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Críticas de Weis
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
5
28 de octubre de 2013
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Consciente de su emergencia y posicionamiento en las primeras filas del cine comercial estadounidense, siendo reclamado por directores de intachable renombre y categoría, el avezado actor Joseph Gordon-Levitt ha creado Don Jon a su imagen y semejanza del momento tan lúcido que le está tocando vivir. Con su firma, de igual modo, en el guión y en la dirección, se perciben en él unas claras directrices procedimentales que bien podrían atribuirse a sus orígenes interpretativos en el panorama del cine independiente americano.

Podrían señalarse, sin miedo al error, a Gregg Araki y Rian Johnson como las influencias creativas más salientes que presenta Gordon-Levitt en la concepción visual de Don Jon, donde apuesta por un estilo seco y áspero, de distanciada empatía, que provoca fascinación y rechazo, según lo requiera la situación, a golpe de imprevisible y espontáneo revés. Así mismo, turba las emociones a través de su recurrente concisión y de la explicitud de una sordidez más temática que expositiva.

Su gran riesgo, a mi juicio, lo deriva en la traslación, del texto a la imagen, de ese estado de ánimo apático y socarrón que pretende transmitir. Su estilo de filmación es pretendidamente reiterativo y minimalista, plagado de situaciones obvias y lugares comunes que se repiten y escanean como folios idénticos que salen de una impresora. Esto, unido a su insospechada y cínica reflexión religiosa como bastión (in)justificador de nuestros hábitos y estilos de vida, se revela como una hoja de doble filo: generar estatismo utilizando el estatismo. El resultado transmite el desánimo pretendido pero lo hace por la vía de la sencillez y la limitación formal.

Estas percepciones se potencian principalmente en el guión, que resulta, contra todo pronóstico proviniendo de un tipo con semblante de pícaro, escaso y muy ajustado, tanto en su línea temática como narrativa. A pesar de describir a unos personajes de naturaleza acartonada y unidimensional, hay muchas formas de que su descripción resulte inteligente. Bien a través de un narrador puntillista, de una puesta en escena alterada y rupturita o de un montaje sensitivo. Pero en Don Jon, ninguno de estos tres elementos consigue brillar especialmente. Sobre todo en lo referido a su montaje, que prefiere no tener en cuenta el respeto al código de tiempo y su estructura interna, y se nos presenta en todo momento con una temporalidad sesgada y arbitraria, al estilo posmoderno de videoclip, en sus transiciones entre la calma y el impacto de brutal de sobreexposición pornográfica.

Algo más de fortuna se lleva el trabajo de casi todo su reparto, felizmente lúcido y muy acertado a la hora de compartir la representación de lo estrambótico de lo cotidiano, asegurándose de un espacio para la distinción y confección individualizada de cada uno de los caracteres. De entre ellos, Scarlett Johansson se lleva la mejor parte. A pesar de ello, en líneas generales, la descripción protagonista de Don Jon se eclipsa sobre cualquier otra, convirtiendo al resto de personajes, por momentos, en secundarias marionetas a su servicio. Esta es, sin duda, su línea más frustrante. El personaje que da vida Julianne Moore obtiene una especial relevancia en la segunda mitad de la película, pero la débil construcción de su sufriente composición hace que se desinfle la garra que se podría haber obtenido con ella.

La película, pese a todo, conserva la frescura y la amabilidad que caracterizan la imagen pública de su creador y, por extensión, se percibe más cercana a sus deseos expositivos que a un afán por compartir un reflejo crítico y sentencioso de las vidas puerilmente artificiosas. Aunque, visto desde otro prisma, si tomamos por buena la fusión entre la ejecución de sus formas y el resultado que provocan estas, la conmoción es inapelable.

