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España España · Madrid
Críticas de Charles
Críticas 1.065
Críticas ordenadas por utilidad
8
29 de marzo de 2020
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ojo ahí.
Una de las propuestas más rompedoras, descarnadas e ideológicamente potentes que hayan salido de la cinematografía española en los últimos años.
En un mundo ideal, después de una exitosa carrera comercial en la que ni dios en la península habría ignorado su existencia (¿equipo publicitario de Bayonas y "prodijios", dónde estáis?), estaríamos hablando de un próximo asalto al mercado internacional, que dirigiera la mirada a otro tipo de talentos autóctonos. Como somos lo que somos, hemos de conformarnos con un jugoso recorrido en festivales y una extendida difusión por Netflix: bueno, menos da una piedra.

La película en sí, no deja de ser un artefacto, pulcramente diseñado.
Más brillante en su inteligencia y estructura que en su corazón o gancho emocional.
Pero oye, menudo artefacto. El corazón lo puedo dejar para otro momento, si se ponen tantas tripas y huevos sobre la mesa.

'El Hoyo' marca claras sus reglas al empezar: quédate en la fila vertical, arrasa con lo que veas, generoso no debieras ser, y consuélate que más abajo no vas a estar (por ahora). Eso sí, échale un ojo al vecino, mira de reojo a los cabronazos de arriba, y agárrate al último milímetro de personalidad que te llevaste al agujero, con todas las uñas y dientes que tengas.
El protagonista Goreng se llevó el Quijote, su compañero de cuadrilátero Trimagasi el cuchillo de cocina plus que por la televisión le malvendieron, y ya hay ahí dos maneras de entender el mundo, que nadie te dice si mejor o peor, pero... allá tú si en trinchera quieres disparar bolas de papel.
Cada día, un banquete desciende de los cielos, tan rococó su diseño que ya provoca repulsa, obviando ("obvio") los rastros cerdos de pies y manos, pero tienes que comer, porque no sabes cuándo te verás en otro igual, y a los de abajo que les jodan, morirse de hambre les ha tocado por estar donde no han elegido estar.

Putísima angustia, oiga.
Galder Gaztelu-Urrutia convierte cada toque de la plataforma bajando en un retortijón directo a las venas, y te acabas dando cuenta de que en el Hoyo no mata siempre el hambre o una mala contestación de tu compañero, sino el hastío o la desesperación.
Que estamos todos en el mismo barco, pero nos negamos a remar. Y en vez de mostrar piedad o compasión, las acciones de otros han recrudecido tanto nuestra consciencia que bastante tenemos con salvarnos de nuestra culpabilidad, bajo pena de perder totalmente la cabeza.
La tragedia en segundo plano es que el Quijote reverbera sus lucha contra molinos gigantinos por el hueco de los bloques, pero ya nadie se molesta en leer, mucho menos en acometer difíciles empresas que requerirían más templanza que amenazas.

Por eso el retrato de la revolución es encomiable aquí, en tiempos de mojigatismo, policorrectismo o bienquedismo: a hostias, contra la pared, sin rehenes.
Un recorrido directo al infierno que nos deja pequeños vistazos a cada estamento de miserabilidad social, donde más importa pensar que es el de al lado nuestro enemigo, en lugar de quien mantiene los hornos de la cocina funcionando.
Bravo porque todavía se puedan lanzar mensajes incendiarios en la ciencia ficción especulativa.

Y poco más.
Lo mejor es verla, lo peor es pensar cómo imita la vida real.
Pero cascarte un espejo y obligarte a mirar siempre debería ser motivo de celebración en el arte, cualquier arte.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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6
13 de agosto de 2018
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Abrir con el clásico espectáculo de mentalista que de un tiempo a esta parte permite experimentar "algo sobrenatural" desde la comodidad no puede ser casualidad.
Que el Profesor Phillip Goodman, además, llegue a extremos violentos por desacreditar mentiras que la gente se traga con gusto, lanza otra pregunta: ¿quizá somos indiferentes porque tantos espíritus tras la pared han cebado nuestras ganas de creer?

