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España España · Madrid
Críticas de Charles
Críticas 1.065
Críticas ordenadas por utilidad
7
30 de abril de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pasa una cosa con 'Los Héroes del Tiempo'.
Para ser una película que derrocha magia e imaginación... no tiene ningún reparo en contarte que eso mismo muchas veces es mierda ridícula y decepcionante.
Que alguien nos puso en este universo por reírse un poco, y podemos creernos especiales o afortunados, pero a la larga, probablemente cuando seamos adultos, acabaremos formando parte de esa misma capa de mierda intrascendente.

Kevin, el protagonista, por otro lado, todavía no es parte de ella.
Él sigue concentrándose en un libro frente al televisor, mantiene activa su inquieta curiosidad y el desorden de su habitación parece una defensa contra las rígidas normas que tiene que acatar fuera de ella.
Pero eso es porque Kevin "sufre" una condición extraordinaria: todavía es un niño, que se maravilla ante lo magnífico y presta atención a lo pequeño. Que sigue esperando a un caballero artúrico que cruce su habitación destrozando las puertas de su armario, que no se duerme sin esperar las cosas mágicas que puedan pasar en la medianoche.

'Los Héroes del Tiempo' supone una defensa sostenida de la capacidad de asombro infantil: nunca habrá una situación que a Kevin no le parezca extraordinaria, mientras somos capaces de apreciar cómo los adultos la vuelven ordinaria, algo que se transmite incluso a sus enanos compañeros de viaje.
Pero igualmente Kevin no se deja avasallar, él sí se quedaría escuchando a un cómico Napoleón Bonaparte obsesionado con su altura, o con un patético Robin Hood que domina el bosque de Sherwood con más estupidez que valentía. Ajeno a las intrigas del cosmos y los viajes en el tiempo, para él todo es hermoso y especial, mientras que los adultos de todas las estaturas solo piensan en el beneficio inmediato.
Asoma, sin embargo, una excepción en su viaje: el bondadoso Agamenón con el porte de Sean Connery, que le acoge en su séquito como un igual al que enseñar, casi la sombra de un buen padre que nunca ha conocido. Pero, incluso en la fantasía, el show debe continuar, por mucho que el recuerdo se pueda quedar.

El Señor de la Oscuridad tiende sus trampas en el camino del grupo para hacerse con el mapa temporal que tienen, y en sus maneras, más allá del soberano tenebroso que es, vemos el mismo patrón: otro adulto codicioso que desprecia las maravillas del universo, como si fueran algo que poseer y no que descubrir.
Al final va a ser ese el problema, que cuando crecemos nos tomamos la existencia tan en serio que nos creemos que se sale vivos de ella, y que en realidad no estamos en la fantástica chapuza de algún Ser Supremo al que todavía le faltan muchos arreglos que hacer al universo.

Claro que en el fondo no importa: la mente infantil no necesita que el universo tenga sentido, porque ya lo busca ella sola, haciendo y deshaciendo, mezclando e inventando, en un claro paralelismo con los juegos que desarrollamos en nuestros primeros años, y desgraciadamente abandonamos (demasiado) poco después.
La telebasura, el aburrimiento, la ignorancia, la muerte y el paso del tiempo... todos ellos son nuestro Señor Oscuro, y carecen de verdadero poder cuando lo pensamos bien.

Por suerte, la fantasía es como esta película: extraña, deliciosamente absurda y eterna.
Si la dejamos, aún podemos soñar conque un grupo de enanos vendrá a buscarnos a través de un portal.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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5
28 de marzo de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con 'The Loved Ones' Sean Byrne consiguió algo bastante curioso en el panorama de terror actual: una historia mínimamente potente e interesante, que no reinventaba nada, pero conseguía aprovechar todas las claves del subgénero de manera novedosa.
Si aquella iba por la rama de las venganzas con acoso adolescente de por medio, su nueva historia aspira a hacer algo parecido con las casas encantadas, saltando por encima de los tópicos, pero sin abandonarlos del todo con clara intención juguetona.

'The Devil's Candy', de esa manera, es la historia de una familia que se muda a una nueva casa donde se han cometido grotescos asesinatos, con el habitual padre que empieza a perder la cabeza, con la típica adolescente que empieza a no comprender a su padre, y con el típico pasado de su hogar que volverá para atormentarlos.
Sin embargo, quedan interesantes chispazos de talento, como esos planos encadenados que asemejan el trabajo de pintor al de un asesino en serie, o las inquietantes elipsis en blanco en las que el patriarca solo recuerda estar pintando febrilmente un fresco demoníaco.