Crítica para www.cinemaldito.com
@weisguerrero @cinemaldito
Weis
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6
15 de noviembre de 2013
6 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La mirada de Alberto Morais, en su aún corta pero estimulante filmografía, no es, decididamente, de una categoría que responda a patrones convencionales. Un lugar en el cine, título tan alegórico como incitador a su declaración de intenciones cinematográficas, ya supuso su carta de presentación cuyo horizonte abogaba por la distinción autoral y reflexiva, labranza procedimental de los Theo Angelopoulos y Víctor Erice, a los que rindió tributo. Ofertante del reflejo más impávido y contemplativo de la vida que vemos pasar, y que se nos escapa entre suspiros, Los chicos del puerto constituye la última y perfecta capa de barniz a los cimientos que relucen en su edificación fílmica de silencios y brevedades.

Deudor del neorrealismo italiano y de la serenidad relatora de Abbas Kiarostami, el cineasta vallisoletano negocia su relato entre la sutil composición del estatismo reiterado y la distancia tradicional que se refleja en las diferencias intergeneracionales. Al igual que en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, del director iraní, esta película presenta un viaje pero en él no hay evolución ni transformación. Las distancias y las fatigas son meras coartadas formales para elucubrar el enorme calado de sus intenciones éticas e idealistas.

Las constantes vitales que empujan a los jóvenes protagonistas a iniciar su aventura, despojado su recorrido de intriga, sorpresas y tensión, dan la espalda a la heroicidad y a la imposición de una madurez épica. Tan siquiera ríen por el camino. La nausea de Morais le facilita un acercamiento redentor a la construcción de unos niños que, sin darse cuenta, hegemonizan la voluntad castiza frente a la apatía y cerrazón ajena de los mayores. Aquí es donde Los chicos del puerto se desmarca e individualiza: ofrece un cálido y candoroso homenaje al niño por ser lo que es, en una época en la que el cine refleja, más que nunca, al infante como un ser devastado por la pérdida de su inocencia y usurpado de su ingenuidad para ser adjudicado a un mundo de responsabilidades, problemas y peligros muy adultos.

En ese viaje, diríamos iniciático, que rompe fronteras y banaliza atajos, se materializa la incomprensión hacia un mundo en el que se respira desinterés e individualidad, si bien emerge un casi poético desprecio hacia el concepto de infancia, sazonada a su vez por los recursos dramáticos recurrentes a la pobreza y la indefensión. Mientras otros deciden mirar hacia otro lado, en Morais habita la pulsión de componer, a fuego lento y sin estridencias, un análisis de aproximación introspectiva por los derroteros de nuestra lucha diaria, llena de obstáculos, extrañeza y soledad, mientras que su consecuente proceso vital se enriquece y se fortalece. Como diría la joven Natalie Portman: ¿la vida siempre es así de dura o solo cuando eres niño?

En su ejecución, la película se fundamenta en un trayecto de reiteración y demora constante, recursos que, pese a vulnerar los cánones del entretenimiento, se antojan necesarios y óptimos para asegurar el cumplimiento del umbral reflexivo. El componente elíptico resulta, en ciertos casos, desvirtuado e incluso inexistente, jugando con la apariencia del tiempo real y el equilibrio entre la historia y el relato. Así mismo, la emergente antipatía de sus formas imprime una sensación elusiva y deslavazada.

La transparencia de su lenguaje y el afán de aperturismo de conciencias, sin dejarse llevar por prisas y atascos, crea una latente sensación de pesimismo que nos induce a orientarnos hacia una mirada donde los tiempos muertos son incesantes y donde se te ofrece la posibilidad de indagar en la fugaz existencia que pasea entre las calles de los cementerios o que recorre la brisa que golpea unas rosas marchitas olvidadas en medio de un puerto.
Weis
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4
12 de marzo de 2014
6 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuenta la historia que un puñado de críticos de cine de Cahiers du Cinéma, a finales de los años cincuenta, decidieron dar el salto a la dirección de películas para romper, según decían, con una época inocua, en la que los films no tenían una identidad propia de sus creadores. Con ellos se instauraba ampliamente el concepto de autor. Hay quienes refutan esta afirmación, pues décadas antes ya había realizadores cinematográficos que presentaban un lenguaje visual único e irrepetible. Welles, Murnau, incluso Porter o G riffith. Estos historiadores, con un talante de credibilidad discutible, se podrían referir a la Nouvelle Vague, en sus aspectos técnico-productivos, como la explosión del control, por parte del director, de todos los procesos de elaboración de una obra cinematográfica. Una criatura nacida de las entrañas y no de un proceso en serie del sistema de grandes compañías.