La verdad es que, para ser un truco magníficamente orquestado, no hay trampa alguna: 'Ghost Stories' empieza desde el absoluto escepticismo y se propone asustarte despacio, a susurros, incluso se podría decir que con algo de mimo.
El mosaico de historias que Charles Cameron, antiguo ídolo televisivo de Goodman, pone frente a las narices de este no tienen ninguna prisa en soltar esas inquietantes pruebas que no se pueden refutar.
Al contrario, se quedan flotando en un ambiente de gris apatía, infectando la mente del desprevenido profesor, como si hubiera un hilo conector entre los tres que ha sido tenebrosamente trazado por una mano desconocida.

El movimiento de una sábana al paso del haz luminoso, al fondo de la habitación.
Dos figuras totalmente quietas que podrían ser los depredadores al otro lado de la puerta, de un refugio en casa propia.
Un acoso calmado y espectral, que se rebela al mínimo pensamiento de que lo que pasa está siendo completamente normal.
Los resortes de esta antología terrorífica están lejos de ser efectivos muchas veces, tal vez porque prescinden de ser súbitamente impactantes, pero guardan el adecuado alejamiento de foco como para que te preguntes qué has visto: y cuando te das cuenta de que no lo sabes, te quedas ahí, con la niña del cuarto oscuro o el demonio del bosque negro.

Claro que todos los trucos implican una distracción, para luego revelar la sorpresa.
Y allá donde se puede pensar que la sorpresa iba a venir de que nos han puesto en una realidad donde lo sobrenatural no puede existir, resulta que eso solo era un prólogo, porque la distracción es todo este conjunto de criaturas que acechan pesadillas despiertas.
La verdadera sorpresa era comprobar que, no importa su naturaleza, los monstruos y espectros viven dentro de nosotros, enquistados en lo que pudimos evitar, en lo que no queríamos afrontar y, peor, lo que no nos salvamos de ver pasar.

Los fantasmas siempre significaron un asunto pendiente.
Negar su existencia no puede ser muy distinto de contarse una historia constantemente, sin parar a pensarla, para no darte cuenta de que te mientes.

Ojo, siempre lo hemos hecho.
Lo que distingue un buen truco de uno malo es si nos distraen bien para aceptar esa mentira.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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6
2 de diciembre de 2018
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1968, las ratas que abandonaban el barco no podían disfrazarse mucho más bajo la apariencia de leones.
Los movimientos juveniles contra la guerra de Vietnam, la inminente llegada del hombre a la Luna y el cambio de presidencia con Richard Nixon dejaban ver una nación fracturada, profundamente rabiosa contra la vieja guardia generacional.
Y, como siempre ha sucedido, es en las fronteras marginales donde todo eso suele explotar.

'Malos Tiempos en El Royale' decide divertirse en el amanecer de un cambio socio-cultural.
Pero no solo eso, sino que además tiene el buen gusto y estilo de tomarse su tiempo para disponer todas las piezas, dejar lujoso espacio a sus variopintos personajes y, en última estancia, apenas trazar un leve misterio para que sean ellos los que se choquen.
Porque nadie a finales de los 60, en la muerte certificada de la impoluta familia norteamericana, escapaba de estar a merced de conspiraciones mucho más grandes que cualquier individuo.

Daría la impresión de que esos tejemanejes van a permanecer lejos del antaño glamouroso motel de frontera entre Nevada y Florida, pero pronto queda al descubierto que sobreviven atraídos por la vieja reliquia dejada allí: dinero a montones, antiguo y sucio, producto de un robo necesario hace tiempo, conciencia latente que pide la sangre de los que nunca cumplieron su condena.
Nadie escapa sin mácula, ni el misterioso vendedor de aspiradoras Seymour Sullivan, ni la airada hippie Emily Summerspring, ni mucho menos los "rivales más débiles" frente a sus respectivos machismo flagrante y morro torcido, el anciano Padre Daniel Flynt y la cantante negra Darlene Sweet.
Desde el principio se cuaja un juego de espejos entre los cuatro, uno al que el pipiolo gerente del hotel Miles Miller se ve arrastrado sin pretenderlo, donde el vigilar la mirilla y bajar la persiana con una sonrisa forzada parece la única precaución posible ante la desconfianza que inspira el vecino.