La sorpresa es que el terror no solo procede de las acciones del Diablo mismo, sino también de actos tan cotidianos y sencillos como empezar a pintar imágenes con claro tinte siniestro, cuyos compradores te exigen comprometer el amor de una hija según les plazca.
Y se puede acabar concluyendo que las posesiones satánicas no son tan terribles como las materiales, que te exprimen aún a pesar de no ser tan repudiadas socialmente (siguiendo el hilo de ese omnipotente reportaje que nos informa de las diferentes versiones del Diablo en muchas latitudes y culturas).

Queda un agradecido terror en casa encantada, con unas pinceladas de metal y agradecida falta de pretensiones.
Porque ya demasiadas casas encantadas se complican la vida.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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7
16 de marzo de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con la edad, te sueles dar cuenta de ciertas cosas.
Detalles, desvelos, anhelos... que se cuelan entre lo que se dice y lo que se hace, y que muy a menudo nunca encuentran salida adecuada.
Y eso es porque se juzga que no hace falta expresarlos. De hecho, no es recomendable translucir sentimientos, tan solo fijarse en adivinar según cuáles pensamientos.

'Extraños en el Paraíso' está consagrada a esas cosas que nunca se dijeron, porque todo el mundo ya sabía que estaban sucediendo.
A través de breves estampas de blanco y gris, muestra esa realidad en la que nunca pasa nada, y poco a poco pela sus capas hasta demostrarnos que sí, está pasando mucho.
Pasa que personas cínicas y solitarias buscan un tenue resplandor, por pequeño que sea, mientras que las más inocentes se aferran a cualquier promesa hecha a la ligera.

Willie es de los primeros, mientras que su recién llegada prima Eva es de los segundos.
La comunicación entre ambos no funciona en absoluto. Y sin embargo, algo está sucediendo ahí: leves intentos de Willie por agradar a su prima, momentos en los que ella le pilla con la guardia baja y él se permite perderse en su enigmática gracia juvenil.
Algo que destaca, calladamente, algo de lo que todos nos hemos dado cuenta, pero que queda silenciado, por si acaso fuera a extinguirse en cuanto alguien dijera qué se están jugando. Las oportunidades como esa no se presentan tan a menudo en una vida inundada por el humo de los cigarrillos y el amargo olor del café a primera hora de la mañana.

Pasa un año, despedido sin pena ni gloria (como siempre), y todavía Eddie, el mejor amigo de Willie, sigue recordando aquella chica que no fue al hipódromo con ellos; rastros de una prometedora tarde que nunca fue.
Y, descuidadamente, sugiere que podrían ir a Cleveland, a visitarla, como si tal cosa. Por qué no, no está lejos, sería bueno ir, se puede ir a ese sitio como a cualquier otro.
Pero van justo a ese sitio. Y la distraída mirada de Willie no nos deja lugar a dudas.

Lo fascinante de 'Extraños en el Paraíso' es que podría resumirse de manera muy simple como la historia de tres amigos buscando sobrevivir juntos. Pero sería quedarse en la superficie: en el fondo de sus protagonistas se dibuja un comportamiento tan elemental como entendible, en el que quedan retratados, por todo eso que han callado.
Por esos sentimientos que camuflaron de descuido o dejadez, o incluso por todos los cigarrillos que hábilmente encendidos silenciaron las únicas palabras que merecían la pena.
Es un monumento a la nada, y a la vez lo es todo, todo eso que a veces somos capaces de apreciar en los cotidianos detalles que les rodean.

El título original, 'Stranger than Paradise', o "Más Extraño que el Paraíso", suma una capa más al enigma: ¿cómo puede ser que una promesa nunca cumpla lo prometido?
Los tres amigos se dirigen a la soleada California, símbolo de sus deseos de huir y construir otra vida, pero incluso en ese "paraíso" se sienten desarrapados, solos y perdidos, como si nunca hubieran sabido qué esperar realmente de ese vago objetivo.
Quizá un cambio de escenario nunca sea suficiente, si se lleva siguiendo el mismo guión mucho tiempo, no importan las fascinantes chicas llamadas Eva que aparezcan para remediarlo.

