Bergman en su última película nos entrega la continuación de una historia filmada por el mismo hace décadas, con los mismos actores protagónicos que en aquella ocasión. Esto provoca que desde que comienza Saraband, se provoque una conexión inmediata entre el espectador que vio Secretos de un Matrimonio, su predecesora, y el nuevo relato en el que vemos como han sido tocados por el paso de los años y por la vida Marianne y Johann, quienes separados hace años, se reencuentran dando paso a una serie de conversaciones en las que participan además Henrik, el hijo de Johann, y Karin, hija de Henrik.
Todos ellos se verán enfrentados a duros recuerdos del pasado y a la repercusión de estos en el presente.
Los hechos se desarrollan de forma sobria, el director dispone a los personajes siempre de dos en dos en varios segmentos que fluctúan en intensidad y dramatismo, pero mantienen el interés a lo largo del film sin tener que requerir mas que a la capacidad interpretativa de sus actores y a los diálogos a ratos desgarradores, que poco a poco revelan los detalles de los dramas personales que afectan a estos personajes, a estos seres llenos de pena, rencor, arrepentimiento, indecisión y soledad.
Todo va acompañado con piezas de música clásica muy a tono con la cinta.

Es así como Bergman nos entrega una película delicada, simple y sincera, disfrutable pero definitivamente inferior a la primera parte de la historia, una película a la que le falta intensidad y que termina siendo demasiado pequeña, una película en la que el reputado director sueco se despide distante del nivel que ha mostrado en otras de sus obras de mas renombre.

Uno de los documentales sobre cine más emocionantes y profundos que he visto. Ver el cine con ojos de niño es algo que no debemos dejar de intentar por mucho que pase el tiempo, y en esta capilla santiaguina durante los últimos años de la dictadura de Pinochet se nos recuerda que sentarse frente a una pantalla es una experiencia mágica.

Es inevitable emocionarse con el entusiasmo sincero y puro de un grupo de niños ante una escena de Mickey o de Chaplin: los que miran absortos, los que ríen, saltan y juegan.

Pero el cine no es solo diversión y fantasía, el cine también es cruda realidad, y cuando a los niños se les pide escoger un tema para dibujar sus propios fotogramas, eligen por amplia mayoría las protestas. Aprenden así también el valor del cine como documento histórico, como herramienta para capturar una realidad determinada y transmitirla en el tiempo.

Aprenden que el cine son fotos que engañan a nuestros ojos aparentando movimiento, que hay una cámara, estática o inquieta, que hay un argumento.

Aprenden que existen los actores, los que representan un personaje en una historia inventada. El mundo de la imaginación, la emoción y la creatividad que a ellos les ha sido en gran medida negado.

Aprenden, por otro lado, que el documental “es lo que es de verdad”, que en una escena en que manifestantes son reprimidos violentamente por la policía no hay espacio para la ficción. Y ellos lo saben, porque lo ven, porque lo viven, porque son ellos mismos personajes auténticos de su propia historia y han pasado sin quererlo a la posteridad gracias al poder de una cámara.

Los pueblos indígenas amazónicos tienen una voz que merece ser escuchada. Así que aquí hay dos tipos blancos que te cuentan su historia.

Le hablan a la cámara y te narran las virtudes y la fragilidad de culturas que están por desaparecer, y de lo mucho que a ellos les preocupa. Lo narran sin algún orden en particular, como divagando un poco, pero para que no te aburras entremedio te ponen largos minutos de tomas aéreas del amazonas y de los tipos navegando ríos y recorriendo selvas. Largos minutos. Para qué perder el material, si ya lo grabamos.

Y también está la historia del mentor del antropólogo que protagoniza el relato, un tipo brillante según te cuenta, un gran tipo al parecer, otro extranjero que hizo mucho por el amazonas y por esta gente que sufre tanto. Da la impresión en un comienzo que este será un eje conductor del relato, pero luego parece que se les olvida.

