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España España · Cáceres
Críticas de Tiggy
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Críticas 329
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
30 de agosto de 2021
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tipos amorales, duros, misteriosos, violentos y sin escrúpulos fueron los grandes protagonistas del wéstern de la década de los 60. Los forajidos de Leone o Peckinpah fueron liberados tras la ruptura de los esquemas clásicos del cine de vaqueros, desligándose totalmente del modelo de hombre americano que perfumaba John Wayne producción tras producción. Esto tiene unos precedentes claros; en primer lugar, el mismísimo John Wayne de Centauros del desierto (John Ford, 1956) y su brutal odio hacia la tribu oculta, hacia los indios. En segundo lugar, el cazarrecompensas de Toshirō Mifune en Yojimbo y Sanjuro, desprovisto de cualquier tipo de ética (Akira Kurosawa, 1961 y 1962 respectivamente) y, en tercer lugar pero no menos importante, el borracho ex confederado de Richard Boone en Río Conchos, al que podríamos considerar ancestro del legendario Rooster Cogburn de Valor de ley (Henry Hathaway, 1969). Y es que Río Conchos, pese a la poca fama que arrastra, es uno de los wésterns crepusculares que más fijación ha despertado en la revisión del wéstern y, por supuesto, en la manera de hacerlo.

Ya, desde el arranque, Gordon Douglas describe a su protagonista a quemarropa. Una breve secuencia basta para identificar la violencia embrutecedora y sanguinaria de Lassiter (Richard Boone), un hombre atormentado por la suerte de La Confederación y, por supuesto, movido por el odio y rencor que procesa hacia los indios al más puro estilo Ethan Edwards. Sin conciencia ni remordimientos, este da pie a la película asesinando un grupo apaches en un rito mortuorio, escena de violencia descarnada que transcribe a tiro de bala la definición más directa del wéstern crepuscular. Esta acción lo llevará a emprender una misión suicida, poniéndole el compás de road movie a la aventura, acompañado sarcásticamente de dos altos mandos unionistas, un mexicano y una apache rumbo a frenar el ansia belicista de un general sudista ensimismado es hacer lo que el General Lee, por códigos éticos, no fue capaz de hacer.

Es fascinante cómo la tensión, gracias a unos diálogos que ocultan más de lo que procesan y unos personajes tan ambiguos como conflictivos, se mantiene durante casi todo el metraje, detonando estruendosamente como un barril de pólvora en el momento más inesperado sin que sepamos a ciencia cierta hacia dónde van a salir disparados los restos del estallido. La escaramuza en el Siete Leguas o el gran arco final en la mansión en construcción de Pardee (Edmond O’Brien) son buen ejemplo de ello, acompañado, por supuesto, de grandes dosis de acción frenética. Huelga decir el obvio simbolismo de esa mansión a representación de la América Salvaje, cuando La Confederación todavía existía, y como un atormentado y nostálgico personaje de aquellos tiempos (Pardee) trata de hacerla volver cueste lo que cueste, absorto en su mundo de fantasía y para lo que Douglas emplea una teatralidad casi wagneriana con la finalidad de enfatizar la locura de un personaje acabado en un mundo intangible, ligeramente parecido al del Coronel Kurtz (Marlon Brando) en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979).

