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Argentina Argentina · Paraná
Críticas de avellanal
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Críticas 16
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
6 de noviembre de 2011
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
"J’ai tué ma mère" comienza con una inapelable cita de Guy de Maupassant, que reza: Amamos a nuestra madre sin saberlo; pero no somos conscientes de toda la profundidad de ese amor más que al momento de la separación definitiva. La película es un tratado microscópico sobre la relación de amor y odio entre una madre y su hijo adolescente. Friedrich Dürrenmatt afirmaba que los hijos no miran a su madre con los ojos de todo el mundo; esta verdad de Perogrullo se revela desde el principio, en el caso de Hubert, el protagonista del film, cuando observa con notable desagrado la forma en que su madre mastica una rodaja de pan dejándose algunas manchas de queso en los labios. Esa escena, con la contundencia a cuesta de los primeros planos, y aun en su aparente insignificancia a los efectos del desarrollo de la narración, deja traslucir el meollo de la relación amor-odio con más sutileza y fuerza que (casi) todo lo que a continuación nos expone el joven Xavier Dolan.

Es una lástima que esta promesa de la cinematografía actual se haya preocupado excesivamente más por el cómo que por el qué contar. Evidentemente su ópera prima se nutrió de diversas influencias, confeccionado así una suerte de collage estético muy propio de la generación sub-30 que se lanza al universo del celuloide. En "J’ai tué ma mère" hay ecos bastantes perceptibles de dos directores cool como Wong Kar-wai y Gus Van Sant, que han desarrollado con sustancia y adultez la cuestión homosexual en películas notables (buques insignias de la década del noventa) como "Happy Together" y "My Own Private Idaho". En el caso de Dolan, la homosexualidad del personaje principal es simplemente una anécdota que no aporta otra cosa que una bella secuencia de homenaje al dripping de Pollock con música de Vive la Fête.

Volviendo al odio visceral que Hubert desarrolla por su madre, nada más categórico para comprender lo que de veras significa odiar que la reflexión, siempre esclarecedora, de Miguel de Unamuno, quien decía: Sólo odiamos lo mismo que sólo amamos. En este largometraje dicha sentancia unamuniana se revela a las claras. Para llegar a tal nivel de rechazo y de desentendimiento recíproco debe necesariamente existir una profunda dependencia existencial y un apego indeleble que fundamenten la contienda incesante más allá del vínculo sanguíneo. Algo de todo eso se deja ver en cada uno de los planos en blanco y negro en los que el adolescente se sincera frente a su cámara digital, filmando una especie de diario íntimo oral en el que se explaya sin puritos. Hubert resume allí la gran paradoja de sus sentimientos cuando dice que si alguien le hiciera daño a su progenitora, de seguro mataría a esa persona.
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avellanal
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7
27 de marzo de 2011
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las peripecias ocurridas en el camino moldean el carácter, el viaje se vuelve una suerte de redescubrimiento de uno mismo, y la visión del mundo que teníamos se transforma (casi) indefectiblemente. En resumidas cuentas, ésas son las premisas que caracterizan a un modelo narrativo de indiscutible filiación estadounidense como es la road movie. El cine latinoamericano (etiqueta amplísima, es cierto) últimamente ha tenidos sus aproximaciones a las "películas de caminos", dando respiro al tópico del film urbano (ciudades tan desmesuradas, violentas, seductoras y ambivalentes como Río de Janeiro, Buenos Aires, México D.F., o San Pablo han sido retratadas mil y una veces, pero sólo fragmentariamente). Con "Diarios de motocicleta", la mega-coproducción sobre el viaje iniciático del "Che" Guevara, esta tendencia cobró popularidad, y no es casualidad que este molde que intentó convertirse en grito libertario a finales de los sesenta por obra y gracia de la mítica "Easy Rider", hoy se esté transformando también en una parte relevante y sustantiva del cine latinoamericano. A base de motocicletas, colectivos y casas rodantes, se le presenta principalmente al mercado europeo una imagen y un puñado de historias que revelan algo más de estos países (que por momentos, cuando las fronteras se tornan difusas, se convierten en un único país) donde la exuberancia propia del realismo fantástico no ha desaparecido del todo.

