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Críticas de Chris Jiménez
Críticas 2.193
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
13 de febrero de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Anoche tuve un sueño...", confiesa alegre el bueno de Emmet, "...soñé que todos íbamos a Hollywood y que a mí me convertían en una gran estrella".
"¿Tú?, ¿una gran estrella? ¡Estabas soñando!", le reprocha su batería Bill. Y ahí se acaba el sueño, aplastado por la aspereza de la cruda realidad...

Prácticamente todos los personajes de Woody Allen se han alimentado de grandes ilusiones y esperanzas pero un escollo en el camino les ha impedido alcanzar la felicidad, desde los lejanos Boris Grushenko, muerto antes de tiempo, Sandy Bates o la melancólica Cecilia, que prefería refugiarse en el lado contrario de una pantalla de cine; es la historia de los agradables perdedores existenciales de siempre, si bien la figuración de su Emmet Ray se distancia un poco de otros. Aunque parezca mentira, lo crea a comienzos de los '70, cuando ha firmado su contrato con United Artists y tiene toda la libertad creativa que ansía.
Pero dicha libertad choca con los ejecutivos y el guión, llamado "The Jazz Baby", jamás se rueda, sustituyendo al proyecto la delirante barrabasada de "Bananas"; "quizá quise ser demasiado ambicioso", admite el neoyorkino, quien al igual que su personaje, al cual planeaba interpretar él mismo, ve sus sueños hechos trizas por la negativa de unos productoruchos. Pasarán casi tres décadas para que se haga realidad (como todo lo bueno, se hace esperar...), en un momento en que el hombre tiene ya más de 60 años y ha pasado por el varapalo de su ácida sinfonía en blanco y negro "Celebrity", intento fallido de actualizar "Manhattan" con un puñado de jóvenes estrellas como reclamo.

El caso es que decide irse con la música a otra parte, a los años '30, concretamente, en lo que es uno de sus ejercicios de exiliarse a un pasado soñado en lugar de afrontar la desagradable sociedad actual, que lo tiene crucificado por el asunto Soon-Yi; se concede un momento para sumergirse (y de paso a nosotros) en una nostálgica atmósfera de sonidos cautivadores y realzada por los colores vivos de la fotografía de Zhao Fei. Le da su difícil papel a Sean Penn y cambia el título por "Sweet and Lowdown" en homenaje a Gershwin, aunque es el legendario cantautor Jean "Django" Reindhardt, y con ello el "jazz", quien acapara toda la atención.
Así el director vuelve a acogerse al formato del falso documental (con entrevistas incluidas que cortan de cuando en cuando la acción) para presentar a un hombre al que se puede juzgar desde la primera impresión, ese Ray arrogante, narcisista, repugnante con las mujeres, aficionado al juego, a robar y la bebida y con alguna que otra desviación patológica; el tipo que odiarías sólo con verle entrar en la sala (nada más aparecer practica su afición de proxeneta). La narrativa, alimentada de las historias de los entrevistados, donde está el propio Allen, nos irá desgajando la complicada personalidad del guitarrista, henchido de su propio ego.

Mientras tanto éste introduce las sorpresas, como siempre ha hecho, sin alardes ni situaciones forzadas, con una naturalidad pasmosa, haciendo así creíble hasta el último detalle de la historia; la más destacable es la aparición fortuita de Hattie, encarnación de la Gelsomina de Fellini y resorte para que de repente el músico se abra emocionalmente de par en par. Como la adorable chica somos testigos mudos de ese afloramiento, de que debajo de las capas de soberbia, codicia, desfachatez y ego en las que se había refugiado, aparece un hombre amargo, acomplejado, lleno de miedos e inseguridades, con el recuerdo de una familia rota y un pasado trágico a sus espaldas.
El rudo artista es en realidad más débil que las incautas jovencitas de las que se beneficia en clubs y bares; Allen aplica así a todo el humor imperante la acidez de sus biografías más negras (como en "Desmontando a Harry" y "Broadway Danny Rose"), y esta "Sweet and Lowdown" mantiene su equilibrio de manera perfecta entre los aspectos cómicos y dramáticos, al tiempo que se sirve de su amado "jazz" para dar alma y emociones a las situaciones entre los personajes y a la trama, que no así cuenta con ciertos altibajos, como la desaparición repentina de Hattie.

