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Estados Unidos Estados Unidos · Chicago
Críticas de Donald Rumsfeld
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Críticas 80
Críticas ordenadas por utilidad
8
22 de agosto de 2016
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nosotros teníamos plena confianza en Paul. Conocíamos las cifras de sus películas anteriores. Ya habíamos trabajado juntos anteriormente con sustanciosos resultados para mi cuenta de Las Bermudas. Instinto básico no costó mucho y reventó las salas. Ahora bien, que yo y mis asesores tuviéramos plena confianza en él no quita para que en sus películas siempre hubiera algo un poco rarito. En Robocop, por ejemplo, había un tono excesivamente irónico y sutil, justo de ese tipo particular de sutileza que puede hundir la recaudación. O qué me dicen de Starship Troopers, sí, todo aquello de poner a los personajes de OC o Beverly Hills o Friends en medio de una sociedad fascista y mostrar como esos jovencitos encajaban perfectamente sin necesidad alguna de adaptación, vaya, que no sólo no echaban nada de menos sino que incluso parecían disfrutarlo. Yo quiero mucho a Paul. Conozco a sus nietos. Sé donde vive. Pero a mí todo eso siempre me pareció un poquito raro.

Tan raro como cuando ojee el guión de Showgirls, que Joe escribió a unos cien mil dólares el folio. Ojear aquello era como pegarse un tiro en el pie. Y cuando finalmente Paul nos enseñó la película… bueno, sentí como que se estaba riendo en mi cara. Y efectivamente eso era justo lo que él y Joe estaban haciendo. Paul me daba palmaditas en la espalda y no paraba de repetir que había tetas, <<un montón de tetas>>. Bueno, vale, admití, hay buenas tetas e incluso algún jugoso chumino, pero se suponía que esto debía ser un taquillazo. Muchachos, les dije, lo primero que aprendí en esta industria es que si te ríes del público con tanto descaro este se suele molestar.

Para empezar está el tema de Las Vegas, desde esta industria y otros sectores no menos respetables nos hemos esforzado mucho en presentar esa ciudad como un lugar molón, una ciudad tan chachi e irresistible que incluso la ostentosidad, la depravación o la lascivia pueden molar en ella. Un prodigio arquitectónico de talla universal. Un templo del hedonismo en el que todo aquel que se lo pueda permitir podrá disfrutar observando cómo inocentes ancianitos se juegan el plan de pensiones y luego prostituyen a las que podrían ser sus nietas. Nos ha llevado décadas, décadas, hacer parecer normal semejante tinglado para que ahora llegue un holandés y se ría de todo nuestro trabajo al respecto. Y la cosa no acaba ahí, de hecho me pareció que cada plano de la película era una ofensa a nuestro modo de vida; me pareció la película más sarcástica, ofensiva y autoconsciente que se ha hecho sobre nosotros. Y bueno, que lo hiciera un Godard, vale. Total, ni Dios se iba a enterar. Pero que lo hiciera Paul, y de esa manera, y con nuestro propio dinero, eso molesta.

Mientras la veía tuve la certeza de que Paul y Joe estaban dejando como jilipollas a todos y cada uno de aquellos que soñamos con un fin de semana en Las Vegas. De que ambos debían de encontrar despreciable cuanto sucede en esa ciudad. No respetaron nada, ni la ciudad ni los shows ni los casinos ni a los trabajadores ni a los turistas. Nada. De hecho daban a entender que todo aquello era hortera, deforme, decadente y exagerado (recuerdo perfectamente la escena de la piscina o la paliza del final, donde ya apenas disimulan la parodia y el sarcasmo). Y que una ciudad así sólo podía suceder cuando tienes, no sé, digamos 300 millones de imbéciles dispuestos a creer en ella. Porque tal y como lo muestran, algo tan enorme y enfermizo sólo puede existir si la mayor parte de la sociedad sobre la que se sustenta vive en una especie de delirio colectivo, sueña con fantasías estúpidas y tiene tanta sensibilidad como Unabomber. Paul se reía de mi y alegaba que en su película Las Vegas no era diferente a cualquier Disneyworld. Eso mismo dijo, vayan ustedes a saber por qué.

