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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
27 de octubre de 2014
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque «Días de eclipse» no es, en mi opinión, una de las mejores películas de Alexander Sokurov, sí es una de las más características; en ella podemos encontrar muchos de los elementos que, tanto a nivel temático como formal, configuran su cine. Es también, probablemente, una de las más herméticas y de más difícil recepción.

El guión de «Días de eclipse» parte de una novela de los hermanos Strugatsky —aunque pocos, al parecer, son los elementos del libro retenidos en el film—, autores cuyos textos han sido llevados en varias ocasiones a la pantalla, entre otros por Tarkovsky y Lopushansky. El film comienza con un «vuelo» descendente de la cámara hacia la tierra que inevitablemente recordará el plano muy similar, al final del episodio del globo, en «Andrei Rublev»: probable homenaje a Tarkovsky, aunque la referencia se mantenga a un nivel superficial, pues —como he apuntado en otras críticas— entre los dos maestros rusos me parece encontrar más divergencias que convergencias. Bruno Dietsch ve en ese plano una imagen del «“ser arrojado” heideggeriano o, en otros términos el paso de un grado superior o “angélico” del ser, al estado humano» («Alexandre Sokourov», Lausana, 2005, p. 38). ¿Excesivo? Quizá no. La idea de decadencia, no solo histórica sino ontológica, marca toda la obra de Sokurov. Supongo que es posible una lectura rigurosamente historicista de la película en relación con la agonía del régimen soviético, pero yo la veo desde una perspectiva más metafísica en la que lo histórico se integra como nivel o plano subordinado. Desde este punto de vista, todo el film sería la puesta en imágenes de un sentimiento de pérdida, de alejamiento del Centro, de desorientación existencial, y, por supuesto, de nostalgia, a partir de un extrañamiento, exilio o caída metahistórica primordial: Sokurov cien por cien.

La película —hay que advertirlo—puede producir un cierto desconcierto inicial: lo histórico y lo mítico, lo fantástico y lo cotidiano, el cuento de hadas y la crónica realista se funden a través de una acumulación de acontecimientos arbitrarios, aparentemente desligados, que solo a posteriori podrán ser integrados en una unidad coherente de sentido, siempre abierta, no obstante, a una pluralidad de lecturas.

De este modo, aunque la trama tiene no poco de fábula, presenta sin embargo una ubicación espacio-temporal concreta: estamos en Turkmenistán, un lugar remoto del imperio soviético, fronterizo entre Europa y Asia, en el verano de 1987 (los programas de la radio hace posible la fijación cronológica), en la inminencia ya del descalabro de la URSS, anunciado por esa atmósfera de caos generalizado que preside toda la película. Las imágenes de los primeros minutos —interpolación del «documental» en la «ficción»: hibridación típicamente sokuroviana, acorde con esa fusión de contrarios a que me acabo de referir— nos presentan un lugar inhóspito, un pueblo destartalado, abandonado de la mano de Dios, en medio de una naturaleza agreste y desértica, con aire de lúgubre asilo de enfermos mentales, donde el caos se ve reforzado por la condición plurilingüe y multiétnica. Ahí vive Dimitri Malianov, un joven médico que está escribiendo su tesis doctoral.

Lo que podría interpretarse como la historia central del film, parece ser una historia de amor homosexual; Sokurov no la presenta abiertamente como tal y deja siempre una cierta ambigüedad, pero en todo caso su fascinación por el cuerpo masculino (perceptible también en otros films: «Confesión», «Padre e hijo»...) es manifiesta, aunque este sea un tema siempre evitado por el propio director, y también —lo que es más misterioso— por gran parte de la crítica al hablar de su cine.