Conviene no desvelar nada más para conservar la atinada matrioska que es el argumento, pero hace falta decirlo: gracias, muchas gracias director Drew Goddard, por dejar claro que la muerte puede llegar en el momento de más quietud, y ninguna ficha (famosa o no) se puede librar de caerse por el lado equivocado del tablero.
Probablemente era un estado de paranoia muy fiel a ese momento concreto, donde grandes hombres enmarcados en la Historia necesitaban reafirmar su poderío machote, y cuanto más horriblemente desmesurada era la sospecha más probabilidad tenía de extenderse todo lo lejos posible de la moralidad (nadie pensaba que un Presidente vigilaría todos los pasos de su gente, nadie pensaba que se mandaban jóvenes ya muertos a una guerra imposible de ganar).
Y, como siempre ha sucedido, en el escalón más bajo estaban los viejos (religiosos), los niños (gerentes) y las mujeres (negras), siempre esperando el próximo cachito que les dieran.

En ese estado de la cuestión, es la tímida conexión entre Flynt y Darlene la única que muestra un poquito de esperanza: aunque al principio se arrojan las mismas miradas glaciales que le echarían a cualquier otro huésped, uno abriéndose al otro sobresale como ejemplo de esa bondad que debía ir agazapada en tiempos; y particularmente Jeff Bridges a punto esta de robarse unas alas de ángel inesperado.
A ellos, por lo menos, les hemos visto luchar, y huir por un mañana mejor, pero otros no han tenido tanta suerte, quedándose como el chico de mantenimiento de la gente pudiente, guardando secretos horribles y merodeando siempre por pasillos donde se ha concentrado el peor rostro del país: Miles ha vivido atado en un caleidoscopio con paredes transparentes a sus grandes ídolos, y tanto es el peso de la maldad que ya no puede dejarla atrás.
Como todo lo contrario existe Billy Lee, el iluminado líder de su propia secta libre, todo buenas maneras y apolínea figura, que forzando su lugar en medio de la sociedad no soluciona nada, sino que ha cambiado la realidad de sus seguidoras por otro sistema igual de cerrado.

El Royale, al final, nunca hizo nada a nadie, porque los hombres que pasaban por allí ya tenían suficientes crueldades en mente.
La ironía, y la buena noticia, es que una semilla podrida en forma de dineral, en el peor lugar, en el peor momento, parezca decidir el camino que tomaría toda una nación a partir de entonces.
Lo dice Darlene, de hecho, en un arranque de insospechada valentía, quizá inspirada por todo lo sufrido: "siempre hay hombrecitos como tú... que acaban olvidados algún día".

Quizá la estancia se alargue más de lo necesario llegado el final, pero El Royale se queda como buen sitio a visitar.
Sobre todo porque tras los malos tiempos, siempre vienen mejores.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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6
25 de mayo de 2018
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace ya una década, los Extraños llamaron a la puerta del cine de terror contemporáneo.
Sin las infancias traumadas de psicópatas diversos, ni las deformaciones espantosas de mutantes violentos, tampoco la estética impactante de otros tantos asesinos, su maldad calaba hondo por una sencilla justificación...
"Porque estabais en casa."

'Los Extraños: Cacería Nocturna' no deja de ser más de lo mismo, pero son sus agradecidos toques de rareza los que la hacen pasar de rancia a mínimamente visible.
Su director, quizás consciente de que está replicando un modesto éxito ajeno y lejano en el tiempo, elige la vía de la "exploitation": título plasmado en letra recargada sobre fondo chillón, proliferación de música ochentera absolutamente pegadiza y cierta atmósfera "barata" que cuadra perfectamente con expectativas bajas.
Tal vez porque era la única forma de hacer homenaje a una historia digna de cualquier doble programa de terror en autocine.

Son dos familias la que coinciden en el hotel de caravanas, las dos con una oscuridad palpable en sus dinámicas, salvo que la de caras de tela y cartón mata en vez de tirarse los trastos encima.
Meter protagonistas ya tocados por la desgracia no es nada nuevo, pero sí añade un extra de urgencia a la hora de huir, así como cierta idea maligna de que los Extraños rondan las cosas que no han salido bien: un matrimonio fallido anteriormente, ahora una familia que no ha aprendido a quererse.
Contrasta eso con la parsimonia y normalidad que se toman ellos en cada asesinato, rara vez abalanzándose o corriendo, sino disfrutando cada segundo delicioso en el que sus víctimas ruegan primero por su vida, después por un final rápido que les ahorre esa normalidad bizarra minutos antes de la puñalada.