Y me remonto a esta época porque el nacimiento del cine de autor dio como consecuencia la instauración del cine egocéntrico. Por encima del legado artístico intachable de Godard, Truffaut o Rivette, extendiéndose a la Nueva Novela de Resnais, Varda o Duras, estos creadores tenían como precedente un enfermizo orgullo y una repugnante competitividad. No se soportaban entre ellos, echaban pestes del cine del otro y asumían que el suyo siempre era mejor. Su egolatría les hacía considerar que eran llamados a crear arte que repercutiera en la posteridad. Si bien esto ha ocurrido, la prepotencia es un atributo que en la creación del cine se antoja caprichosa e innecesaria. Y dicha prepotencia parece ser un valor histórico al que los nuevos cineastas franceses se siguen apegando.

Andre Techiné, François Ozon, Bertrand Bonello, Leos Carax… son solo unos pocos ejemplos de interesantes filmografías cuya satisfacción solo alcanza hasta llegar al trato personal con sus directores, que en sus apariciones públicas se muestran apáticos, hieráticos y con pocas ganas de dar explicaciones o conocer a sus audiencias. Christophe Gans, el director de la nueva adaptación de La bella y la bestia, es otro cuya chulería y falsa modestia resultan del todo inaceptable. No por un capricho empático sino porque, en ocasiones, esto solo actúa como una ceguera restrictiva que hace que el creador se ahogue en las limitaciones de su propio orgullo. Anticipaba Gans que su máxima aspiración era Cocteau (cuyo respecto hacia él ya pone en entredicho al proponer mejorar su adaptación de 1946) y que en esta reinterpretación del cuento de hadas literario desarrollaría un universo completamente nuevo con unas imágenes de una calidad sin precedentes. Después de ver el resultado, su película dista mucho de sus pretensiones iniciales.

Si en Cocteau, la magia lírica estaba movida por la artesanía de su puesta en escena y del rico tratamiento imaginativo que cumplimentan los efectos especiales con la escenografía, el supuesto nuevo universo de Gans está servido a partir de un anodino batido de proteínas digitales que, además de obviar y pasar por alto cualquier encanto de la fuente original, insiste en los tópicos visuales más sosos y perezosos. Así, el relato está servido en un garrafón que hace mala mezcla de la grandilocuencia y la parodia por la ausencia temática, presentando un cúmulo de situaciones expuestas con soporífera incapacidad de trascender los cimientos precedentes: diálogos anabolizados, trámite enamoraticio, épica ñoña tratada con infantilidad. Especialmente flagrante es la sensación de premura narrativa, en un primer acto que se extiende con errática reincidencia en la nada y que se come casi los dos tercios del metraje, en un intento por remontar el vuelo en el tercero en que es precisamente la velocidad apresurada la que se deja en el tintero balances y matices que deberían darse por sentados.

Entre incidencias y reincidencias, la narración se sucede en un estadio perpetuo de olvido sobre las tramas más relevantes que las adaptaciones precedentes supieron valorar. Si bien, la barroca pedrada visual de Gans tiene que ver más con los frondosos exteriores en 3D que con la reconstrucción de la experiencia interior del castillo de la Bestia, el cual se muestra bajo la ley del mínimo esfuerzo. Como visitar Marte y que el director te lo enseñe desde la ventana de tu habitación. No colaboran de cara a la espectacularidad el contraproducente abuso del croma, el desfasado diseño de guardarropa y la siderurgia plastificada (que, como digo, no tiene que ver con la artesanía sino con la actual mitología del píxel para acabar rápido). Ni tan siquiera la labor de Patrick Tatopoulos (diseñador de criaturas y make-up, entre otros títulos, de la saga Underworld) logra aportar un mínimo de humanismo a esta incontinencia, pues el Vincent Cassel velludo y con garras también ha sido digitalizado por captura de movimiento.