Con esa relación entre los dos amigos o amantes, Malianov y Vecherovsky, como tenue hilo conductor, la historia va encadenando sucesivos encuentros del primero de ellos, el protagonista, con personajes diversos: un cartero anónimo de extraño comportamiento; Snegovoy, un oficial ruso, presunto suicida, y con cuyo cadáver Malianov mantendrá una conversación en la morgue; Gubar, un desertor, que lo mantiene secuestrado por unas horas y que terminará abatido por los miembros del ejército; Glukhov, personaje conformista vinculado al sistema, para quien la felicidad parece consistir en ver una historia de detectives en televisión; la singular hermana del protagonista, con una actitud entre maternal y resentida; un misterioso y sufriente niño-ángel, ¿bajado y ascendido, luego, a los cielos?... Otros tantos encuentros que quizá se deban, o al menos se puedan, leer como las estrofas de un poema abstracto, estrofas relativamente independientes, pero también ligadas entre sí por una omnipresente sensación de desorden cósmico, de que nada está donde debería estar, de que las cosas han perdido su sitio, su lugar natural tanto en el tiempo como en el espacio. Malianov afirmará que da igual estar en un sitio que en otro, pero Vecherovsky, más consciente de la realidad que su amigo, le dice: «Pocas personas viven ahora donde deberían vivir», lo que puede interpretarse en un sentido no exclusivamente geográfico o físico.

En estos tiempos de delirio globalizador, la fijación a un tiempo y a un espacio podrá parecer a algunos represiva o limitadora. Limitación, sin embargo, tan necesaria como le son a un río sus orillas si se pretende mantener la identidad propia. Sokurov lo sabe quizá mejor que nadie; él, que no podrá volver jamás a su pueblo natal, sumergido varios metros bajo el agua por la construcción de una presa: sacrificio del industrialismo moderno en el altar del productivismo y el «progreso».

[acabo en el spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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10
17 de octubre de 2014
20 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
En términos generales, triple es la procedencia de las fuentes de inspiración del cine de Sokurov: literaria, pictórica y musical. La importancia de estas tres fuentes en su cine ha sido subrayada por la crítica y por él mismo en múltiples ocasiones y es, por lo demás, obvia. En este caso, las literarias ocupan un primer plano: como los créditos nos anuncian, estas “páginas leídas en voz baja” —más que “ocultas”— están “basadas en obras de escritores rusos del siglo XIX”. Hay que pensar especialmente en Gogol, Chejov y, sobre todo, Dostoievsky, en particular en “Crimen y castigo”. Sin reproducir su trama, la película pone en escena a sus personajes principales: Raskólnikov y Sonia, que se mueven por una San Petersburgo espectral.

Hay, sin embargo, una diferencia esencial entre el personaje de Sokurov y el de Dostoievsky: mientras el protagonista de “Crimen y castigo” encuentra su redención en las páginas finales de la obra, el de Sokurov permanece culpable, atormentado y sin atisbo ninguno de salvación. La película es un descenso a las tinieblas del alma de su protagonista, y aquí se podría evocar la antigua y fecunda idea esotérica, expresada de formas diversas por diferentes tradiciones, de que “el mundo está en el alma”.

En efecto, el alma de Raskólnikov contamina hasta tal punto el medio físico, que ambas cosas, psique y mundo, aparecen simplemente como perspectivas diversas de una misma realidad, de las que no podría decirse con precisión cuál contiene a cuál. Pocas veces se habrá expresado en cine con tanta intensidad la idea de que un paisaje —urbano, en este caso— puede ser un paisaje del alma. Estamos en una cripta psicocósmica que nos haría pensar tal vez en los subterráneos de la “Metrópolis” de Lang, si estos no fueran todavía demasiado terrenales, o incluso en las “Prisiones” de Piranesi, si estas no fueran demasiado ultramundanas: una ciudad sumida en una penumbra eterna, sin árboles ni cielo, sólo arcadas asfixiantes, calles lúgubres, una ciudad de hormigón y piedra putrefacta, en una atmósfera impregnada de humedad mórbida por los vapores ponzoñosos que surgen de sus canales; una ciudad donde resuena el eco del sufrimiento universal y donde la amenaza acecha escondida en cualquier recodo. El pecado de Raskólnikov parece extendido a la ciudad entera, pues la ciudad no es el medio en que algo ocurre sino más bien algo que ocurre, como un personaje más que interactúa con los humanos.

