuestaria: todo en ella es más grande y ruidoso — aún mayor lo será en «Indiana Jones y la última cruzada» («Indiana Jones and the Last Crusade», 1989)—, las escenas de acción se suceden sin darnos un minuto de respiro y Harrison Ford se mueve con igual soltura con el fedora y el látigo que en un smoking a medida, confirmando la idea de que su personaje mezcla a James Bond con Allan Quatermain y los pone a hablar con acento americano.
Me dirán que el argumento se resiente de la proliferación de guantazos, corazones arrancados, artrópodos, sesos de mono, persecuciones, saltos en paracaídas —sin paracaídas (!)— y un largo etcétera de gags que se pasan las leyes de la física por las tumbas etruscas. Y no les faltará razón. Ahora bien, la película es rabiosamente divertida y durante sus dos horas de metraje —que se pasan en un suspiro— volvemos a ser los niños que nunca seremos de nuevo. Conque, vaya, me van a disculpar, pero me parece que el argumento, aquí, es lo de menos.
Carorpar
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6
2 de julio de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curiosa cinta, de estética en fecunda deuda con aquel euro-horror de los setenta, mezcla de «giallo», la Hammer y nuestros Jess Franco y Chicho Ibáñez Serrador, entre otras luminarias. Definitivamente, un subgénero digno de homenajes como el que le rinde esta película.
«La maldición de Lake Manor» se engalana con unos valores de producción muy meritorios habida cuenta del espíritu de serie B que alienta en ella. En especial, la geometría del plano, la banda sonora y la iluminación manifiestan una voluntad de calidad bastante desusada de un tiempo a esta parte. Lo mismo cabe decir de la cadencia narrativa, ciertamente morosa. Quizá ahí, y en una seriedad —casi solemnidad—, a mi juicio, excesiva, radique la mayor diferencia con los desopilantes títulos que le sirven de referencia. «La maldición de Lake Manor» discurre con parsimonia que a más de un espectador se le va a atragantar. No faltan las ocasiones, de hecho, en que está uno tentado de dejarla a medio, y eso que su metraje apenas si pasa de los cien minutos. Yo, que he llegado —insisto en que tras un esfuerzo denodado— hasta el final, les recomiendo encarecidamente que no lo hagan, rendirse antes de tiempo: se perderán uno de los mejores desenlaces de las últimas décadas. De todo punto inesperado, seco cual balazo en la sien y con los efectismos justos. Un ejemplo de orfebrería cinematográfica que les va a dejar con el culo torcido para rato.
En el apartado interpretativo, Justin Korovkin, además de las piernas parece tener paralizado el rostro. Su nula expresividad cobra especial gravedad cuando comparte plano con Ginevra Francesconi, una bocanada de aire fresco en la viciada atmósfera de esa mansión de cuento gótico y del moderno cine de terror todo. Maurizio Lombardi, con su rostro a caballo entre Buster Keaton y Peter Lorre, resulta inmejorable para su rol de Doctor Mengele de andar por casa. Y estupenda en el papel de madre-demiurgo se muestra una Francesca Cavallin sencillamente escalofriante.
Carorpar
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5
1 de julio de 2023
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cabe reconocerles a los responsables de «Hinterland» una ambición estética desusada en el cine comercial de nuestros días. Mezclar thriller de asesino en serie con estética expresionista no carece de valor, y eso —insisto— es digno de encomio.
No obstante, dicha estética se reduce al croma sempiterno en que se ha rodado, con unos fondos que, además, remiten a Münch, Kokoschka y al grupo «Die Brücke» más que a Lang, Murnau y Wiene. En cualquier caso, mero envoltorio —indudablemente llamativo, cómo no— para una historia por demás convencional.
Ahí radica precisamente el principal obstáculo para el pleno disfrute de esta película: cuesta mucho, casi se antoja imposible, sustraerse a la disociación existente entre un atrevimiento formal que —insisto— no lo es tanto y un argumento de fácil digestión para el entontecido espectador actual, seguramente incapaz, no ya de apreciar, sino de comprender siquiera «El gabinete del doctor Caligari» («Das Cabinet des Dr. Caligari», 1920).
La trama funciona, claro. De tan trillada, de tantos millones de veces vista, no podría no hacerlo. Stefan Ruzowitzky, que la dirige y firma el guion —esto último con dos guionistas más, dos— se complica muy poco y lo fía todo al croma antedicho y al carisma de su pareja protagonista, un Murathan Muslu de trazas «alla» Tom Hardy y Liv Lisa Fries, que le ha cogido el gustillo a la Europa de entreguerras.
En suma, del mismo modo que el hábito no hace al monje, un fondo de ventanas torcidas tampoco garantiza el retorno a las renombradas esencias del expresionismo. Al final, «Hinterland» recuerda más a un pintón cómic manierista que a la edad de oro del cine alemán.
Carorpar
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