Resulta escandaloso lo bien que está Richard Boone, alma del crepúsculo del Oeste, y la forma que tiene de contagiar su condición de antihéroe, cansado y perdedor en tiempos convulsos, a sus compañeros de viaje, para los que el presagio de la muerte hace presencia desde el primer encuentro indirecto en el arranque de la película. Río Conchos es un viaje a la guerra, lleno de angustia, dolor y violencia que los soldados de Gordon Douglas absorben y supuran simultáneamente en un imaginario en ruinas sobre la conquista del Oeste. Título muy a reivindicar dentro de ese wéstern desalmado y sucio que marcó la década de los sesenta. (7.5).
Tiggy
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8
24 de agosto de 2021
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras mucho tiempo sin ver una película, he decidido aventurarme con Un día de furia. Y es que dicen que el tiempo lo cambia todo, pero si algo nos demuestra Joel Schumacher con esta cinta es que esa afirmación es incierta. Ya sea a finales de la década de los ochenta, fecha en la que se ambienta, ya sea 1993, fecha en la que fue estrenada, o ya sea 2021, fecha en la que he disfrutado de ella, lo que no cambia es el sistema. Un sistema en el que o bien eres productivo, es decir, utilizado para generar más capital, o se te designa como ‘económicamente inviable’ mientras eres arrojado de una patada a las calles donde solo la beneficencia o la delincuencia pueden salvar tu miserable pellejo, seas un veterano de guerra o un veterinario. Esta radiografía de la sociedad emplea la deconstrucción del american way of life como excusa para trabajar un problema tan universal como es el capitalismo, responsable de las trabas ansiosas, emocionales y neuróticas afloradas en su protagonista, Bill ‘D-Fens’ Foster, desde el que vemos el declive de una sociedad emocionalmente limitada para afrontar una problemática que nos incumbe a todos. Y esto Joel Schumacher lo transcribe a la pantalla con pérfida garra para nuestro disfrute, y con un Michael Douglas irguiéndose en ese Salvaje Oeste de asfalto y cemento para tomarse la justicia por su mano en un mundo que, al igual que Robert ‘Butch’ Haynes (Kevin Costner) en Un mundo perfecto (Clint Eastwood, 1993) o los hermanos Howard en Comanchería (David McKenzie, 2016), ni entiende ni tiene sitio para él.

Da miedo la capacidad que tiene Schumacher para comunicarnos de forma tan económica, eficiente y rápida la psique del protagonista desde su primera aparición en escena, y lo fácil que encuentra la empatía en el espectador justificando su creciente psicosis con el agobiante contexto social en el que se ahoga, y a nosotros con él. Ese arranque lleno de planos cerrados, que se alternan entre contrapicados y primeros planos en un Douglas agobiado y sudoroso, colapsado por todo lo que le rodea, y que el frenético e impasible montaje de Paul Hirsch no se corta en mostrar para, efectivamente, sentarnos en el mismo coche de Bill y sentir lo mismo que él siente. La sensación de desamparo y trastorno que define al protagonista la desarrolla Schumacher a un ritmo pausado pero sólido agregando una segunda línea narrativa (al igual que en Un mundo perfecto) del clásico policía a punto de retirarse en un último caso (como siempre espléndido Robert Duvall), y desde el que nos adentraremos en la mente de un hombre que podría haber sido engendrado por el mismísimo Robert Aldrich ya que, para él, la violencia es la única respuesta posible para contestar a una violenta sociedad.

Sociedad llena de fisuras, no solo político-económicas, sino también morales. La crítica está servida para todos, y es la bulliciosa ciudad de Los Ángeles, perfectamente fotografiada por Andrzej Bartkowiak, el marco para mostrarlas. La violencia no solo se expande gráficamente a través de la neurosis del protagonista, sino que es detallada a lo largo del metraje en diversas formas; la histriónica soflama patriótica de Bill hacia el Sr. Lee (Michael Paul Chan), el personaje abiertamente nazi (Frederic Forrest) con el que Bill se topa o la alta tasa de paro son los síntomas de una sociedad en decadencia constante retroalimentada por el famoso sueño americano. Un sueño inducido por los altos mandos del sistema, visto hasta la saciedad en la reciente época Trump, y que Schumacher detalló en 1993 con miras, incluso, a la violencia machista.