El proceso de “animación” del espacio (en el sentido de dotarlo de ánima, de alma), tan esencial en el cine de Sokurov, alcanza aquí las fronteras inferiores del psiquismo, su lado más oscuro y tenebroso; en cierto sentido, el reverso mismo de lo que, unos años después, nos mostrará en “Madre e hijo”. La idea de la muerte —omnipresente en Sokurov— preside ambas películas, pero en “Madre e hijo” la muerte será el tránsito a una realidad superior, aceptada con confianza en la transcendencia, en el contexto de una naturaleza exultante y abierta al infinito; en “Wispering pages”, la muerte parece, más bien, perpetuación eterna de la desesperanza, en un ámbito cerrado y sofocante, sin más dios que el ídolo pagano y siniestro que lo preside, con el que Raskólnikov se funde al final del film: Friedrich frente a Piranesi.

Esa San Petersburgo fantasmagórica se erige así en metáfora del mundo: el mundo entendido como prisión, en la que toda la humanidad está encerrada, condenada, quizá, más por su condición que por sus actos, a vagar perpetuamente por las entrañas de un laberinto acuoso, prisión infinita, sin esperanza alguna de redención; presencia anonadante del espacio, capaz de transformar cualquier sentimiento en angustia y de coagular todo sueño en inacabable pesadilla.

Quienes se asientan en convicciones inamovibles, en “ideas claras y distintas” de cualquier signo, creyente o ateo, podrán hablar, tal vez, de incoherencia en Sokurov. Quienes aceptan la ignorancia radical del ser humano percibirán en esa visión escindida las inevitables fluctuaciones del alma en la contemplación de dimensiones divergentes pero igualmente reales. Recordando aquí a su amigo y maestro, podríamos decir que mientras la relación de Tarkovsky con la transcendencia es dialógica, la de Sokurov, por el contrario, es monológica: el hombre la invoca, mas no obtiene respuesta; por eso, mientras Tarkovsky habla con Dios, Sokurov solo puede desdoblarse y hablar consigo mismo. Dios (si es que todavía tiene sentido utilizar este término en el cine de Sokurov) guarda siempre silencio. Esa es quizá la raíz del sentimiento trágico que impregna su cine: un silencio eterno como respuesta única a los anhelos del alma.

Desde un punto de vista más formal, podemos decir que en esta película hay menos referencias pictóricas, que también las hay, y, cosa rara, más referencias fílmicas: un expresionismo difuso nos lleva a pensar en el cine mudo, sobre todo en las escenas en la habitación de Sonia, y quizá de forma especial en Murnau.

Como siempre en las películas de Sokurov, la banda sonora merecería una crítica aparte, que aquí no es posible siquiera esbozar. Nada más lejos de su perspectiva que el convencional concepto de “música de película”. Palabras, ruidos y música se funden como elementos igualmente expresivos para generar un concepto de banda sonora que no admite parangón. Si Bresson —genial pero un tanto dogmático—, que quería desterrar la música del cine, hubiera podido ver y oír los films de Sokurov, tal vez habría matizado su opinión. No está tan claro si las películas de Sokurov son imágenes con banda sonora o bandas sonoras con imagen.

En definitiva, uno de los films quizá menos conocidos pero más relevantes del director ruso. Imprescindible, si se quiere acceder a una visión global del que me parece uno de los contados cineastas que realmente tienen algo importante que decir en estos tiempos.
Ludovico
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7
13 de julio de 2014
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Palabra y utopía" reconstruye la vida de Antonio Vieira, seguramente, bastante desconocido en estos pagos, aunque a algunos les puede haber llegado su nombre por mediación de Fernando Pessoa, que —muy interesado por el esoterismo— se ocupó abundantemente de este jesuita cuya historia cubre casi todo el siglo XVII. Vieira, misionero en Brasil, es una destacada figura de un movimiento milenarista conocido como “sebastianismo”, que, basándose en la profecías de Bandarra (apodado el “Nostradamus portugués”, un zapatero que recibió una serie de revelaciones en sueños, en la primera mitad del siglo XVI), esperaba el advenimiento de un rey de Portugal que se convertiría en monarca universal, instaurando el V Imperio, que no es otra cosa que el “milenio” del Apocalipsis que debía preceder a la llegada del Anticristo.