Parecía no entender que a la gente le gusta creer que las cosas son sencillas, que desean identificarse con los personajes y que en una película que va de un show el personaje debe triunfar con el show y el triunfo ha de ser algo bueno en sí mismo. ¿Y qué hizo él? Hizo una película llamada Showgirls en donde los shows son grotescos y las girls ni son especiales ni tienen empatía y ni tan siquiera personalidad, una película con un final decadente que recuerda a esos chistes que nunca acaban, una película realizada con una técnica brutal pero al servicio del mal gusto; una película que, por decirlo suavemente, defecaba sobre su propio target diciéndole aquello que no quiere oír y mostrando lo que no quiere ver justo de la manera en que no desea verlo.

Pero Paul, Paul, hijo mío. Que están tomado coca-cola y palomitas. Con todo lo que nos ha costado hacer creer que las hamburguesas son comida y que los concursantes de OT son gente normal (o más exactamente, que lo normal debe pasar por ser como ellos); con todo lo que nos ha costado convencer a la gente de que tirar el dinero en una ruleta, o en un show en el que se muestren tetas, es una idea maravillosa; con lo difícil que es hacer infeliz a la gente incrustándoles deseos y metas absurdas; con lo que nos ha costado hacer creer que un chumino en Las Vegas es algo con glamour; ahora vienes tú a desmontar el tinglado. Yo ya se lo dije, te van a comer vivo. Pero a él le daba igual: <<muchas tetas grandes, triunfo asegurado>>. Y tenía razón. Los dos la teníamos: fueron en masa a verla y se sintieron masivamente ofendidos. 7 Razzies. Claro que 7 Razzies para alguien que parece despreciar tan profundamente nuestro modo de vida casi podrían considerarse como un reconocimiento a lo acertado de su crítica sobre nuestra incapacidad para discernir siquiera sobre lo más elemental (no hablemos ya de autocrítica), nuestro materialismo radical y, paradójicamente, a los miedos y deseos sobre los que éste se apoya. Fijo que él lo cree así. Exactamente igual que mi cuenta de las Bermudas. Paul, vuelve cuando quieras.
Donald Rumsfeld
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Soul
Estados Unidos2020
7,4
33.617
Animación, Voz: Jamie Foxx, Tina Fey
3
20 de enero de 2021
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pretender la ecuanimidad en películas como Soul o Coco requiere tener en cuenta que ya no operan sobre el vacío, como las primeras de Pixar, en las que ni tan siquiera había un marco de referencia con el que contrastarlas; por el contrario, hoy la animación digital se ha perfeccionado al punto de estar presente en casi todas las películas de alto presupuesto, provocando que en lo estrictamente visual sea difícil saber donde comienza y acaba; el efecto es que desde aquella primera hornada lo digital ha pasado de excepción a norma y lo que antes era irrealizable hoy solo es una cuestión de presupuesto, restringiendo así, por saturación, la posibilidad de sorprender al espectador desde una perspectiva visual. Por si eso no fuera suficiente, también habría que quitar el listón que la propia Pixar situó en algún punto de la estratosfera. Teniendo en cuenta lo anterior, Soul quizá no sea un fracaso pero sí una película que traiciona seriamente la misma esencia que hizo de Pixar lo que fue.

Técnicamente es fallida, además de fea. Y esto por varias razones, algunas de las cuales se conectan a su vez con su diseño artístico o la naturaleza genérica en la que insiste en encuadrase: drama (exclusivamente) adulto con toques de comedia y lecciones de autosuperación. A excepción del gato, cuya animación es portentosa, los personajes humanos son anoréxicos: solo una cabeza con extremidades finas y alargadas, algo que sirven para enfatizar unos movimientos a lo slapstick -rápidos, exagerados, caricaturescos, supuestamente cómicos-, que no encajan con las escenas dramáticas y que además se contraponen de manera estridente con los fondos y el mobiliario hiperrealista en donde trascurre gran parte de la misma. Por otro lado, la imaginería remite directamente a lo sobrenatural y, de manera grosera, a lo específicamente religioso, propiciando secciones enteras en donde se dedica a disfrazar de neón escenas ya vistas y un diseño de entornos y personajes que conjuga la nula expresividad y el y mal gusto a parte iguales (obsérvese la diferencia con los personajes de Inside Out, cuya textura se correspondía al punto con lo que representaban). Por lo demás, hay detalles que dan la impresión de no estar bien rematados: saturación excesiva, brillos exagerados, animaciones planas o fondos que dan la impresión de ser una versión inacabada. La cosa es tan seria que ni tan siquiera la banda sonora encaja. Soul quiere ser jazz, pero confunde la improvisación con el desorden y el ritmo con la velocidad, presentando en ocasiones elementos casi indistinguibles a una velocidad suicida. Amigos de Pixar, me sabe mal tener que recordároslo: el ritmo es una sucesión de pausas.