Gracias a ella, a quien da vida Samantha Morton de forma brillante y sin pronunciar una sola palabra, la película estaba amparada por una luminosidad cálida y conmovedora; al reemplazarla Uma Thurman y su pérfida e impulsiva Blanche todo se escora hacia la oscuridad y la sordidez, y reina la tragedia. Pues esta "femme fatale" con pretensiones de Virginia Woolf es la responsable de la intromisión de Torrio, gángster sin escrúpulos y otro personaje lleno de violencia, que da pie no obstante al episodio más delirante (al estar tratado, en la vena "rashomoniana", desde varios puntos de vista, todos ellos geniales, por cierto), pero dotados de gran naturalidad.
Y es que todas las aventuras y desgracias por las que pasa Ray pueden perfectamente estar construidas con los pedazos de cualquier artista, de esos famosos excéntricos y egocéntricos amados por su música pero odiados como personas; como John Ford hizo con Liberty Valance, Allen prefiere que prevalezca el mito y que el guitarrista sea conocido no por su carácter repulsivo ni su convulsa existencia, sino por sus grandes canciones. "¡Me he equivocado!", termina rugiendo éste a pleno pulmón en una última secuencia desgarradora; los sueños se terminan por fin e irrumpe la realidad...

Pero nos quedamos con la incógnita sobre el futuro de este "man on the Moon" (literalmente, como vemos) incapaz de amar y funcionar en la realidad que siempre estuvo a la sombra de Reindhardt, su despreciado ídolo.
Penn logra una de las mejores actuaciones de toda su carrera, la obra es elogiada por los críticos, funciona bastante bien en taquilla y destaca en los Oscar, sobre todo para la nativa de Nottingham. El cineasta termina los '90, por fin, con esta oda en toda regla al "jazz" y al artista fracasado, preparado para empezar otra etapa con la pretenderá rejuvenecer su cine...
Chris Jiménez
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9
13 de febrero de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Nada diferencia los recuerdos de los momentos habituales...sólo se dan a conocer más tarde, cuando muestran sus cicatrices".
Así el doloroso presente puede ser solamente el eco de una visión de desastre proyectada desde el pasado, o un sueño que se vivió alguna vez en el futuro.

El comienzo de los '60 es una etapa revitalizadora para el cine, sobre todo el realizado en Europa, impulsado por el radical vanguardismo de la corriente "nouvelle vague" que ya se lleva gestando desde hace un tiempo en terreno francófono. Así, 1.962 es otro importante año para sus producciones, sobresaliendo las de los gigantes Truffaut ("Jules y Jim") y Godard ("Vivir su Vida"), Varda ("Cléo, de 5 a 7"), Blüwal ("El Montacargas") o Rozier, con su debut "Adieu, Philippine". Pero desde otro importante movimiento contrario a los señores de Cahiers, la llamada "rive gauche", se va a hacer notar Christian Bouche-Villeneuve, o Chris Marker.
No ha hecho nunca nada que tenga que ver con el cine, es más, si es conocido es por su maestría en el arte documental, que fue desarrollando desde esos años en los que viajaba alrededor del Mundo como periodista y fotógrafo, pero su contacto con una ferviente izquierda donde se halla Alain Resnais va a cambiar eso. Tras colaborar con él en documentales de prestigio (cabe mencionar "Les Statues meurent Aussi"), decide seguir arriesgándose y prueba en la ficción, con unos pocos actores, unos recursos limitados y una Pentax spotmatic; no usará cámaras para rodar porque su método será otro, revolucionario como pocos...

Puede que se hiciera con anterioridad, pero es gracias a "La Jetée" cuando se empieza a hablar de los "films fotografiados". Marker nos mete de cabeza en el estruendo de un suceso violento en mitad del aeropuerto de Orly, dejándonos con el impacto del momento como al niño protagonista que es testigo de los hechos; un recuerdo de movimiento suspendido, congelado a través de las décadas, donde emerge el precioso rostro de una mujer sin nombre, y casi desvanecido por culpa de los horrores de una 3.ª Guerra Mundial que ha devastado casi todo el planeta.
El marco de la ficción post-apocalíptica es rozado con la punta de los dedos. El fotógrafo nos sumerge en un espacio interior que rezuma humedad, locura, decadencia y tristeza, un clima de asfixiante desasosiego envuelto en las monstruosas luces y sombras del expresionismo; no hay diálogos, tan sólo un narrador frío y distante comenta los hechos, como si se tratasen de las memorias de uno de los desalmados científicos de esas catacumbas que parecieran sacadas de la "wellsiana" "The Time Machine", escenario de hombres condenados a terribles experimentos, sin presencia alguna de mujeres. Y un hombre, con el rostro de Davos Hanich y el "look" de los duros del "noir" moderno, avanza a su destino.