Y así lo que daba para un lindo video de quince minutos sobre una estimable iniciativa de conservación, se alarga hasta pasada la hora, lleno de comentarios redundantes e inconexos, dejando una sensación de confusión y finalmente de vacío.

Podríamos decir que Brujería es particularmente lánguida para ser una historia de venganza. En general, es una película falta de vitalidad, cuya escena de mayor impacto y crudeza ocurre en los primeros cinco minutos.
Me parece un error confundir ser sugerente con simplemente envolver la película con ciertos códigos de festival (la parsimonia, cierto minimalismo, los diálogos escuetos, remarcada alegoría social) cuando tienes poco que contar, o peor, poco que mostrar.

Es que parece que los únicos recursos visuales que tiene Murray para crear una atmósfera inquietante son unos travellings aleatorios por los bosques de la isla, intercalados a modo de transición entre escenas acartonadas, cargadas de una música sombría que pretende imprimir misterio en imágenes que carecen por completo de él. Es lamentable que no se genere ni una sola imagen memorable en una historia que lidia con la más rica mitología de este lado del mundo, en un entorno natural fascinante por sí mismo. Ojalá se explorara e incorporara de mejor forma la geografía chilota, que aquí no solo no es protagónica, sino que es tristemente ignorada. No ayuda la fotografía grisácea y mortecina, con unos difuminados algo anticuados, y la tendencia a los planos cerrados y la poca profundidad de campo.

Los escuetos diálogos se limitan a exponer sentencias e intenciones, sin ninguna naturalidad o riqueza cultural, sin mencionar que son expulsados entredientes por los actores a modo de cortos espasmos carentes de expresividad y de cualquier musicalidad propia de un acento sureño. Incluso en una sala de cine con todas las condiciones (y para un chileno) es difícil entender buena parte de los diálogos, en parte por la falta de ímpetu y la monotonía en la entonación, en parte por lo bajo que parecen estar en la mezcla. Los actores hablan en un incómodo acento que aspira a cierta neutralidad, dando un aire teatral intermitente a las conversaciones.

Lo que podría pasar por elegancia a la hora de no mostrar de más, parece, a la luz de la factura visual general de la película, más bien una limitación de no saber cómo poner en pantalla los elementos más escabrosos del relato, o no atreverse a correr riesgos formales, limitándose a un tímido uso del fuera de campo, como en la escena final, o a lugares comunes del cine de terror (por ejemplo, los pájaros).

Por último, es desconcertante la poca presencia, la pasividad y el prosaísmo de personajes que deberían esconder grandes conocimientos y una sabiduría que trasciende la concepción del resto de los humanos. En particular, su lider, debería evocar una personalidad de características legendarias.

En definitiva, la película deja la sensación de una nueva oportunidad desaprovechada al intentar plasmar el folclore y las locaciones chilenas, debido a no saber realmente cómo filmarlos.

Entre tantas propuestas de cine animado en stop-motion, digital y 3D, se agradecen cintas de un estilo visual mas tradicional y no menos hermoso como Zarafa. Y es que la animación en esta película es un delicado deleite de principio a fin, no por ser rompedora, ni por destacar en originalidad, sino por entregar un trabajo cuidado y hermosamente logrado.

Al margen del apartado visual y técnico, la historia nos lleva por un cautivador viaje por África y Europa, recorriendo paisajes desérticos, montañas y grandes ciudades, siguiendo a un niño, Maki, y a su amiga jirafa. Las aventuras vividas por ellos y varios otros personajes que se sumarán a lo largo del film pueden fácilmente ser disfrutadas por personas de todas las edades, aunque probablemente esté orientada a un público mas pequeño.
No hay grandes sorpresas en el guión, ni en su estructura ni en lo que cuenta, y las emociones que pretende entregar son bastante básicas aunque efectivas.

Sin destacar como una de las mejores del año, Zarafa se convierte en una entrega prescindible pero eficiente, no habrá decepción por parte de los infantes, ni asombro por parte de los mayores.