Pablo Trapero, con sus dos primeras películas, sin lugar a dudas se convirtió en uno de los jóvenes directores más influyentes del nuevo cine argentino. Pero mientras "Mundo grúa" y "El bonaerense" trazaban una radiografía urbana del estado de descomposición social en que estaba inmerso el país hacia principios de siglo, con "Familia rodante" se aleja, a medida que el filme avanza, de la gran ciudad, para adentrarse no tanto en una geografía determinada como sí en el interior de una familia argentina. El viaje aquí sirve de punto de partida y de excusa argumental para mostrar, con un realismo asombroso, instantáneas inscriptas en una red de personajes por demás transparentes.

La abuela Emilia tiene 84 años y, quizás como último gran acontecimiento de su vida, ha sido elegida madrina para el casamiento de una sobrina. Tal es el motivo que conduce a una docena de personas a viajar mucho más de mil kilómetros, hasta el noreste de la Argentina, donde se llevará a cabo el matrimonio. Emilia –el espectador lo puede notar desde las primeras escenas– es el núcleo y el sostén de una familia con poca cohesión.
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avellanal
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4
12 de marzo de 2011
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Desde antes de verla, y con Michael Bay de por medio, pocas esperanzas tenía ya con respecto a la nueva versión de "A Nightmare on Elm Street". Es cierto que me he encontrado con más de un remake de terror francamente superior a su original (sin ir más lejos, "The Hills Have Eyes" bajo el prisma de Alexandre Aja me resultó más satisfactoria que la del amigo Wes Craven). Pero tratándose de una de las cintas de terror a todas luces más icónicas de varias generaciones, aunque innegablemente asociada con la entrañable década de los ochenta, resultaba bastante obvio que el debutante Samuel Bayer –dejando a salvo el costado económico, claro está– tenía más para perder que para ganar desempolvando por enésima vez a nuestro querido y nunca olvidado Freddy Krueger.

Cuando Wes Craven inventó al psycho killer de rostro carbonizado supo combinar el tratamiento de algunos de los temores adolescentes en boga por aquellos años insuflados de puritanismo made in Reagan, con una saludable veta palomitera que se iría profundizando a medida que las entregas de la saga, que él ya no dirigiría, regaban las pantallas del mundo con más y más sangre joven. No es casualidad que su personaje haya logrado empatizar mejor que ningún otro con los desbarajustes hormonales teenagers, pues con sus enfermizas dosis de humor negro, Freddy Krueger absorbió en su cuerpo saturado de inocentes niños esas complejas vicisitudes existenciales propias del universo adolescente (recordar, por ejemplo, la tortuosa relación entre Nancy y su madre alcohólica, o las alusiones hacia la anorexia).

Tal vez uno de los mayores errores conceptuales que se les puede achacar al director Samuel Bayer y a los guionistas de esta nueva versión, es que la misma hace agua al pretender, por un lado, conformar a los viejos espectadores de la saga (y por eso se comete el error garrafal de repetir escenas literalmente calcadas del film original, evidenciando además una falta de creatividad pasmosa), y asimismo introducir modificaciones sustanciales, entre las cuales el cambio de los rasgos psicológicos del personaje central me parece el más desacertado. Freddy Krueger se transformó en un villano ícono debido a su personalidad entre desquiciada y sarcástica, a su propensión a corretear y juguetear con sus ocasionales víctimas, así como a soltar frases ingeniosas, antes que las vísceras se esparcieran por los aires; sin embargo, en esta producción de Michael Bay el carácter lúdico y libidinoso del hombre de las cuchillas es reemplazado por una espantosa voz de ultratumba que sólo consigue que añoremos a Robert Englund a más no poder, pese a que el trabajo de Jackie Earle Haley es aceptable en comparación con el catastrófico casting de adolescentes que no aportan ni siquiera una pizca de carisma o expresividad a unos personajes de por sí completamente vacíos.
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avellanal
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7
13 de enero de 2011
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Argentina se le rinde una extraña clase de culto a Emir Kusturica. Existe una misteriosa conexión que se desdibuja ni bien uno intenta esbozar razones. No es excesiva la ligazón cultural entre Serbia y Argentina, más allá de la pasión compartida por el fútbol, retratada de algún modo en el documental –esclarecedor desde lo afectivo– "Maradona por Kusturica". Sin embargo, observando con atención el primer largometraje del director serbio (rodado a principios de la década del ochenta, luego de ostentar varios telefilmes en su haber) el espectador argentino comprobará que la radiografía trazada de la antigua Yugoslavia no queda tan distante del país postergado y sumido en la pobreza que fue oportunamente testimoniado y denunciado por el cine político y social local, encarnado en directores como Mario Soffici, Hugo del Carril, Lucas Demare, Fernando Birri, Pino Solanas o Leonardo Favio.