Dramáticamente no solo es fallida, basta compararla con (ya que estamos) Inside Out para darse cuenta de que es estúpida. Por ejemplo: mientras que allí la imaginería de la película recreaba de manera sencilla y precisa los procesos mentales de una niña con estrés, aquí se nos envía, escalera ascendente mediante, puerta con luz al fondo, con un trasunto de San Pedro. El resto del cuento de navidad es una representación del cristianismo del pavo en tonos algodón de azúcar, por la que un personaje central -extremadamente plano y más suave que Mr Scrooge tras una colonoscopia complicada-, transita sin saber muy bien a cuento de qué viene todo aquello. En síntesis: a una premisa central nivel Gump (carpe diem) se une, de manera contradictoria, el absurdo (judeocristiano) según el cual para poder apreciar plenamente el valor de lo cotidiano es necesario un más allá. Y a continuación, para que no queden dudas de que el asunto es completamente parcial y en absoluto laico, escenifican un más allá en el que el carácter, el talento o las inquietudes se prefiguran con anterioridad a la maculada concepción; dejando así el peso de la biología, las circunstancias o los propios individuos en poco más que calderilla.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Donald Rumsfeld
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9
13 de septiembre de 2018
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por lo general, el cine y las series de televisión raramente plantean escenarios apocalípticos plausibles.

Quizá porque en su esfuerzo por pretender resumir procesos que conllevan siglos a un momento concreto eluden la naturaleza más esencial del propio proceso. Desde una perspectiva individual, es la propia lentitud con la que suceden los grandes cambios lo que les convierte en especialmente devastadores. Una extinción masiva, salvo “accidentes” tipo asteroide y por el estilo, no sucede de un día para otro. Lleva su tiempo. Nosotros llevamos 200 años intentándolo y aún no lo hemos conseguido. Del todo.

O por el trasfondo religioso y moralista del que estas películas y series suelen hacer ostentación. Donde el apocalipsis (o el post) es básicamente una nueva oportunidad, un camino de retorno al paraíso perdido, un modo de restablecer el equilibrio.

Tránsito que suele ser narrado en clave de espectáculo.

Además, por razones obvias, las variables científicas que en ocasiones actúan como gancho no pueden ser tratadas con seriedad. Precisamente porque el escenario es bien sencillo: es posible que en un futuro (próximo) no haya productos que impliquen procesos a escala global. Ni siquiera bicis o fertilizantes. Pero sí, quizá, unos cuantos burros.

EL Caballo De Turín ignora olímpicamente todas esas preconcepciones religiosas, literarias y cinematográficas y se arroja de lleno a los rigores del apocalipsis. Al día a día del fin de la humanidad. No hay héroes ni redención ni planos panorámicos desde el espacio, no es emocionante. Puede no ser más que una lenta agonía. Una agonía en la que el futuro se transforma en impenetrable oscuridad. Porque, de hecho, sin humanidad no hay futuro ni sentido (histórico) ni apenas línea temporal. Solo acontecimientos. Actos que se repiten miles de millones de veces.

El Caballo De Turín más que una película apocalíptica es una ascética elegía al humanismo; cuyo cadáver aún sigue siendo pisoteado por nuestra sociedad.

Claro, la humanidad es algo más que una suma de individuos. Sin sociedad no habría personas. No hará ni cinco siglos que la humanidad alcanzó el suficiente grado de complejidad como para poder empezar a analizarse a sí misma, a organizarse conforme a principios racionales y cartografiar el universo con cierta precisión. Es decir, que para lograr comenzar a ser conscientes de nosotros mismos como sociedad, para comenzar a vislumbrar lo que significa la humanidad, su lugar dentro de la naturaleza y su impacto en ella, hemos necesitado aproximadamente 200.000 años y mucho azar.