Lo que propone el natural de Ile de France carece absolutamente de todo rigor científico; el viaje temporal está descrito como una experiencia mental donde la realidad del presente queda desfigurada. Pero acaso todo son quimeras que poco o nada importa en la historia, la cual cambia de registro al abrirse camino hacia un pasado soñado (¿literalmente?), un mundo idealizado de luz cálida, cuerpos ocupando el entorno, de sol y multitudes y habitaciones amuebladas. Serán instantes eternos en la psique del protagonista...entonces aparece ella, rubia, delicada, una Hélène Chatelain que jamás se revela ante el visitante del futuro.
Y de repente nos olvidamos de la ciencia-ficción para contemplar una historia de amor. Es una tragedia que bien puede remitir a la mayoría de las parejas de la "nouvelle vague", con el destino contra ellos, y en este caso el destino proviene de un pasado escindido con la oscura hoja del futuro; ambos espectros de un espejismo convertidos en unos homólogos metafísicos de los Joe y Ann de "Vacaciones en Roma" que también sufren el advenimiento de un amor inocente y puro para el cual no estaban preparados, mientras la línea de la vida y del tiempo figurada en el tronco de un árbol en "Vértigo" vuelve a aparecer.

Y nos fundimos en la conmovedora estampa de un idilio condenado a finalizar antes de iniciarse; del mismo modo que Bergman o Imamura, Marker también se destapa como un cineasta del instante, sirviéndose de su cámara para atrapar el segundo presente en lo que tiene de más fugaz, de más efímero, y profundizar en él para otorgarle un valor de eternidad. El uso de las imágenes fijas es por tanto idóneo para su simbología y concepto, pues en cada una de ellas todo un crisol de emociones y pensamientos se retiene, perdurando intensamente a través de las líneas del tiempo (el cual no pertenece a los horripilantes científicos, sino a los anónimos enamorados).
Al final, "La Jetée" toma caminos más oscuros cuando entran en el argumento los visitantes del futuro, mucho más gélido y distante que el pasado, llegando la película a impregnarse de atmósferas inquietantes, todo ello para optar por una conclusión descorazonadora, en pleno aeropuerto de Orly, de nuevo, originando un anillo de Moebius cuyo final se une al principio en un círculo infinito, que aniquila la lógica del espacio-tiempo, que invierte los roles protagonistas, que lo lleva todo a una conclusión abierta y nuevamente terrible. Marker hace de la muerte presente un espectro del futuro que invade nuestro pasado soñado.

No será la primera vez que se explote en el cine tal paradoja ("Terminator", "12 Monos" (reinterpretación directa de "La Jetée") o "Entre Oscuros Sueños" son algunos ejemplos). El trabajo del francés rompe esquemas en la época, y en todos los sentidos (artísticos, técnicos o filosóficos), alzándose éste como una poderosa e influyente figura de vanguardia.
Es también infalible en el aspecto de la tragedia romántica; pocas historias de amor te rasgan las tripas con tal ferocidad. Y contada en menos de media hora...lo dicho, un logro.
Chris Jiménez
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5
10 de febrero de 2017
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Porque las calles están sucias, y la basura anda y respira; la forman los delincuentes, pedófilos, asesinos, inmigrantes ilegales, prostitutas, policías corruptos, malos padres, maltratadores (y maltratadoras, que también las hay).
Y sólo un hombre, no Steven Seagal porque está ya demasiado cansado, puede sacar la basura como es debido.