E incluso el título español encuentra su necesario sentido: los tres querían ser amigos (¿amantes?) en California, pero al final solo les queda ser esos extraños del paraíso que vemos.
Nunca se han molestado en conocerse, más allá de lo necesario, pese a toda la hueca palabrería que no paraban de intercambiar, con la promesa de que pasara algo.
Y el paraíso podría ser ese sitio indeterminado, en el que uno espera que pasen cosas, aunque a la hora de la verdad no pase nada más que lo que uno hace que pase. Paraíso algunos lo llaman, rancio infierno para otros será.

Todas las cosas que nunca se dijeron, dentro de aquel motel californiano, se quedaron congeladas en ese momento en el que ninguno supo lo que quería.
La duda que queda, que siempre quedará, es como habría sido todo, si se hubieran dedicado a disfrutarlo por lo que era, y no por lo que ellos pensaban que iba a ser.
Charles
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7
13 de marzo de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el inicio, vemos una casa con paredes resquebrajadas, a punto del derrumbe, siendo evacuada por todos sus vecinos.
El matrimonio formado por Emad y Rana, actores ambos y profesor de instituto él, se apresuran por la escalera, mientras atrás dejan toda la rutina que conocen.
Tendrán que cambiarse de piso. Tendrán que empezar de nuevo. Pero hasta a eso se sobrevive.

'El Viajante' se abre así como un estudio particular sobre la huella que dejan los actos cotidianos, y en general analiza toda una sociedad, la iraní, consumida por ansias internas, la mayoría de las veces reprimidas por su severa ley religiosa.
Emad y Rana se mueven a un nuevo apartamento, casi de manera casual y nada complicada, mientras continúan sus ensayos teatrales y rutinas perfectamente delimitadas. Asghar Farhadi de hecho hace un esfuerzo consciente en dotar a esos momentos de una particular parsimonia, en los que se podría decir "no pasa nada"... y efectivamente nada pasa.
¿Por qué debería ser de otra manera?
Hasta que la tragedia sucede, camuflada dentro de lo cotidiano, y deja una huella imborrable sobre la que no se puede dejar marcha atrás.

Aquel apartamento recién adquirido tiene los fantasmas de una anterior inquilina disoluta, y dichos fantasmas aún vuelven a visitarla, da igual que ella ya no esté allí.
Una agresión ejercida a Rana se convierte entonces en el estigma insalvable sobre el que toda una comunidad de vecinos no tiene problema en expresar su (desagradable) opinión, y hasta Emad se verá incapaz de mantener una fachada de frío (masculino) control sobre la situación. Uno no puede estar seguro ni en su propio barrio, ni en la supuesta tranquilidad de un nuevo hogar.
La confianza entre Emad y Rana, los cimientos de un matrimonio común, se empiezan a resquebrajar ante una inquietud que se ha colado sin que hayan podido combatirla.

Es fascinante como Farhadi expande un misterio semi-convencional en todo un extraordinario drama social con apenas cuatro detalles: el agresor se dejó objetos detrás, ya no es una bestia terrible e incierta, sino un ser humano que huyó asustado dejando su furgoneta.
Vehículo ese que funciona como tótem de culpa, convenientemente movido por ambas partes de la pareja: Rana lo deja lejos con la esperanza de que desaparezca, mientras que Emad lo mueve cerca, bloqueando el paso en el garaje, como un recordatorio molesto al que hay que poner necesaria solución.
El teatro de ambos funciona del mismo modo, transformando "Muerte de un Viajante" de Arthur Miller en la adecuada metáfora de una sociedad reprimida e inmisericorde, que estando encerrada en sus culpas actúa dejando escapar una falsa risa donde marque el guión para aparentar que todo sigue bien, mientras cada vez tenemos más claro que ocurre lo contrario.

De entre las planicies de la rutina, se ha formado un monstruo voraz, alimentado por una vaga idea de honor a la que Emad quiere hacer justicia (su propia justicia), como si fuera la única cosa que le ha impulsado siempre, cuando vemos que ha sido capaz de ser marido afectuoso, profesor distendido y mejor amigo de los niños.
En el lado contrario, Rana solo quiere recuperar una vida que se les ha arrebatado violentamente, que muere a cada minuto entre los sucios secretos de los vecinos y los miedos irracionales que su situación le ha provocado.