Por lo tanto, contrariamente a lo que todo anuncio sugiere implícitamente, la humanidad nunca ha sido presa de ningún tipo de exceso de espiritualidad ascética o racionalismo cartesiano. Y sin embargo, desde que la sociedad comenzara de manera sistemática a intentar llevar luz a las tinieblas, de llevar la razón a lo inconsciente, de organizarse en torno a criterios humanos (p.ej: justicia, igualdad y libertad) y no según la voluntad de cualquier tirano, no han faltado los visionarios que han puesto toda su energía en intentar sofocar ese tímido intento. Nietzsche, por ejemplo, confundió lo estético con lo moral para acabar desvariando con el heroísmo guerrero y cosas por el estilo. Mientras, otros, sometidos a las espectrales “leyes del mercado”, ignoran con premeditación la naturaleza crítica de la razón y la someten a fines puramente instrumentales, al margen de todo interés social. Obviamente es mucho más fácil ceder a un impulso que controlarlo, hacer que comprender o sentir que analizar. De hecho, a pesar de todo, a día de hoy a miles de millones de personas seguimos guiando nuestras vidas en función de creencias absolutamente irracionales.

Dada la inevitable “lentitud” que conlleva perpetrar una extinción masiva y la tenacidad que requiere, quizá haya que plantearse la posibilidad de que ese apocalipsis ya haya comenzado y que no sólo no seamos capaces de enfrentarlo sino que encima paguemos para que nos cuenten utopías redentoras. Disney ®. Así, el futuro de la humanidad puede seguir evaporándose en armas, coches, cremas faciales y otras fantasías e ilusiones. Así podemos seguir negando que envejezcamos o que seamos seres humanos. Así podemos seguir creyendo.

Caballo de Turín no necesita emplear recursos de ciencia-ficción. Podría ser el futuro o no. Podría estar ambientada durante una mala racha en una aldea subdesarrollada lo mismo que en el siglo XIX. Lo más extraordinario que hay en ella son las digestiones del protagonista. Por lo demás, está sucediendo ahora mismo.

La película ha sido vaciada de cualquier significado y connotación para articularse en torno al nihilismo más aterrador. Representa la nausea de un presente sin futuro y la certeza de que por lo tanto cualquier acto es inútil desde ya. Es una película apocalíptica en donde no sólo se ha reimaginado de 0 todo el apocalipsis, sino que también este ha sido reducido a 0 para que a partir de ahí que cada cual piense y sienta lo que quiera y pueda.

Nota Bene.
Una vez el castillo de naipes comience a ceder, si lográis, que no, sobrevivir a la primera y fulminante ola de mortalidad no esperéis maná del cielo por mucho que creáis estar en el desierto. Olvidad la carne y el pescado. Dad por seguras incansables tormentas de arena tras cuyo paso las cosechas se echarán a perder y todo quedará un tanto más viejo y oxidado. Definitivamente más oscuro. Vosotros mismos estaréis más cansados. Más grises. Finalmente, si tenéis el privilegio de ver como se apaga la última vela, comprenderéis lo inútil de volver a hacer algo a menos que sea estrictamente necesario. La nada es la clave de todo.
Donald Rumsfeld
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4
11 de febrero de 2018
59 de 113 usuarios han encontrado esta crítica útil
Queridos hombres blancos: estamos pasados de moda.

Si por lo menos fuéramos negros, o al menos mulatos, tendríamos un pase. Pero así, en toda nuestra blancura, somos un poquito repugnantes. Si tenéis dudas solo debéis ver algunas de las series o películas más nominadas en los últimos tiempos. Aquí y en el extranjero. Y las audiencias.

Westworld, Orange Is The New Black, Alias Grace, Big Little Lies…

Wonder Woman…

La filmografía entera de Almodovar…

Por cierto, no sé si os he dicho ya lo que me gustan las feministas buenorras que van luciendo muslo, escote y pelo Pantene. Si no es así, os lo digo ahora: me encanta el feminismo de Victoria Secret.

Volviendo al tema. Lamento tener que confirmároslo: ya no servimos para nada.

Somos cosas muy simples. Un poco de sexo. Mucha violencia. Una banderita, cerveza, un partido de fútbol… Bueno, quizá alguna vez hubo hombres blancos que no eran exactamente así. Pero no esperéis reconocimiento alguno por la mera pertenencia al gremio; además, las mujeres de Big Little Lies o Sexo en Nueva York no tienen ni idea de a qué me refiero. Es imposible pensar sobre lo que se desconoce que se desconoce.

Aprender es tedioso. Y entre las clases de yoga, las tareas anexas el proceso reproductivo, ir a Disneyland e intentar realizar el sueño americano en modo vegano, a ellas no le queda tiempo.