Y nos lo trae un señor llamado Jason Eisener, natural de Canadá y experimentado en cortometrajes, que tras advertir el concurso organizado por Robert Rodríguez donde retaba a crear tráilers de falsas películas que finalmente acompañasen al experimento con Tarantino, se las arregló con un puñado de amigos para hacer su sueño realidad; lo que destilaba su trabajo era la esencia pura del "grindhouse" más mugriento, ofensivo y violento que tan venerado era por aquellos chavales que en los '80 se pasaban la mitad del día en el videoclub, y claro, los dos cineastas quedaron contentos con el resultado.
Huelga decir que del puñado de tráilers que aparecieron entre "Planet Terror" y "Death Proof" sólo dos acabaron siendo visualizados como futuros films, y uno era la algarabía psicotrópica de "Machete" (del propio Rodríguez), así que algo debía poseer el trabajo de Eisener. Tiene la suerte (quién fuera él) de contar con financiación externa, un equipo más grande y un rostro adecuado para encarnar al héroe (David Brunt en el tráiler), y termina siendo nada menos que un Rutger Hauer de 67 años cuya carrera está más muerta que viva y sólo es considerado un mito viviente (aun así se mostró dudoso de hacer tal proyecto).

Cuando una película quiere dejar claras sus intenciones lo hace desde el minuto 0, y a Dios se puede poner por testigo que eso está más que logrado en "Hobo with a Shotgun", amparada por unos créditos iniciales al más puro estilo "tarantiniano", una fotografía de colores intensos y luminosos cortesía de Karim Hussain y una banda sonora que presagia algo épico; Hauer es el vagabundo que por no tener donde caerse muerto va a parar a Scum Town, el peor agujero concebido por el hombre. Eisener se las arregla para dar un "look" casi post-apocalíptico a una sociedad desbaratada de la cabeza a los pies, y donde ésta ya no puede caer más bajo.
El extranjero, como nosotros, observa impotente y con repulsión la crueldad reinante, y a los maestros de ceremonias que la imponen, ese estrambótico Drake y sus dos hijos, Ivan y Slick; la atmósfera de corrupción y maldad hacen de esta ciudad un lugar donde un hombre debe decidirse entre un cortacésped y una escopeta, es decir: un sueño o un deber, pero el hombre goza, menuda sorpresa, de la compañía de una inocente prostituta, una hija sustitutiva (Abby). Y hasta aquí la historia; atención al diálogo que el vagabundo se marca sobre los osos, figurándose él mismo uno cuando explica "si te acercas a su círculo te atacarán".

Es un presagio que deja claro qué clase de espíritu combativo encierra este demacrado y bondadoso individuo; y así será. Eisener se lo pasa bomba esbozando una suerte de Sin City tan colorida como sucia, sacada de las páginas de un cómic o de un "Grand Theft Auto", con la ultraviolencia como modo de vida, que es caricaturizada siguiendo la estela cinematográfica de los nombrados Rodríguez y Tarantino, Eli Roth, Edgar Wright o Scott Sanders, como ellos rindiendo tributo al añorado cine "grindhouse" de los '70 y '80 en su espectro más desquiciado y hortera (si bien su enfermiza vorágine tenga mayor relación con las locuras de Miike, Yoshihiro Nishimura o Ryuhei Kitamura).
Pariente lejano del iracundo Travis Bickle, homólogo del traumatizado John Rambo y versión pasadísima de vueltas de Bill Foster, el vagabundo sin nombre no llega con la escopeta en la mano como sí hacía el Ryoji del clásico de Suzuki "Sandanju no Otoko" (¿influencia no reconocida?), sino que se ve obligado a agarrarla tras sufrir en sus propias carnes las garras de la injusticia. Y hace algo que en el cine actual ya no se hace por ciertos ideales del sector más progre y biempensante: repartir justicia sin considerar absolutamente nada salvo ese fin último.

Se trata de una cacería amoral, alimentada de rabia y venganza, y ese sentimiento, aunque no lo admitamos públicamente por miedo a ser tildados de locos o fascistas (o algo peor) lo tenemos todos albergado en las entrañas, y emerge, por ejemplo, cuando nos sentamos ante el telediario y observamos los desastres sociales que nos asolan; el Harry Callahan de nuestro interior pide a gritos una solución dejando de lado cuestiones éticas y cívicas, por tanto resulta fácil simpatizar con este sin techo justiciero, una salida de fantasía a tal represión impuesta, paradójicamente, por la misma sociedad que se devora a sí misma día tras día.
La sensación que provoca ver al chulo con la cabeza destrozada o al pederasta disfrazado de Santa Claus con los ojos estampados en la pared es especialmente satisfactoria. Este trato alocado de la violencia lleva al director a tomarse tantas libertades como desea, cruzando una línea que pocos se atrevieron en el cine, como es el asesinato de niños (en una de esas secuencias perfectamente censurables para nunca olvidar). A Hauer, implacable en su mejor papel en lustros, le acompañan la preciosa Molly Dunsworth y una serie de secundarios estrafalarios, de puro cómic (los dos villanos finales, Rip y Grinder, en especial) y con la sobreactuación por bandera.