Un día de furia es un poderoso neo wéstern contado a ritmo de thriller con el que Joel Schumacher denunciaba, en 1993, la penosa situación en la que seguimos viviendo, y con la que nos seguimos conformando.
Tiggy
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8
9 de junio de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras Big Leaguer (1953), película que reafirmó como buena, pero no indicadora de lo que quería expresar en el medio cinematográfico, el símbolo del cine estadounidense de posguerra Robert Aldrich se reveló ante el mundo con Apache, excelente wéstern antibelicista, crítico y revisionista sobre las convenciones del género y de la propia sociedad americana. En una pionera hazaña por restaurar la dignidad y el honor del pueblo indio, Aldrich saborea el amargo sabor del crepúsculo del Viejo Oeste desde la rendición del legendario jefe apache Gerónimo en 1886 y el posterior sometimiento institucional hacia los nativos americanos, condenados a ver cómo su cultura y todo lo que fueron moría con el nacimiento de los Estados Unidos. Esta labor de restauración histórica imprime la leyenda de Massai (Burt Lancaster), guerrero apache renegado de las nuevas circunstancias que amenazaban la supervivencia de los suyos, que, con la cabeza bien alta y el corazón lleno de orgullo, decidió proclamar la guerra al mundo entero.

Antes de 1954 se habían rodado grandiosos e innumerables wésterns. El caballo de hierro (John Ford, 1924), Espíritu de conquista (Fritz Lang, 1941) o La diligencia (John Ford, 1939) son algunos de ellos. Y, si en algo se parecen, es en la deshumanización y simplificación extrema del nativo americano. Son asesinos, bestias, depredadores que atacan en manada hasta la llegada del 7º de caballería que los arrasa sin piedad en una gesta heroica. Pero también podían ser bufones, ridiculizados por la ignorancia hacia un nuevo mundo que se erguía, con furia y vigor, ante sus ojos. La esquematización casi sistemática de toda una cultura se fue incrustando, a la fuerza, en el ideario popular de una forma tan cruel como deshonesta con la historia. Pero finalizó la Segunda Guerra Mundial, llegó la década de 1950 y, con ella, un período de revisionismo en la escena cinematográfica norteamericana. El macartismo y el Comité de Actividades Antiestadounidenses se hicieron dueños de las recientes inhóspitas tierras pobladas por cineastas como Elia Kazan, Joseph L. Mankiewicz o Joseph Losey, calumniados, expulsados y perseguidos como si fueran los mismos indios que décadas atrás sufrieron las consecuencias del inicio de una nueva era. Entre estos nativos cinematográficos estarían Fred Zinnemann, replicando las nuevas circunstancias de los Estados Unidos en forma de wéstern revisionista con la obra maestra Solo ante el peligro (1952), o Robert Aldrich, con esta particular Apache.

Aldrich vio en la novela de Paul I. Wellman (Broncho Apache, 1952) la oportunidad perfecta, a pesar de ser pagado con el mínimo sindical, de plantar su simiente estilística y hacerla crecer bajo el sol abrasador del Salvaje Oeste. Simiente que, al igual que el maíz cheroqui, supo crecer en todas partes. Desde el wéstern hasta el bélico con ¡Ataque! (1956) o el noir con El beso mortal (1955), Aldrich labró un campo de cultivo próspero y único en las vírgenes tierras del cine norteamericano de posguerra, cosechando fama internacional cuando los críticos franceses, Françcois Truffaut entre ellos, se aventuraron en ellas. De espíritu crítico y revisionista, el nacido en Rhode Island, a la hora de la siembra, cambió el hoyo por las fisuras morales de la sociedad estadounidense desde las que florece Apache con independencia, orgullo y, sobretodo, violencia.