En suma: Los hombres (blancos) y sus estructuras patriarcales no son más que un obstáculo a superar en el camino de la gloriosa emancipación femenina.

En qué consiste exactamente esa emancipación es algo que escapa a mi pobre y blanco entendimiento masculino. Tan sólo os puedo decir dónde acaba: en la cola del supermercado.

El que no es un alcohólico, es un maltratador. Básicamente estamos deseando de sacárnosla para ver quién la tiene más larga y mea más lejos.

En última instancia, somos unos calzonazos.

Por supuesto, no sabemos escuchar. Y si lo hacemos es porque seguro que no sabemos follar. Y si sabemos follar es porque somos unos sádicos. Esto son leyes cósmicas del universo femenino. No me hagáis perder el tiempo y anotadlas.

Seguramente sean mis lamentables limitaciones como hombre blanco las que me empujen a no ver sino la ironía de todo este asunto.

Y no me refiero a que las juntas de accionistas sean campos de nabos. O a que Trump sea presidente. Que también. Sino a que algunos de los elementos que se asumen como normales (caso de Big Little Lies) y sistemáticamente se incluyen con un peso muy relevante dentro de este supuesto marco de lucha por la emancipación femenina sean, por ejemplo, la obsesión por la apariencia física, por el lujo, por la propiedad, por el éxito, por el Jaguar, por el perfume, la joya y el traje, con la mesa repleta de comida basura que directamente irá a la basura y el smartphone en la mano.

Por establecer un paralelismo en absoluto al azar, cuando Sam Mendes muestra en sus películas el sueño americano, con mayor o menor fortuna, lo hace con cierta sinceridad. A Mendes no le interesa el lujo. Sabe que puede estar (o no) ahí, pero no es lo primero que ha de mostrar cada vez que comienza una secuencia. La mancha de vino en el sofá no es en realidad muy importante. Consecuentemente, tampoco le interesa el cotilleo. Y sus tramas son coherentes con las situaciones y personajes que describe; personajes cuyas obsesiones y emociones tienen unos tiempos naturales. Finalmente, la ira también cesa. Las circunstancias cambian.

Por el contrario, en Big Little Lies, ni la ira cesa ni los personajes cambian. Y si bien el conflicto se presenta en un envoltorio tan suntuoso como efectista, resulta tan prefabricado como las propias localizaciones en las que se rueda la serie o su misma puesta en escena, llena de cortes que intentan imprimir dinamismo a falta de un desarrollo sustancial.

Y por surrealista que parezca, el denominador común de todas estas series y películas es que para hacerlas brillar a ellas, a nosotros nos tienen que reducir a cero. Por lo general, no llegamos ni al nivel de caricaturas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Donald Rumsfeld
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Fahrenheit 11/9
Documental
Estados Unidos2018
6,5
1.441
Documental, Intervenciones de: Donald Trump, Ivanka Trump, Hillary Clinton, Michael Moore ...
4
6 de enero de 2019
30 de 55 usuarios han encontrado esta crítica útil
11/9 no es el retrato definitivo de Trump; es un collage que da rienda suelta a los miedos, inquietudes y esperanzas de su creador y un puzzle al que le sobran piezas. Es tan vehemente como dispersa, tan iracunda como superficial, tan sensiblera como ingenua. Podría haber sido una buena serie documental si hubiera profundizado un tanto en alguno de los puntos que toca, pero como en vez de escarbar para hallar las raíces del problema se dedica a acumular nombres y acontecimientos, acaba por dejar sin rematar nada de lo que esboza.

Los ejes de coordenadas de este compendio de la ignominia son excesivos: Trump, por supuesto, pero también la calidad de los servicios públicos, el papel de los medios de comunicación, el partido demócrata, las armas, las guerras, el ejército, la juventud, Wall Street… todo ello sin orden ni concierto. Y precisamente porque algunos segmentos son extraordinarios (el de Obama) otros quedan ensombrecidos (la “invasión” de Flint, la alerta de Hawái o el caso de Sanders, que merecía alguna explicación más y alguna lágrima menos); amén de alguna secuencias completamente innecesarias. Además, como la distribución de los tiempos resulta arbitraria, parece que más que seguir un hilo conductor se limita a enumerar atrocidades reales y esperanzas impostadas con la esperanza de remover (las) conciencias (de los votantes de Trump). Pero no dice nada sobre él que no se supiera con anterioridad y la analogía con el régimen nazi resulta superficial e impostada; en este punto, de hecho, alcanza unas cotas extraordinariamente manipuladoras, llegando incluso a doblar un discurso de Hitler con otro de Trump. Si de verdad piensa así es que no se ha enterado de nada. Llamar nazi a alguien no es el mejor punto de partida para comenzar un diálogo. Es como entrar durante la misa mayor, llamar fanáticos a los feligreses y esperar que se hagan ateos. Como mucho te llevaras dos hostias sin haber ido a comulgar.