Pero que nadie se alarme, pese a que "Hobo with a Shotgun" se revele políticamente incorrecta en todos sus excesos, no aparece ningún personaje femenino malvado que sea asesinado por el héroe (mejor no tocar nunca ciertos puntos, ¿verdad?).
Es preciso tener un estómago a prueba de ácido fórmico o un sentido del humor que lo acepte todo para pasar este disparate de hemoglobina, visceralidad, diálogos ridículos soltados con una abrumadora grandiosidad y gran inventiva visual, cuyo objetivo es entretener y no ganar ningún Oscar.
Chris Jiménez
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7
10 de febrero de 2017
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O "The hold you're in" desde su punto de vista. Vemos cómo Ben sonríe, aceptando su realidad; tiempo después un ángel de cabellos rubios y provocativo conjunto de cuero negro se acurruca sobre su pecho...
En ese preciso momento en que ambos se resignan a la miseria de sus vidas, podemos ver cómo sus rostros se arrugan y desfiguran poco a poco; los monstruos interiores se descubren en la oscuridad.

La realidad es otra, más triste, más tenebrosa. La realidad se dio en un apartamento de Beverly Hills, en Abril de 1.994; en aquel instante, no había más botellas para John O'Brien, no había un vinilo de desgarrador "jazz" de fondo, ni tampoco una prostituta de gran corazón a su lado...ni tan siquiera una clásica nota de suicidio. O'Brien murió solo, y lo único que quedó fue una pistola con el cargador vacío; la bala de su interior estaba ahora en su cráneo, que terminó con su sufrimiento a los 33 años. Según su hermana Erin no había botellas porque el alcohol ya no era una salida...
La única salida era la muerte y "Leaving Las Vegas" su testamento. Casi 200 páginas de un debut literario demoledor, aterrador, que pese a su enorme cantidad de bebida mencionada (y a veces descrita con una minuciosidad agobiante) te deja seca la garganta y los pulmones. Cuatro años después de este testimonio (semi)autobiográfico, justo cuando se sabe sobre una versión cinematográfica (si bien ello era intrascendente, según la propia familia), sucede la tragedia; amante de los personajes atrapados y maníaco-depresivos y de las historias "sin historia", la de O'Brien encajaba a la perfección con el estilo de Michael Figgis.

Éste, que viene de ser nominado a la Palma de Oro en Cannes por su nada desdeñable moderna adaptación de la obra de Rattigan "The Browning Version", contempla el periplo de muerte de Ben Sanderson, álter-ego más o menos distorsionado del escritor, desde un rincón oscuro, húmedo y a ritmo de sensual "jazz", porque para algo es músico antes que cineasta. Erin y algunos familiares acuden de vez en cuando a un rodaje que no cuesta más de 4 millones, y se sienten profundamente conectados a la interpretación de Nicolas Cage, que recrea a su manera única el carácter de Ben/John.
Durante el primer cuarto del film, él es el protagonista por derecho propio, no lo oculta y a través del papel libera de nuevo ese talento innato que tiene para la extravagancia (algo que ha seguido evidenciando a lo largo de su carrera...y cada vez con más ahínco pero menos talento). Confieso: dada la inexistencia de alcohólicos en mi familia y mi total alejamiento de dicho vicio, jamás empatizo con este tipo de personajes, no así, en mi desconocimiento, prefiero el descontrol más creíble y espeluznante de Jack Lemmon y Ray Milland en "Días de Vino y Rosas" y "Días sin Huella", referenciales a la hora de tratar la adicción a la bebida en el cine norteamericano.