Tres atributos que conforman al héroe protagonista de esta homérica aventura marcada por la incansable búsqueda de la dignidad personal, marcado y rastreado por el poder institucional responsable de corromper a una sociedad entera, incluyéndose en ella a sus semejantes apaches. Una situación familiar para todos aquellos que, durante los años 50, fueron acusados de comunismo por el 7º de caballería del momento: el senador McCarthy. Massai fue el padre fundador de, como denominaba el escritor e historiador Román Gubern, ‘una galería de héroes frustrados y amargos… infelices, grises y desafortunados’ desde las que se erige el urgente alegato contra el poder que ha marcado la filmografía del cineasta, con una fuerza agresiva, rabiosa y revolucionaria incluso dentro de los estándares e imposiciones de Hollywood. La sociedad enfrentada al individuo, y la violencia subversiva como única vía de diálogo. Es, por encima de todo, la violencia lo que prevalece, tanto en el cine de Aldrich, como en la convulsa e intencionadamente malinterpretada historia americana, forjada a base de hierro y sangre. Por así decirlo, Apache es un reflejo de América y Aldrich, su espejo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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8
7 de junio de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las duras pero delicadas manos de Clint Eastwood firman Un mundo perfecto, road movie protagonizada por un estoico Kevin Costner en estado de gracia con un papel deudor del hieratismo con el que Bruce Willis simbolizó al héroe de acción, ambos abanderados por la inconfundible voz de Ramón Langa. Tras la obra maestra que el californiano dio al cine en forma de wéstern crepuscular con Sin perdón (1992), el listón estaba en su punto más álgido. Todos conocemos a Eastwood, y todos sabemos que rara vez decepciona. Un mundo perfecto no es una excepción. El proclamado último director clásico reconfigura muchos de los grandes tópicos que han marcado su filmografía a lo largo de las décadas en una película que es heredera directa de El aventurero de medianoche (1982). No es azarosa la comparación del personaje de Kevin Costner, Robert ‘Butch’ Haynes, con los ídolos de acción animados por Bruce Willis atendiéndonos a la constante visión de Eastwood sobre los protagonistas en su cine. Personajes que conforman emblemas de una masculinidad simbólica generalmente tildadas de un perfil caballeresco enfrentados a lo real de la violencia o la muerte, siendo así su William Munny o su Red Stovall. Pero estos personajes no son héroes de acción. Son, más bien, antihéroes, de carácter y convicción tan firmes como la honestidad ética adherida en todas las películas del director transcrita a los mismos, y ajena a las ideologías dominantes inclusive dentro del circuito comercial norteamericano desde el que las realiza. Robert ‘Butch’ Haynes es ejemplo de ello.

Presidiario que, tras fugarse junto su sádico compañero de celda Terry Pugh (Keith Szarabajka), secuestra al hijo de una familia de Testigos de Jehová, Phillip Perry (T. J. Lowther) para consumar su plan de huida traspasando la frontera mientras son perseguidos por un equipo de agentes de la ley liderado por el cínico sheriff Red Garnett (Clint Eastwood). Desde el arranque de la película, el director deja clara su mayor influencia para la elaboración del filme. Con un precioso picado, observamos el personaje de Kevin Costner yaciendo plácido sobre la hierba, acompañado por una sugerente máscara de Casper y rodeado de billetes. ¿Pero no era un reo en proceso de fuga? La respuesta es sí. Eastwood, al igual que David Miller en la romántica Los valientes andan solos (1962), emplea la técnica narrativa in extrema res para reconstruir una narración en paralelo desde la que seguimos al perseguido, Butch, y a los perseguidores, liderados por Red, de la misma forma que seguíamos a John W. Burns (Kirk Douglas) y al sheriff Morey Johnson (Walter Matthau) en el increíble neo-wéstern de aventuras de los años sesenta sobre el que, de la misma forma, se plantea desde el inicio la ambigüedad sobre el concepto del ‘sueño americano’, y de un modelo de vida basada en la libertad y la naturaleza que no tiene cabida en una sociedad civilizada.