Como no conviene agobiar al espectador con pesimismo existencial, el documental huye hacia la juventud para refugiarse en un hipotético futuro, triste consuelo cuando tantas generaciones precedentes fallaron de manera tan lamentable aun teniéndolo más fácil. Los chavales, en un furioso alarde de ignorancia, incluso presumen de haberse formado a través de las redes sociales… Observes aquí que el documental por una parte critica cómo los políticos juegan con las emociones de las personas, asegurando que la política del miedo y la ira nunca busca encontrar soluciones y, por la otra, propone como antídoto la rabia que muchos jóvenes estadounidenses, aterrados, enfadados e incluso en estado de shock, sienten ante la situación.

Quizá la parte más salvaje e interesante sea la concerniente a la responsabilidad del partido demócrata. Aquí un político y una estrella se roban la función: Sanders y Obama, y ambos por razones muy diferentes. Mientras que a Sanders le roban la función (sic.), Obama, cual divinidad, desciende desde el cielo entre los gemidos de sus víctimas para pedir un vaso de agua y hacer el mejor autorretrato posible de sus legislaturas y de él como presidente. Lo mejor es ese tremendo <<no es un truco>> mediante el que la bestia se quita la máscara. Nunca un inocente vaso de agua resulto tan abyecto.

El documental acaba concluyendo algo a todas luces obvio: que el proyecto de democracia ha fracasado. Y siguiendo el esquema platónico anuncia la inminencia de la tiranía, equiparando la llegada a la Casa Blanca de Trump con la de los nazis en Alemania (imágenes del Reichstag ardiendo…). Y aquí se equivoca de nuevo. Primero porque desgraciadamente las cosas no son tan sencillas; hay factores de primer orden como (por ejemplo) la globalización, y la subsiguiente deslocalización del capital, que resultan más decisivos a la hora de explicar el fracaso (él lo sabe) que la simple personificación de nuestros problemas en dos o tres figuras públicas, figuras que en todo caso son el síntoma y no el problema.

Segundo. Trump no es Hitler. Trump no tiene ningún programa político, ningún proyecto a largo plazo, ningún ideal. Es alguien completamente pragmático que solo habla y actúa en función de la situación. Lo único que ambos comparten es la desesperada necesidad de aprobación por parte de los demás. El partido republicano no es el partido nazi: la propia cúpula del partido nazi estaba compuesta, desgraciadamente, por personas excepcionalmente competentes, inteligentes y trabajadoras. Y el pueblo estadounidense nada tiene que ver con la Alemania de principios de los 30; pues aunque puedan compartir una situación de miseria creciente y desesperanza hacia el futuro, lo cierto es que los alemanes creían en el poder de la sociedad a través de la política, y no eran en absoluto tan materialistas o individualistas como los estadounidenses; desde luego, no presumían de haberse educado a través de twitter; en cualquier caso, los nazis no disponían de una amplio arsenal de nuevas tecnologías y conocimientos con las que manipular a la población hasta lo más profundo de su voluntad.

Claro, por supuesto que podemos caer de nuevo en regímenes totalitarios, y de hecho puede que solo estemos a una o dos “crisis” de conseguirlo. Pero no por culpa de los demócratas o de Trump o de la tecnología, sino a causa de los fanáticos que siempre han estado ahí. Igual da que la ciencia haya dinamitado uno por uno los cimientos de la astrología, ellos seguirán creyendo en el horóscopo, las virgencitas, los ovnis o el libre mercado. Pero, en el marco general, Trump no supone un cambio significativo con respecto a la tendencia política y social de los últimos 50 años. No es mucho peor que Obama ni mucho mejor que Bush II; definitivamente, no es Hitler reencarnado. Eso sí, los problemas siempre han sido los mismos: la ignorancia y la miseria, el caldo de cultivo ideal para todo buen fanatismo. Y aunque la miseria se pueda curar, la estupidez es infinita.
Donald Rumsfeld
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