"Do You Remember Dolly Bell?" se inscribe en la tradición de películas en las
que se nos relata el traumático paso de la niñez a la adolescencia del protagonista. Dino, éste es su nombre, descubrirá los placeres carnales pero también el amor reposando en las exuberantes parábolas corporales de la mujer de profesión non sancta que se hace llamar Dolly Bell. Pero Kusturica no se queda allí, en el mero paréntesis generacional, sino que profundiza en los efectos que causa la aparición del rock n’ roll, el cine y las modas occidentales, en contraposición con la rigidez imperturbable de la vida en la Yugoslavia de Tito: el abordaje de ese fenómeno de dimensiones históricas permite que el registro ficcional adquiera un plus, un valor adicional.

Pese a que, a medida que su carrera avanzó a pasos agigantados, se lo reconoció concretamente como un deudor de Fellini, en "Do You Remember Dolly Bell?" creo hallar a un Kusturica con marcadas influencias de Renoir y su realismo poético; sin perder de vista que se trata de una crónica social con tintes autobiográficos, impera a lo largo del metraje una tenue síntesis entre lo natural y lo poético, siendo que los elementos líricos brotan de la propia realidad (de una Sarajevo gris y de calles desamparadas) y no de su manipulación por parte del director. Aunque los retazos urbanos vistos a través de los ojos de Dino están anclados en los años sesenta, y el largometraje data de 1981, no se perciben intenciones por parte de Kusturica de estetizar en demasía dicha realidad decadente; por el contrario, parece realizar denodados esfuerzos por captarla en su integralidad, de hacerla patente en pantalla.
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avellanal
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7
12 de septiembre de 2010
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Zabriskie Point" no es una obra maestra. Bergman, su providencial compañero de ruta al embarcarse aquel fatídico 30 de julio con Caronte, decía que Antonioni tan sólo realizó dos obras maestras y que no valía la pena molestarse con sus demás películas. El sueco se refería a "La notte" y "Blow-Up". Me permito disentir, y colocar a la «trilogía de la incomunicación» en su integralidad como el aporte mayúsculo y definitivo que el director italiano legó a la historia del cine. Sin embargo, cuando aparentemente la nada ocurre, "Zabriskie Point" nos regala un cúmulo de instantáneas que radiografían, con la inaudita belleza formal a la que arriban únicamente los verdaderos autores, el estado de situación que vivía Estados Unidos, y por añadidura el sistema capitalista, en los tardíos años sesenta.

Estrenado en 1970, el largometraje comienza con una serie de planos cortos internándose en las vaguedades de una asamblea estudiantil. Mark es un joven involucrado en el activismo político de tintes un tanto radicales. Jaqueado por confusos episodios con muertes de por medio, pues el compromiso estudiantil y las protestas degeneran en violentos enfrentamientos con la autoridad policial, emprende una desconcertada fuga, no tanto del “orden policíaco” como del caos urbano (que Antonioni presenta como una metáfora de la sociedad de consumo ante la cual se rebelan los jóvenes nihilistas). El protagonista entonces hurta una avioneta, y se encarrila hacia el desierto californiano, donde el azar lo topará con Daria, una secretaria veinteañera que va conduciendo para encontrarse con su jefe. Allí "Zabriskie Point" se transforma, por momentos, en una road-movie al mejor estilo de la prácticamente simultánea "Easy Rider". El desierto, y más precisamente el punto que confiere el título al film, donde Mark y Daria coinciden, aparece como un remanso de libertad y paz; en su continuo silencio y en su vasta extensión se produce la comunión de la contracultura, se respira la eternidad, contraponiéndose a los cientos de carteles publicitarios y a las maquetas de la vida idílica ultramoderna y prediseñada que atestan las calles de la ciudad.

Es cierto que el desarrollo de la historia, lejos de ser consistente y uniforme, sufre algunas inconexiones ostensibles, y ello no debe ser motivo de sorpresa teniendo en cuenta que el guión pasó por una media decena de libretistas, incluidos el propio Antonioni y Sam Shepard. No obstante, estimo que "Zabriskie Point" tiene un valor más significativo y perdurable como ejercicio documental que como ficción propiamente dicha.
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avellanal
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