La dureza, patetismo y decadencia con que éste último lo exponía en la obra maestra de Wilder produce retortijones en los intestinos, Cage por el contrario se desata excéntrico, ruidoso y caótico, muy propio de los personajes-tipo que encarna. Le seguimos en su ruta de caída libre pasando por algunos escenarios lujosos de Los Angeles antes de emprender un viaje de no retorno a Las Vegas (el mismo que también hicieron sus Sailor y Michael de "Corazón Salvaje" y "Red Rock West"); antes de llegar a la ciudad asoma la presencia de Sera, y a partir de entonces el guión del propio Figgis le pasa a ella el testigo del protagónico.
Maniobra torpe. Pero no tanto si se hubiera llevado a cabo como en la novela, ya que es Sera y no Ben su estrella, mientras él tardaba mucho en aparecer (unas 60 páginas), y no de un manera grandiosa (o, mejor dicho, no a la manera de Cage). La importancia de esta prostituta al servicio del dinero y los hombres, segura de sí misma por fuera pero con el alma rota por todas sus esquinas, se refuerza durante unas molestas confesiones a un receptor anónimo; filmadas en primer plano y sin alardes, son en realidad las pruebas de vestuario/maquillaje de una Elisabeth Shue que por fin parece haber alcanzado la madurez interpretativa.

Y es que muy lejos está de aquí aquella muchacha que sólo aparecía en comedias durante los '80. Pues estas charlas "de psicólogo" sólo consiguen una cosa que a priori no parece la correcta: acercanos a ella y alejarnos de Ben, quien se supone conducía la trama (a la deriva, pero lo hacía); Figgis, arriesgándose a pasear sus cámaras de 16mm. por las calles de Las Vegas sin ningún permiso por falta de presupuesto, capta las luces, los colores, los olores y los sabores del escenario al vuelo, y la fotografía de Declan Quinn está muy ligada a esa sensualidad sucia y sensibilidad trágica con las que el anterior empapa la banda sonora.
Hay algo de misterio "wendersiano" flotando en el ambiente, de sordidez "scorsesiana" impregnada en cada plano; de hecho el británico, que va más allá de todo eso, parece destaparse con un nada velado homenaje al neoyorkino planteando un encuentro tan poco "milagroso" entre Sera y Ben como lo fue el de Iris y Travis en "Taxi Driver". En este imperio del vicio se unen los dos inframundos: el del alcoholismo y la prostitución, entre neones y casas de juego, hoteles de lujo y moteles de mala muerte; en sus horribles delirios, O'Brien sentía la presencia de una mujer que le acompañaba e intentaba despertar de la pesadilla.

(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)

"Leaving Las Vegas" termina colmada de premios, pero qué mala suerte, que en la 68.ª gala de los Oscar no se llevó el de Mejor Actriz para Shue, Mejor Banda Sonora para Figgis, ni Mejor Fotografía para Quinn (esos honores serían para Susan Sarandon, Luis Bacalov y John Toll, respectivamente).
Es difícil saber si O'Brien descansa en paz tras esta adaptación más o menos fiel de su casi póstumo debut, y si es Sera, con el físico y rostro de Shue, el "ángel" que se aparecía en sus delirios. El mío lo sería, desde luego...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Chris Jiménez
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Hanbun no Tsuki ga Noboru Sora (Serie de TV)
SerieAnimación
Japón2006
6,2
54
Animación
6
9 de febrero de 2017
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La peor condena posible: la incertidumbre. Peor incluso que la muerte, pues la muerte es certera, pero la incertidumbre deja un resquicio por el que tal vez pueda colarse la esperanza, y luego arrebatársela a quien la albergaba.
Y está siempre presente en este curioso drama sobre la vida.

Drama que describe una aventura no muy fascinante, tampoco original, pero capaz de ser comprendida a escala universal, la de un chico y una chica tocados individualmente por la desgracia de la enfermedad pero unidos debido a ello: Yuichi y Rika, pacientes en el hospital de la ciudad de Ise, de donde era originario el prestigioso Tsumugu Hashimoto, a quien, ya con varios galardones en su haber y trabajando para Dengeki Bunko, le nace la idea de escribir una historia completamente alejada de los típicos géneros de fantasía y ciencia-ficción que manejaba la editorial.
Por eso no mucha confianza había en ello, amenazando incluso con una cancelación si el primer volumen no tenía el éxito esperado, pero la habilidad del autor para el drama y su imaginación no sólo superó las expectativas de ventas de sus jefes, sino que daría pie a toda una franquicia expandida a lo largo de los años. "Hanbun no Tsuki ga Noboru Sora" se publicó en ocho volúmenes de 2.003 a 2.006 y poco después sería adaptada en los formatos de manga, serie de televisión, telenovela radiofónica, incluso versión cinematográfica; el anime fue encargado al diseñador y director Yukihiro Matsushita mientras proseguía la saga original, de la cual era un gran fan.