Está claro que el "Basado en hechos reales" se acaba agotando, y pronto deja de importar la inquietud que se ha construido, para pasar a la cacería.
Pero quedan rastros, imágenes... piscinas teñidas de sangre, figuras que se giran en la penumbra o caras blancas que aparecen de la nada... elementos fuera de lugar, helando la sangre en esos sitios en los que nunca pasa nada.

No se queda una impresión duradera, pero se siente el temor de que esa persona observando fijamente en la oscuridad, ante el buscar una razón, te pueda contestar... "¿y por qué no?"
Charles
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8
16 de marzo de 2017
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Criar a un hijo nunca es tarea fácil.
De alguna manera, muchas películas pasan de puntillas sobre el tema, limitando al hijo a mera presencia satélite del protagonista de turno, o reduciendo su crianza a una serie de victorias y fracasos.
Cuando la verdad es que todo eso no es nada adecuado: un hijo no es una victoria ni un fracaso.
Es un ramillete de miedos, un parcheado de inseguridades, el todo y la nada que una madre o un padre podrá dejar, el último refugio de sus enseñanzas sin valorar.

'20th Century Women' no solo tiene a una excelente muestra de actrices de todas las generaciones, sino que basa todo su discurso en una idea tan potente como desoladora, difícil de asimilar: que la construcción de identidad de un hijo, o de cualquiera, es un proceso inacabado en el que nunca se tendrá todas las respuestas, o al menos nunca al mismo tiempo.
"Antes, todo el barrio criaba a los hijos" recuerda Dorothea (una gigantesca Annette Bening, haciendo muchísimo más con menos), añorando tiempos más humildes en los que lo material no había sobrepasado a lo comunal. Y de ese pensamiento casi inocente, decide pedir ayuda a la joven Abbie y la más adolescente Julie para criar a su hijo Jaime: mujeres fuertes y decididas, cada una con una independencia nacida de sus circunstancias y su inseguridad.
Todo por conectar, casi desesperadamente (pero de esa manera calmada que da la madurez), con la vida de un hijo que se empieza a plantear las preguntas importantes.

¿A qué obedece esto? ¿Cómo se debe sentir esto otro? ¿Cuál es mi verdadero valor?
Abbie, la hermana mayor que nunca tuvo, Julie, el amor adolescente que no tiene, y Dorothea, la atípica madre que siempre tendrá, unen sus fuerzas en una tarea tan titánica como es formar una joven mente.
Sin embargo, Mike Mills aprovecha y, sin abandonar las formas de drama independiente, expande sus vidas de lo particular a lo general, apoyándose en esas (a su manera) extraordinarias mujeres para hablar de la alarmante falta de empatía que ha embargado nuestros sentimientos en este nuevo siglo.
El discurso "Crisis de Confianza" del presidente Jimmy Carter pronunciado en Julio del 1979 sirve para apuntalar generaciones enteras, dedicadas a una incansable búsqueda de sentido que no ha resultado como esperábamos que fuera. Hemos perdido a las personas en la mezcla, hemos minusvalorado sus afectos e importancia, todo porque nunca fueron la versión perfecta de lo que quisimos que fueran.

Ante este pensamiento, Dorothea reacciona con casi insultante simplicidad, mientras Julie y Abbie miran sus imperfecciones, pensando que deben avergonzarse de ellas.
Y el mensaje de esta historia es claro y directo: no.
No te avergüences de lo que no eres. No te limites por lo que piensas que eres. Celebra lo imperfecto o imperfecta que eres. Y exige lo que de verdad quieres.
Es el único derecho que este nuevo siglo nos ha legado, el único que no debería ser obviado.

En esta vida, no todo puede ser perfecto ni ideal. Tenemos derecho a querernos, y a querer a otros por lo que son, sin que se hundan en la desintegración de su individualidad.
Asumamos que, con ellos, no suele haber cierres espectaculares ni grandes despedidas.
Pero lo que siempre va a quedar es la huella de esas personas extraordinarias, que pasaron por nuestra vida.
Charles
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