La carencia en la trama de personajes secundarios que otorgaban mayor viveza al relato, por poner a Gastón en la adaptación de la Disney, resulta casi mera anécdota. La película es, por sí misma, previsible, aburrida, inconexa y, a través de la sensación de dejadez constante, lo que es peor: un encargo despersonalizado, apresurado y realizado con el fin de ensanchar, más si cabe en Gans, sus particulares ínfulas de gran creador.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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6
1 de abril de 2014
2 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando se habla de pulsión en el cine, referida a la figura de su director, se infiere un impulso de transmisión de unas emociones a través de un cierto manierismo y un talante concreto. Dicho de otro modo: la gravedad, la postura o la disposición que un creador, en posesión orquestal plena de sus facultades artísticas, realiza a partir de una idea o de un concepto. Asumiendo dicho término, Darren Aronofsky es un autor cuya pulsión, para los conocedores de su obra, siempre ha sido un activo atributo y una jugosa atracción.

Es por ello que, de forma inicial, no hay que dejar de señalar la valentía del realizador ante tan distinguida hazaña en su nueva película: convertirse en un director de registro propio, asumido y distinguible, progresivamente despegado de las vertientes independientes iniciales de su obra para asumir, ya en los últimos años, la dirección de proyectos de grandes envergaduras, de corte eminentemente comercial, sin perder ni un ápice de su particular estilo visual. Cuando el presupuesto se excede, por lo general, el director tiende a perder control sobre la película y tiene que escuchar a demasiada gente. Entra en el terreno de la política y apela a la consecución del “Quién, a quién y para quién”.

Lejos de este estigma demasiado extendido entre las grandes industrias, ver Noé implica asumir que se está contemplando un film de Darren Aronofsky, con todas las ventajas e inconvenientes que ello conlleva. Entre las anotaciones frecuentes de su cine, se pueden comprobar: ambiciosas simbologías, atmósfera sobrecargada hasta la extenuación, tintes de terror psicológico incisivamente subrayado, estética que apunta hacia la observación mítico-mística del ser humano y altas dosis de intriga que mezclan el devenir poético con el siniestro universo de lo irreal. Toda esta amalgama de representación funcionan como un todo que, en ocasiones, puede resultar plúmbeo, denso y artificioso pero también, en cualquier caso, explorador de unas imágenes de asombrosa belleza computerizada y ademán de un tono épico expositivo y muy elocuente.

La ambición que ya cosechara en La fuente de la vida ocho años antes se traduce en una similar declaración de intenciones, servida en esta ocasión para el descarado abrazo del público de multisalas: reconstrucción libre de la génesis bíblica desde un posicionamiento fantástico y ontológico, donde el fuerte anacronismo temporal y circunstancial unido a su tratamiento visual barroco y desmedido componen una función que se percibe como un devenir de fluctuaciones, enrarecimiento perceptivo y complejidad de seguimiento empático. Aronofsky, como se ha señalado anteriormente, continúa haciendo alarde de de unas elocuentes pretensiones que deberían ser un tanto limadas para no caer, de forma tan frecuente, en el ritmo tedioso y la divagación expositiva. Para suplirlos, hace gala más que nunca de unos efectos digitales que en un devenir narrativo resultan acertados pero en el sentir más onírico del relato se antojan de una expresividad experimental difícil de digerir.

Las frecuentes licencias abiertas del director y su guionista Ari Handel trascienden el mero entretenimiento cinematográfico en esta cinta, pues ya han provocado reacciones adversas en ciertos países del Oriente Medio, que se niegan a dar salida a una película que se atreve, con cierto orgullo altivo, a reescribir y reconfigurar ciertos pasajes bíblicos trascendentales para la religión de un puñado de civilizaciones. Quizás sea este el gran precipicio al que se ha abocado Aronosfky: quedarse en tierra de nadie en sus intereses reconstructivos. Por unos momentos, se está más cerca del simple y llano mecanismo de pasarela del star-system hollywoodiense. Por otros más lúcidos, de una gran epopeya con exceso de equipaje e incontinencia digital. Emocionante y aparatosa, a partes iguales. Como podría definirse, en el sentido más tangible y menos optimista, la filmografía de un realizador que no ha dejado indiferente a nadie con ninguna de sus obras.