Sorprende la corta duración que decidió la productora: sólo seis episodios. El hospital, escenario casi único, es el mismo en el que el propio Hashimoto fue ingresado por una enfermedad de hepatitis, la que sufre Yuichi, quien pasa sus días en un ciclo interminable de hastío de no ser por varios personajes un tanto increíbles a su alrededor (Akiko, enfermera abusiva y pendenciera; Tada, un anciano pervertido; y sus compañeros de instituto). Detalle incómodo que se irá acrecentando episodio tras episodio: la inclusión de situaciones e individuos poco realistas en un universo totalmente real y cotidiano.
Ello afecta al punto clave de la serie. No es increíble el modo en que Yuichi y Rika, de la misma edad, se conocen, pero sí la manera de evolucionar su relación, que irá atravesando distintos y muy dispares estados emocionales; en la ligereza melodramática del "slices of life" y con toques de humor a menudo simpáticos, otras veces absurdos y fuera de lugar, la serie nos adentra en las vidas de todos ellos de forma natural y entrañable, destacando la extrañeza del personaje de Rika, niña caprichosa, complicada, habitual de las habitaciones de hospital, afectada de una enfermedad congénita del corazón que heredó de su ya desaparecido padre.

En su similar condición de huérfanos paternos, Yuichi y Rika comparten traumas, esperanzas, bromas y discusiones, siempre envueltos en la sombría incertidumbre de la muerte, aceptada por esta última, pues sus posibilidades de recuperación son mínimas. Si la amistad de ambos, nunca confesada en amor, sufre altibajos narrativos por culpa del carácter inestable e insoportable de la protagonista (en un episodio se aventuran a huir del hospital y visitar el monte donde la chica viajaba de excursión con su padre, y en el siguiente surge entre ellos una pelea sin justificación), sólo faltaba la intervención de los secundarios...
Akiko, pese a lo escandaloso, exagerado y desagradable del personaje, también tiene un lado bondadoso, hasta casi ser la celestina de la pareja de jóvenes. Natsume, por el contrario, hace deslizarse a la serie por lados oscuros y desquiciantes; doctor que desde siempre ha tratado a Rika, es el álter-ego de Yuichi unos años más tarde, un hombre herido por la pérdida de su esposa debido a la misma enfermedad cardíaca que consume a la anterior, y se destapa como una fuerza cínica e incomprensible, de recelo viscoso, perversidad retorcida, atentando contra la amistad de los chicos al ver reflejado en ellos el amor condenado al desastre que él sufrió.

Es un personaje alcohólico e injusto al que no le resulta nada difícil ganarse el odio del espectador, ralentiza el ritmo, se aferra al pasado sin aceptar la realidad y actúa de escollo, de piedra inamovible. Gracias a Dios está Akiko para castigarle de vez en cuando. No ayuda tampoco los actos de los susodichos protagonistas; Yuichi es alguien de débil voluntad (desagrada mucho verle siendo víctima de abusos físicos y verbales continuamente y sin defenderse, aunque me lo quieran justificar), que se deja llevar, tanto por decisiones de otros como por las maniobras del guión, clichés del melodrama trágico o auténticas incoherencias, y sólo lucha cuando la situación es insostenible.
En mitad de tales problemas de estructura quedan esos minutos compartidos con una caricia, una sonrisa o un simple silencio, valiosas promesas sin ningún valor real pero conmovedoras, y la oportunidad de los jóvenes para recuperar un recuerdo, sanar una herida o borrar una huella del pasado. Añadiendo ciertas referencias literarias actuando de mal presagio, Hashimoto atrapa el minuto presente en lo que tiene de más fugaz y le da un valor de eternidad; esa es la bonita sensación que nos dejan los instantes que Yuichi y Rika pasan juntos, en la escuela, en la azotea del hospital o en la habitación de ésta tras la peligrosa cirugía.

No lo veremos pero la novela continúa fuera del centro, cuando ambos consiguen regresar a una vida normal e ingresar en el instituto. Rika se convertiría en una alumna modelo por todos adorada; al final sí persiste la esperanza después de todo.
En el anime, sin embargo, queda esta nota de incertidumbre amarga pero consuelo romántico a la luz de una Luna en cuarto creciente (iluminando el cielo pero con una mitad oscura). Tal vez es mejor que se queden así: dentro de los muros infranqueables del hospital donde lo han podido lograr todo...
Chris Jiménez
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