Vieira, estudioso de las profecías de Bandarra, reinterpretó numerosos pasajes bíblicos, y su propia realidad histórica, a partir de ahí y desarrolló sus ideas acerca del futuro inmediato de Portugal y de la humanidad en lo que debería haber sido una monumental “Historia del futuro” que no pudo terminar y que finalmente abandonaría para dedicarse a otra obra de índole similar, la “Clavis Prophetarum”, que también dejó inconclusa. Estas ideas y estos escritos le enfrentaron con la Inquisición. (*)

Ahora bien, poco de todo esto aparece en la visión que Oliveira nos ofrece de la vida del jesuita; por el contrario, el film se centra en sus abundantes y, sin duda, notables sermones —fue también un excepcional predicador—, y en su actitud de defensa de los indios frente a los colonos. Oliveira parece sumarse así a la corriente “ilustrada” que ha pretendido hacer de Vieira un discípulo de Bartolomé de las Casas, ocultando en mayor o menor grado la dimensión visionaria o milenarista del jesuita portugués. Es curioso que, sin embargo, Oliveira se sienta obligado a incluir en su film las declaraciones de Vieira al final de su vida, manifestando que sus “sermones” no serían sino “chozas” comparados con los “palacios” que constituyen la “Historia del futuro” y la “Clavis prophetarum” —a las que tan escasa atención presta el film—, lo que deja bien claro la idea que Vieira tuvo siempre de sí mismo y de su misión.

Se podría defender la legitimidad de la pretensión de Oliveira de centrarse en los aspectos de la obra, la vida y la personalidad de Vieira que a él más le interesaban (sermones, actitud hacia los indios...), aunque no sea eso lo que el propio Vieira considerara central en su vida (la exégesis profética). Puede ser. Pero de ese modo no deja de darse una imagen más o menos desfigurada del personaje en cuestión.

Aparte de este enfoque discutible, la película tiene un especial interés por su construcción y su lenguaje, lo que no significa que esté siempre bien resuelta. Oliveira opta por construirla articulando una serie de momentos que él considera especialmente significativos en la vida del personaje, filmados de forma muy estática (son casi exclusivamente planos fijos más bien largos), abundando sobre todo los monólogos prolongados; hay una estética pictorialista (especialmente en la segunda mitad) que con frecuencia recuerda a Rembrandt, a Vermeer o a De la Tour, lo que da lugar a planos de una notable belleza plástica. Oliveira independiza unas secuencias de otras, mediante un proceso de “fragmentación”, que puede hacer pensar quizá en Bresson, y que dota a la película de una estructura completamente ajena al “biopic” convencional que algunos parece que esperaban. Las diversas “viñetas” se integran así de una forma relativamente “plana”, como configurando un fresco según una estructura más de distribución espacial que de sucesión temporal.

La “credibilidad” de las imágenes (pienso, por ejemplo, en la escena en que unos holandeses huyen ante la presencia de un grupo de indios) preocupa poco a Oliveira: sana despreocupación que cuestiona el pueril, aceptado y casi incuestionable dogma de que el cine debe engañar convincentemente al espectador hasta hacerle confundir la película con la vida. Oliveira no pretende disimular —es muy de agradecer— que lo que vemos es una particular y subjetiva reconstrucción de la vida de un personaje, con el distanciamiento que ello implica.

El proyecto así planteado parece interesante, si bien el resultado quizá no sea siempre satisfactorio. La vida de Vieira fue extremadamente complicada, llena de viajes y acontecimientos, y tratar de meterla en el esquema de Oliveira, que privilegia cada momento en sí mismo, desdeñando en cierta medida su relación con el conjunto, da lugar a un resultado algo caótico. Tal vez los sermones elegidos no sean los más idóneos, y no son fáciles de seguir al no estar debidamente contextualizados. Tampoco los acontecimientos narrados son quizá tan significativos como el director pretende (por ejemplo el episodio con la reina Cristina). Asimismo, algunos personajes, a los que Oliveira no se molesta en identificar (por ejemplo el rey Alfonso VI, que aparece un par de veces hacia el final) pueden generar confusión, pues no queda muy claro ni quiénes son, ni qué significado tuvieron para Vieira. El resultado es un cierto desconcierto para el espectador, al que —si no conoce la historia— no le resultará fácil enlazar todo eso en un todo coherente y con sentido.