Crítica para www.magazinema.es
@WeisGuerrero @MagaZinema_
Weis
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6
5 de mayo de 2014
0 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La experiencia en Europa Central y su cine, plasmando épocas decisivas desde el Imperio Austro-Húngaro hasta el pacto de Varsovia, es clave en el contenido de sus películas y en su estructura simbólica. Incluso, se pude ver una metáfora implícita en títulos concretos entre la compleja atmósfera social y los hechos políticos de la vieja dinastía imperial y la moderna república popular. En los films húngaros de los directores más reputados (Béla Tarr, Miklós Jancsó, István Szabó), las esperanzas ilusionadas y las realidades desdichadas del pasado están siempre presentes en términos de inmediatez humana, ya sea la fantasiosa imaginación de un padre muerto por parte de un hijo, la memoria de las deportaciones de los Nazis, la fallida revolución de 1956 o el recuerdo de traiciones de diversa índole.

Parece evidente discernir aquí la composición prosaica de la mera convención narrativa, puramente convenida de un carácter epistémico. Szász nos arrebata nuestro derecho a la intelección plena propugnando su misterio insondable como autoría, creando así un compendio holístico que enerva por su concepción casi histriónica. En su pequeña corteza, en lo que parece ser tratado como algo menor, de escasa relevancia o guiño reconocido, se encuentra la potencia reconstructora de una época en la que el vacío y los lugares perdidos continúan siendo, a día de hoy, un territorio que aún no ha sido completamente explorado.

Esta dicción alegórica en que se nos somete está influída por una cámara impertérrita, serena ante su propósito, que en ocasiones crean un quiasmo condescendiente al texto. El húngaro no se muestra acuciado por la exégesis del espectador, y le somnolienta con una fotografía claroscuro y unas secuencias de poderoso despliegue visual. Ello le da carta blanca para crear una ordalía continuada en diferentes espectros y para potenciar la carga existencialista y relativista, produciendo un tour de forcé en la crítica hacia las especulaciones, las soledades y las injusticias producidas por la cerrazón de los adultos y por las diferencias intergeneracionales.

Mordacidad a través de un estilo plúmbeo y soterrado, indudablemente de armonía imitativa. Película configurada a través de una letanía de secuencias y detalles superfluos que no sirven como articulación de relato en sentido tradicional. Los rellenos, que se reafirman en forma de catálisis barthesiana, pródigos en detalles intrascendentes establecen un tiempo muerto como delator de la miseria de una época y una vida. Notación insignificante, una suerte de deambular por narraciones extintas donde no hay acción sino descripción.

No hay carácter sumatorio de la narración-acción El gran cuaderno. Szász se enfrasca en una reivindicación de puesta en escena sintética como forma de retórica y belleza. Tiempo muerto como mecanismo de reflexión: mundo de necesidad y superstición. Tiempo muerto como metáfora, hasta que el contexto y el detalle de naturalismo áspero sea leitmotiv normativo de un clima apocalíptico metafísico que se refleja en la cotidianeidad del dolor.

Existe, incluso, un cierto nexo entre la filosófica conmoción del miedo aderezado con el placer de la automutilación. Apuntes freudianos deshilachados por el metraje. Así se dota de finalidad estructural todo detalle inútil y redundancia incluidos en el film. Al denotar lo real sin fragmentarlo, el efecto del film húngaro es la carga simbólica construida sin romper la unidad de percepción. Una unidad que, no se debe olvidar, busca siempre el símbolo y no el relato montado.

Sus propósitos son diferentes a las convenciones o a los parámetros que el cliché de las crónicas de la II Guerra Mundial nos ha desgastado. El deleite visual del realizador en el viento, la imagen de lo cotidiano y la suciedad del coro trágico de la existencia es distinta a la explosión íntima del cine, pongamos un referente, de Bresson. Aunque, en ambos, el cuadrúpedo conformado sea testigo imparcial y víctima de un mundo pretendidamente humanizado en unas figuras de naturaleza inocente que pierden persistentemente su pureza.

Crítica para www.magazinema.es
@WeisGuerrero @MagaZinema
Weis
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