Como es obvio, Eastwood se centra en la línea narrativa del fugitivo, siendo la de los captores meramente contextual ya que, para que alguien huya, debe ser perseguido. En ella, el californiano crea un relato muy íntimo entre sus dos personajes protagonistas, Butch y el pequeño rehén arrancado a la fuerza de su familia, con una emotiva y natural intensidad dramática ajena de sentimentalismos baratos que le sirve para tratar varios de los temas por excelencia de sus películas. El primero, la inocencia arrebatada o interrumpida sufrida por Phillip, monstruosamente perfeccionada diez años después en Mystic River, concebida por el propio Eastwood como ‘la usurpación de la vida de alguien’ desde la que se construye a los dos personajes y la relación que establecen desde la gestión del fuerte trauma que comparten y que nunca los abandonará. El segundo de sus temas es el de las relaciones paternofiliales figuradas, vistas en las ya mencionadas El aventurero de medianoche, con Red Stovall y su sobrino Whit (Kyle Eastwood), o Sin perdón, con William Munny y Kid (Jaimz Woolvett), incluyéndose El sargento de hierro (1986) o Gran Torino (2008) como grandes ejemplos. En todas ellas, los personajes son muy viriles, al servicio de una representación heroica y simbólica de la paternidad siempre acompañadas de un proceso de iniciación como fuente de confianza y confidencia entre el nuevo padre y el nuevo hijo. Aquí, ese proceso de iniciación parte desde la primera escena en la que Butch y Phillip comparten plano, el primero pidiéndole al segundo que lo apunte con una pistola en un escalofriante momento de tensión y violencia contenidas que inicia la aventura, y que tendrá su rima cuando esta finalice liberando toda esa violencia contenida en la que es, probablemente, una de las secuencias más feroces de toda la filmografía del director, con una fuerte sobrecarga poética en el tema que trata.

Pasando a la segunda línea narrativa, la de Red Garnett. Como he dicho, es meramente contextual, pero no intrascendental. Uno de los rasgos principales en el cine de Clint Eastwood es el respeto por la contextualización de sus obras atendiéndose estrictamente a las costumbres y usos del momento audiovisual en el que ofrece su discurso. Gracias a ella, tenemos los datos para argumentar parte de su mensaje, principalmente, la ambigüedad del sueño americano o la descomposición del denominado ‘american way of life’. Nos sitúa a principios de la década de los sesenta en las regiones de tradición sureña de Estados Unidos a través de los diálogos, en los que se menciona a John F. Kennedy como presidente, por lo que estamos entre el 20 de enero de 1961 y el 22 de noviembre de 1963. Esto es constatado con algunos motivos como la proyección de la llegada del hombre a la Luna en la televisión de una tienda en visibilidad del discurso que el trigésimo quinto presidente de EE.UU. dio un 12 de septiembre de 1962 emprendiendo, así, la carrera espacial contra la URSS.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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4
5 de junio de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tal y como dice la cita bíblica, cuídense de falsos profetas. Cuídense de Evan Spiliotopoulos, director de Ruega por nosotros, y profeta de un Sam Raimi cuyos milagros como productor de cine de género son dudosos. El que acertara produciendo la cinta de Eco-terror Infierno bajo el agua (Alexandre Aja, 2019) apuesta por un producto de estudio prefabricado de terror católico que funciona como thriller sobrenatural y al que le es imposible alcanzar, si quiera, a precedentes tan directos como El exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson, 2005). Disfrazado de oveja, Raimi actúa como un lobo rapaz acechando codiciosamente la taquilla mientras aprovecha el tirón de la saga planteada por el malayo James Wan desde Expediente Warren: The Conjuring (2013), brindándonos regalos envenenados estrictamente alejados de la originalidad con la que el director de Posesión infernal (1981) deslumbraba en los inicios de su carrera.

Basándose en la novela de James Herbert Shrine (1983), Spiliotopoulos nos narra la correría de Gerald ‘Gerry’ Fenn (Jeffrey Dean Morgan), un periodista venido a menos que ahora se dedica a la investigación de casos irrisorios por un puñado de dólares. En uno de esos llamados, acude a Banfield, región rural de Nueva Inglaterra sumergida en la fe católica, lugar donde conocerá a Alice (Cricket Brown), una joven sordomuda rehabilitada por supuesta influencia divina en la que contempla el milagro de restituir su fama perdida. Pero allá donde está Dios, el Diablo lo sigue de cerca.