Por supuesto, no creo que se pueda criticar una película por su dificultad cuando esta es en sí misma fuente de sentido, pero sí cuando es el resultado de no haber dado con claves narrativas idóneas, lo que quizá sea el caso, en alguna medida al menos, con esta película. Con todo, a pesar de las objeciones que se le puedan formular, me parece que el proyecto de Oliveira es, en cualquier caso, ambicioso y presenta logros parciales importantes que no pueden desdeñarse.
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Ludovico
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8
8 de julio de 2014
22 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Theo Angelopoulos está en posesión de un curioso récord: es, casi con seguridad, el director más insultado de toda la historia del cine; los calificativos de “pretencioso”, “pedante” y “presuntuoso” se han acumulado hasta el aburrimiento en relación con él (alguien le podía haber tildado, para variar, de alatinado, gravedoso, enflautado, retumbante, empampirolado, campanudo, engolletado o vendehúmos —pongamos por caso—, pero parece que la imaginación de sus maldicientes no da para tanto). Y ¿por qué? Sin duda por la dificultad de sus películas. Las razones de esa dificultad son varias; primero, la doble ignorancia del espectador respecto de: a) la enrevesada historia de Grecia en el siglo XX; b) la cultura clásica griega; referencias a ambas cosas pueblan sus películas. La dificultad derivada de la primera forma de ignorancia, más generalizada y menos censurable, se arregla simplemente con una enciclopedia decente (a mí me ha funcionado; no ha eliminado mi ignorancia pero me ha permitido entender incluso sus películas más crípticamente políticas); la solución a la segunda es más difícil de improvisar. Otro escollo: Angelopoulos no se atiene a las reglas narrativas convencionales y se empeña en obligar a un cierto esfuerzo mental al espectador. Se podrían buscar más razones, pero no es necesario; eso es más que suficiente para dictar el veredicto.

Y pasemos ya a “Reconstrucción”. La película narra el intento de reconstruir un crimen por parte de la policía: un emigrante que volvía al hogar tras años de ausencia es asesinado por su mujer y el amante de esta (aquí no hay “spoilers”: el final se nos cuenta desde el principio). Los ecos de la “La Orestiada” de Esquilo son, pues, obvios. En todo caso, en toda la obra de Angelopoulos no se encontrará —y aquí tampoco— nada parecido a “versiones actualizadas” de los antiguos mitos. Angelopoulos llevaba la cultura clásica impregnada en su ser y sus rastros reaparecen de forma natural, pero más o menos difusos, “disueltos”, por decirlo así, y no siempre fácilmente reconocibles, en la trama de sus historias. A fin de cuentas, los mitos son universales e intemporales, tan presentes ahora como en tiempos de Homero. La famosa distinción entre “mythos” y “logos” como fases sucesivas en una supuestamente progresiva conquista humana de la racionalidad no es probablemente más que una invención de los historiadores ilustrados, y Angelopoulos —incluso el Angelopoulos marxista— siempre pareció tener eso muy claro.

Se ha intentado ver en “Reconstrucción” la matriz germinal de toda la obra del cineasta griego. Asunto complicado. Básicamente, se la suele dividir en dos períodos; el primero acaba con su quinta película “Alejandro el Grande” (1980): período plagado de referencias históricas, con entidades colectivas como protagonistas, respondería a su etapa marxista (un marxismo sui generis, no-progresista). El segundo, más “existencial”, más desilusionado, con protagonistas más individualizados, empezaría con “Viaje a Citera” (1983) y terminaría (2012) cuando un policía (?) se lo llevó por delante con su motocicleta mientras preparaba una película sobre la crisis. Si el paso del primer al segundo período es rastreable en una evolución perceptible, “Reconstrucción”, sin embargo, aun sugiriendo preocupaciones posteriormente desarrolladas, me parece tener una relativa independencia, en la medida en que, por una parte, transita por caminos que serán luego abandonados y, por otra, no deja ver todavía lo que serán los rasgos más significativos de su obra de madurez. El hecho de ser su única película en blanco y negro no es suficiente, por supuesto, para determinar ese carácter hasta cierto punto marginal, pero sí es una marca visual inesperadamente significativa.

