He de confesar que no esperaba demasiado de este documental: Sabina siempre me ha parecido un genio escribiendo letras, pero un botarate en cuanto a manifestaciones públicas, al que sientan como un guante los versos con que Enrique Urquijo remataba ese tema bifurcado al alimón con el protagonista (‘Y nos dieron las diez’ / ‘Ojos de gata’): «pero cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario». Lo que me atraía de este proyecto era ver si León de Aranoa había sido capaz de extraerle jugo a un personaje de indudable interés que, lo dicho, en entrevistas y apariciones públicas no brillaba excesivamente. Y está claro que no lo ha logrado: se ha limitado a poner la cámara al servicio del cantante durante una década y dejar que este haga lo que, al parecer, mejor se le da fuera de los focos: fumar, beber, ir de farra y a los toros y hablar de sí mismo con frases insustanciales rematadas con risitas nerviosas, celebradas con arrobo por la rendida concurrencia –Varona, Gª de Diego, Benjamín Prado, el propio director…–. Con esos mimbres la primera hora se aguanta, pero a partir de ahí empieza a hacerse interminable.

Como el de Úbeda habla y habla sin nadie que lo conduzca, el documental se queda cojo, convertido en un monólogo reiterativo, lleno de lugares comunes en torno al canallismo, el amor desgarrado y demás paseos por el lado salvaje de la vida con los que de vez en cuando fantasean –fantaseamos– los que fichan a diario y comen con la familia política cada fin de semana: esa gente corriente de la que se nutre su clientela.

Su protagonismo es tal que ni siquiera aparecen sobreimpresionados los nombres de quienes lo acompañan casi de continuo en pantalla, cuya función se limita a aguantar los caprichos de la estrella, sin derecho siquiera a cogerse un pedo con él –todo lo más a rellenarle el vaso–. Llamativo es el caso de Jimena Coronado –¡Jime! para su marido–: esposa-asistenta de la estrella que cumple a las mil maravillas su papel de gran mujer detrás de un gran hombre. (Hablando de asistentas, en un momento del documental aparece en su casa de Madrid una criada de las de toda la vida, con uniforme y todo. Qué superfuerte tía.)

Si algo bueno tiene todo esto es la sinceridad del protagonista, que no tiene ningún interés en quedar bien. Su egocentrismo de artista queda patente casi en cada escena, así como su falta de memoria para con los que alguna vez se cruzaron en su carrera, si exceptuamos a Serrat, quizá por haber sido el último. Como él mismo dice en una de sus mejores últimas canciones: «He defraudado a todos, empezando por mí».

La vida de Reem cambia para siempre cuando es drogada en la peluquería a la que suele acudir y fotografiada desnuda para forzarla a pasar información a los servicios secretos israelíes. Poco después Huda, la peluquera colaboracionista, es detenida por la resistencia palestina e interrogada: un auténtico tour de force entre ella y su antagonista, en el que queda bien patente la situación en el avispero palestino, con una población que además de ser sospechosa para el ocupante israelí, también lo es para los grupos armados palestinos (y donde ser mujer no mejora las cosas precisamente). Este interrogatorio es sin duda la parte más brillante de una cinta que brilla menos cuando se trata de contar la peripecia de Reem, cuyas decisiones buscan el suspense pero están poco justificadas, y se despacha con un final repentino y forzado.

Una pareja de cineastas pasa una temporada en la isla de Fårö, último refugio de Ingmar Bergman, que es al cine sueco lo que Abba (que también asoman) a la música pop: una gloria nacional, aunque mucho menos accesible que el cuarteto de The Winner Takes it All. Él tiene tiempo de escribir, dar conferencias y hacer turismo, mientras ella está atascada con su proyecto. No soy muy seguidor de Bergman y quizá eso haya pesado en la indiferencia que me ha producido el filme. Las dos historias que se narran, en un ejercicio de cine dentro del cine, resultan pretenciosas y anodinas, aderezadas con un periplo de los protagonistas por los “santos lugares” bergmanianos que alarga sobremanera la duración de la película, invitando al bostezo. Buenas actuaciones, notable fotografía y excelente banda sonora, pero poco más.

(Me pasa una cosa con estas películas "generacionales": puedo ver películas de adolescentes o de octogenarios sin mayores problemas. Sin embargo no puedo con las de treintañeros, me resulta imposible entrar en ellas, muy posiblemente porque sus protagonistas juegan en la misma liga que yo –casados/emparejados, con hijos o a punto de tenerlos, con trabajo más o menos estable…– y en esa liga me están enseñando ya el camino del descenso. Es lo que tiene la envidia.)
Una vez solventada la parte de los prejuicios, vayamos al meollo: Película larguísima, con ínfulas de cine indie, diálogos emulando a Woody Allen, pero sin su categoría –quizá me identifico más con él porque representa las turbaciones mentales del varón blanco heteropatriarcal etc.– y artificios cinematográficos varios: superflua división en capítulos, voz en off cansina, tableaux-vivants… Demasiado celofán, y demasiados minutos, para envolver una historia romántica con pretensiones. Pero no me hagan mucho caso, me estoy haciendo viejo.

Un nuevo caso de película que podía haber sido buena, pero que se arruina por culpa de un inicio moroso, reiterativo y larguísimo. Si el problema mental del protagonista ya está claramente explicitado desde las primeras escenas, no entiendo a qué viene tanta repetición de situaciones similares durante prácticamente toda la primera hora, que no hacen sino añadir minutos y aburrir al espectador, de tal modo que cuando la historia empieza a avanzar ya es demasiado tarde para engancharse a ella.

(De la innecesaria y cursi adaptación del título al español ya ni hablamos.)