La triste realidad, sin embargo, les sorprende dándose cuenta de que los actos horribles ya han pasado, y en su vida se han infiltrado.
Ellos, como toda una generación oprimida, deben convivir con ese carácter definitivo de las cosas, mientras intentan maquillar esa rabia e impotencia volviendo a calzarse el disfraz de "buenas personas" que creían ser. Una última puñalada que Farhadi se guarda, bajo la apariencia de un suspense desesperante en el que nunca ha habido mala baba, sino patetismo y humillación.
Y a eso, al contrario que a un edificio agrietado, nadie sabe si se sobrevive.
Charles
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7
24 de noviembre de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una risa escandalosa rompe la quietud de un lago nada más empezar.
El diálogo habla de progreso, de cosas que estaban bien tal y como estaban, de lugares imperdibles, todo con un sano toque de frivolidad desinteresada.
Mientras tanto, máquinas excavadoras se afanan en desbrozar el paisaje, aportando una sutil capa de ironía que no se nos puede escapar, recordando que lo mismo que apreciamos de él es lo que no paramos de alterar a fuerza bruta.

'Deliverance', 'Defensa' en su título español, es una regresión a la supervivencia del más fuerte, un matiz que sigue latente en nosotros, cubierto con la más delgada cortina de civilización.
Algo que violenta y atemoriza, que deberíamos tener más en cuenta, pero que hemos desechado a favor de un trabajo bien pagado y una familia estable.
El discurso de la película es tajante: tenemos el instinto, pero hemos perdido las agallas. Tal como el león se acobarda cuando se acomoda, el salvajismo primigenio ha abandonado nuestros sentidos, que no nuestro entorno.

Cuatro hombres se dirigen de excursión al alejado lago que hemos apreciado antes, con la esperanza de disfrutar de las últimos momentos de un río que acabará bajo la superficie.
Para Ed, Bobby y Drew es solo otra excursión cualquiera, un remanso de paz y agradecida suciedad de sus pacíficas vidas, pero para Louis es algo más. La posibilidad de vivir una fantasía de supervivencia, cazando e imponiendo su fuerza, algo con lo que juguetea pero de lo que también carece en su vida diaria.
Sus confidencias y afirmaciones dibujan hombres seguros y decididos, pero de fondo perfilan gente que no aguantaría una semana en esas condiciones. La naturaleza para un rato, para fingir ánimo aventurero y si acaso para alardear de vuelta a la civilización.

Lejos de fraguar algún tipo de tensión, John Boorman elige el silencio del bosque. Rodea a sus personajes con él, prescinde de banda sonora, y presta especial atención a las gotas de sudor de su frente. Esto es una prueba física, no una barata película de terror.
Por eso es incluso más impactante cuando sucede la violencia, sin más, como siempre sucede, no la hemos visto venir. Y no es violencia sangrienta o brutal, sino humillante y asquerosa: estos hombres no pierden un diente o un dedo, sino la dignidad viril que creían poseer, algo muchísimo más doloroso.
Es a partir de entonces, inválidos y aislados, cuando comienza la verdadera aventura, una conectada con su psique más profunda, y una para la que claramente no están preparados. Han vivido, domados y cómodos, desde que nacieron, por mucha habilidad con el arco de la que presuman.

Pero lo más brillante es que no existe conversión salvaje, la persecución nunca se transforma en una venganza, los corderos nunca aprenden a vestirse con la piel del león.
Boorman comprende que eso habría restado valor a una experiencia tensa, en la que sus campistas siempre están superados por las circunstancias o cometen torpezas imperdonables para nuestra ansia de sangre como espectadores, vergonzosamente razonables para nuestra mente civilizada.
Y lo peor es que la primera piedra ya ha sido lanzada, no hay vuelta atrás, se han visto arrastrados a confiar en su fuerza y han triunfado a la hora de la pelea rastrera, como animales enjaulados, pero ese es un calor que se enfría junto a la sangre seca, y deja una culpa tan difícil de soportar como imposible de expresar.

A la vuelta a la civilización, el instinto salvaje permanece clavado como un puñal escondido, ninguna lágrima lavará su herida.
Es una herida que no remite, que no cesa de despertarles por la noche, ocupando el sueño con una mirada de autoconciencia. Pero lo peor es que nunca, nunca se cura.
Así es el tormento de conciliar nuestra conciencia con las ley del más fuerte.
Charles
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