“Reconstrucción” no es cine político: la historia del crimen se entreteje con la decadencia del tejido rural de la sociedad griega en la segunda mitad del siglo XX, pero lo que se refleja ahí es el desarraigo cultural y la disolución de la historia colectiva; en definitiva, la agonía de la vida rural tradicional, lo que tiene muy poco que ver con circunstancias políticas, pues es algo más bien ligado con el devenir de la propia civilización occidental, con el espejismo del progreso y la creencia en la salvación por el desarrollo económico y la tecnología, creencias (¡lástima de cursiva!) que comparten por igual demócratas y antidemócratas. En mi opinión estaríamos aquí en un momento “pre-político” de Angelopoulos que precede a los momentos “político” y “post-político”.

El film no presenta la complejidad estructural de sus películas posteriores. Se alterna el presente de la reconstrucción policial con el pasado de los días del crimen, pero eso no plantea dificultad al seguimiento del hilo narrativo —no estamos todavía, por ejemplo, ante los desconcertantes saltos cronológicos, de años o de décadas, en el interior de un mismo plano que aparecerán, por ejemplo, en “El viaje de los comediantes”, “La mirada de Ulises”, etc.— ni se le exige tampoco al espectador ningún conocimiento de la historia del país heleno.

No concuerdo en absoluto con la relación que con frecuencia se establece (supongo que siguiendo un poco mecánicamente a Andrew Horton, “El cine de Theo Angelopoulos: imagen y contemplación”, Madrid, 2001, p. 92) entre “Reconstrucción” y el cine negro americano. Las preocupaciones tanto temáticas como formales de Angelopoulos han ido siempre en dirección contraria a las del cine de Hollywood. ¿Alguien se puede imaginar a un cineasta americano que para narrar un crimen coloque la cámara al exterior de la casa en que suceden los hechos y la deje ahí plantada, inmóvil, durante tres minutos y medio, sin registrar más acción que la fugaz entrada y salida por la puerta de un par de personajes? Este plano —el último de la película— me parece que merece una digresión que desarrollo en el spoiler por falta de espacio.
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Ludovico
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10
8 de julio de 2014
20 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basada en “El río Potudán”, relato escrito en 1937 por Andrei Platónov, “La voz solitaria del hombre” es el primer largometraje de Aleksander Sokurov. Película de oscura y difícil belleza, puede ofrecer serias dificultades para seguir su hilo narrativo, al menos en una primera visión, así que tal vez sea de utilidad resumir el argumento; incluyo síntesis en el spoiler. Sin ánimo de “explicar” esta película densa, compleja, ni de agotar su profuso caudal simbólico imponiendo reductores desciframientos subjetivos, creo que pueden fijarse, no obstante, algunas claves básicas que ayuden a cada cual a hacer su propia lectura. Es lo que intento en las líneas que siguen.

Sokurov, personaje extraño dentro del panorama cinematográfico, conjuga de forma radical el vanguardismo formal con el tradicionalismo ideológico (metafísico, más bien que político o social). Ese contraste, más aparente que real, entre innovación y tradición es solo una de las facetas más llamativas del director ruso. No menos turbadora puede ser su desconfianza respecto al cine como medio de expresión artística. Se ha dicho que es “un cineasta al que no le gusta el cine”: hipérbole que refleja sus confesadas reticencias respecto de un medio cuya condición tecnológica le colocaría, como mínimo, en desventaja con relación a la música o la pintura. En todo caso, la aspiración del cine, como la de todo arte, no puede ser otra que “preparar al hombre para la muerte”. Nada menos. Idea de peso, expresada ya, antes que él, en idénticos términos por Tarkovsky, y que hunde sus raíces en la concepción “antigua” del arte.