El debut bajo la dirección del guionista griego Evan Spiliotopoulos sigue el pecaminoso camino del terror comercial a base de historias dignas de Cuarto Milenio y jump scares que encuentran la comodidad en un aburrido ejercicio descriptivo de apariciones marianas y milagros, y sus consecuentes repercusiones sociales en una era en la que los falsos profetas proliferan en unos medios de comunicación cada vez más pervertidos como son el periodismo y las redes sociales. Es a través de esta evidente y reiterativa crítica con la que se trata de dar solidez a un argumento ausente de originalidad perdido entre el terror gótico y el thriller sobrenatural demasiado empeñado en parecerse a los mejores trabajos de Wan como director pero que, para su infortunio, encuentra más similitudes con la desdeñable La monja de Corin Hardy (2018).

La duda y la fe, esa dualidad imposible de esquivar para cualquier persona, va a ser el molde con el que Spiliotopoulos produzca en masa todos y cada uno de los personajillos involucrados en la historia desde una profundización ínfima y superficial en sus psicologías, absurdamente desligada de abordar uno de los mayores conflictos humanos desde perspectivas científicas, filosóficas o religiosas desarrolladas para mejor diseño del núcleo narrativo, y, obviamente, para mejoría de sus planos personajes y el trato de la incertidumbre como fuente constante del miedo. Esto último es algo que hace terriblemente mal. El espectador tiene que participar de forma activa, en armonía con los personajes, en el proceso de la duda para generar temor. Esa duda nunca surge porque literalmente, desde el arranque, el director se encarga de hacernos conocer de manera explícita el origen del mal y, por lo tanto, cómo va a emplearse durante el resto de la película.

De lo único que gozan los personajes, al menos los tres principales ya que el resto no aportan nada al desarrollo del argumento, son de buenas interpretaciones que permiten una mínima conexión con ellos. Jeffrey Dean Morgan sigue con su pésima racha en películas mediocres desde Desierto (Jonás Cuarón, 2015) o Premonición (Afonso Poyart, 2015), ahora como espíritu de redención y reflejo de los medios de comunicación en esta Ruega por nosotros creíble y solvente. Spiliotopoulos también cuenta con un veterano como William Sadler interpretando al Padre Hagan que siempre es un placer ver en pantalla, y con una joven Cricket Brown bastante bien en su papel. Pero ni esta Santísima Trinidad consigue dotar de gracia a la película. El terror se presenta de formas abruptas y forzadas, y se resuelve de formas todavía peores con perpetuos deus ex machina de los que quiero concebir su utilización como la presencia constante de la voluntad de Dios dentro de la ficción del filme.

Se cuenta con muy poca elaboración de la atmósfera después del interesante primer acto más allá de incidir, repetidamente, en la iconografía religiosa adulterada por la presencia del mal que refuerza la crítica esbozada por el griego hacia los medios de comunicación. ‘El diablo siempre mezcla verdades con mentiras para así confundirnos’ citaba el Padre Merrin (Max von Sydow) en la obra maestra El exorcista (William Friedkin, 1973). Aquí, esa máxima se transcribe en las imágenes y manifestaciones divinas, concebidas como verdades inapelables, pero corruptas en el fondo por la intervención del mal en una búsqueda incansable del engaño como vía hacia el poder, a la orden del día en periódicos y redes sociales. Aunque esto no está nada mal, tiene un carácter puramente narrativo hospedado en las implicaciones sociales del filme en detrimento del relato de terror sobrenatural, el cual tiende a quedarse marginado.

Ruega por nosotros es una película de buena fe, pero a la que le faltan buenas, y originales, acciones. (3.5).
Tiggy
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