La influencia de Tarkovsky sobre Sokurov es tema debatido, imposible de solventar en unas líneas. Hay puntos de continuidad, pero también sustanciales diferencias. En cualquier caso, “La voz solitaria...” está dedicada “con gratitud” a la memoria del maestro fallecido y, en particular, varios puentes podrían tenderse entre esta obra y “El espejo”. El más claro, la inclusión de material documental sin relación explícita con la línea argumental básica, si bien con una función algo distinta, así como la combinación del blanco y negro y el color, pero el espectador atento encontrará no pocos vínculos entre ambos films: abundante presencia de espejos y superficies reflectantes, imágenes ralentizadas con paralelismo obvio de la vegetación, el fuego, la lluvia, etc.

Como “El espejo”, “La voz solitaria...” plantea una búsqueda espiritual a través de laberintos espacio-temporales. Más allá del tiempo cronológico que marcan nuestros relojes y del espacio físico por el que nos desplazamos, propone la visión del tiempo como círculo mítico y del espacio exterior como dominio de la muerte. En efecto, la película es por encima de todo una reflexión sobre el tiempo y la muerte, temas típicamente sokurovianos, más o menos presentes en todas sus películas. “La voz solitaria...” contiene en germen —y no solo en germen— los que van a ser elementos fundamentales de su obra tanto a nivel formal como temático.

El río, espacial imagen heraclítea del flujo temporal, es un continuado trasfondo metafísico que preside el film, tal vez como fundamento sagrado de la propia existencia. Su aparición cíclica a lo largo de la película no es casual, como tampoco lo es la repetición de esas escenas documentales en las que unos trabajadores hacen girar una enorme rueda de madera, imagen de la ciclicidad temporal tanto en sí misma —rueda de la vida— como en su reiteración (la veremos tres veces: al principio, a mitad y al final). Las imágenes paralelas de la nieve sobre el suelo (primera nevada ligera - nieve abundante - nieve en retroceso) reflejarán igualmente el avance cíclico de las estaciones.

La gran cantidad de imágenes fotográficas intercaladas en el film evoca esa dimensión “proustiana” del tiempo —posibilidad de escapar a su carácter “devorador”— que tan esencial es en el pensamiento de Sokurov, marcado por una nostalgia existencial de orden ontológico más que histórico: el tiempo cíclico no es tanto un retorno sucesivo al pasado cuanto la perpetua posibilidad de recuperación de un origen eterno. Al igual que las imágenes de la ciclicidad, también las de la nostalgia aparecen doblemente enfatizadas, como cuando Nikita mira a Liuba durmiendo y se recuerda a sí mismo contemplándola mientras ella mira un viejo álbum de fotos (con reiterada presencia a lo largo del film), es decir, la recuerda recordando. De hecho toda la relación entre los dos protagonistas está fundamentalmente basada en la memoria.

Sobre este particular marco espacio-temporal, Sokurov desarrolla su reflexión acerca de la muerte (omnipresente en la trama: muerte en la guerra, muerte de la madre de Liuba, muerte de Zhenia, fabricación y traslado del ataúd, cercanía de la muerte en la enfermedad de Nikita, animales muertos en el matadero, información sobre “alguien” que ha muerto en el registro civil, proyecto de suicidio del hombre de la barca, intento de suicidio de Liuba...) y también de la soledad; soledad como rasgo distintivo y destino ineludible; soledad constitutiva, y no circunstancial, del ser humano.

Voz solitaria del hombre que es también voz solitaria de Sokurov; el título del film se presta al fácil juego de palabras, pues la obra de este creador reclama un lugar aparte en la historia del cine. El universo de Sokurov es único y extraño; sus películas, antítesis del cine narrativo, maravillan y fascinan, pero también inquietan y desconciertan. En continua lucha con las convenciones del medio —y sobre todo con la más perdurable de todas ellas, la imagen estentórea que impacta (pero no transforma)—, la obra de Sokurov se desliza sin ruido, como una sombra silente, por los subterráneos de la conciencia. Apelando a la terminología de Bresson, podría decirse que lo que Sokurov hace no es cine, sino “cinematógrafo”, esa rara actividad que reúne a un reducido puñado de artistas, al margen de los vanos y estériles caminos del espectáculo.
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Ludovico
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