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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 155
Críticas ordenadas por utilidad
8
6 de diciembre de 2016
7 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Recordamos la paradoja de los gemelos? Consultemos al oráculo de los clásicos contemporáneos, por ejemplo, Stephen Hawkins: “Consideremos un par de gemelos. Supongamos que uno de ellos se va a vivir a la cima de una montaña, mientras que el otro permanece al nivel del mar. El primer gemelo envejecería más rápidamente que el segundo. Así, si volvieran a encontrarse, uno sería más viejo que el otro. En este caso, la diferencia de edad sería muy pequeña, pero sería mucho mayor si uno de los gemelos se fuera de viaje en una nave espacial a una velocidad cercana a la de la luz. Cuando volviera, sería mucho más joven que el que se quedó en la Tierra” (véase en Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 55-56). Todo lo cual se relaciona con el inicio del filme Paterson (2016), de Jim Jarmusch, pues Laura (Golshifteh Farahani) le dice a Paterson (Adam Driver): “He soñado que teníamos gemelos”.

Pero no sólo al inicio de la película, pues toda ella está regada con “cameos” de gemelos de todas las edades y de, hecho, se trata de un largometraje construido alrededor del número dos, como podemos repasar en numerosos momentos: la historia se relaciona directamente con la pareja mencionada en el párrafo anterior; Laura está obsesionada por una estética en blanco y negro, incluso para el cine; Paterson es el nombre del protagonista masculino, pero también de la ciudad de Nueva Jersey en que viven; Nueva Jersey evidencia en su nombre su doble naturaleza: inglesa y americana; las conversaciones en el autobús que conduce Paterson se desarrollan siempre entre dos personas, cuyas edades se aproximan: dos niños, dos jóvenes, dos adolescentes, dos ancianas; Paterson es chófer de autobús, pero también poeta, es decir, que participa de dos vidas; Paterson lleva una imagen de Dante en la fiambrera, pero su chica se llama Laura, novia idealizada de Petrarca, el otro gran poeta medieval italiano; el poeta de referencia de Paterson es William Carlo Williams, que vivió en Paterson y cuyo nombre se aproxima bastante a la simetría; el deporte que se evoca es uno de dos, es decir, el ajedrez; se evoca reiteradamente a la pareja de cómicos Abbot y Costello, siendo así que éste último nació en Paterson; etcétera.

No podemos considerar, pues, que en este filme de Jarmusch se utilice el número dos por casualidad, sino que se trata de una voluntad deliberada de insistir en ese número, todo ello sobre un argumento que se puede resumir en dos líneas: Paterson, conductor de autobús, sueña con ser poeta y Laura, su pareja, sueña con aprender a tocar la guitarra y vender muchas galletas caseras. Hemos de buscar, por lo tanto, una explicación adecuada para esa estética dual, que siempre será arriesgada, pero intentaremos ser los más atinados posibles en nuestras afirmaciones.

Y, desde mi punto de vista, podemos acercarnos a esa dinámica en pares desde dos perspectivas diferentes: una que se refiere a la propia estética cinematográfica y otra de marcado carácter filosófico.
Empecemos por la primera y admitamos que una novela o una película son productos de ficción. La verdad está, o debe estar, en los libros de Historia, Sociología, los documentales o los periódicos, pero el cine y la narrativa no nos cuentan la verdad, incluso cuando reproducen argumentos históricos se permiten importantes licencias, o se concentran en unos hechos y obvian otros. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene esforzarse por construir buenas historias en la literatura o en el cine si todo es mentira? A mi entender, la historia por sí misma es lo de menos: lo que verdaderamente importa es aquello a lo que aspira la historia y un buen ejemplo de estas reflexiones lo constituye el largometraje que estamos analizando en estas líneas, puesto que no consiste ella en una historia en busca de película, sino de una película que explora conceptos ¿Y qué conceptos son ésos? Ea, para eso necesitamos otro párrafo ¿Hacemos un punto y aparte? Hagamos un punto y aparte.

Una vez efectuado lo cual, retomemos la dinámica de los gemelos, que son muy parecidos, incluso idénticos, pero sin embargo diferentes, y por eso la burocracia, que vela por todos los ciudadanos, dota a los gemelos de dos documentos nacionales de identidad y no sólo uno. Pero demos un pasito más allá y recordemos, por ejemplo, a Jorge Luis Borges, uno de cuyos temas recurrentes era la ontología de los espejos, lo cual puede perseguirse en numerosos pasajes de su obra y muy especialmente en el cuento "Pierre Menard, autor del Quijote”, que nos sitúa ante una desconcertante paradoja: la de dos textos literalmente idénticos y, sin embargo, esencialmente distintos:

El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (véase en J. L. Borges, "Pierre Menard, autor del Quijote" en Artificios, dentro de Ficciones, Madrid, Alianza, 1999, p. 52).

Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes. (Ibidem, pp. 46-47).

Uno junto al otro serán siempre distintos y, sin embargo, lo mismo. Tan sólo alcanzarán el momento de identidad absoluta cuando se coloque un espejo entre ellos, momento en el que la obra de Cervantes reflejará la de Menard, y viceversa. Simetría de palabras, capicúas lingüísticos o gigantescos palíndromas.

En muy pocas palabras, la mano derecha es la mano izquierda ante un espejo y, sin embargo, ambas son una misma mano: identidad de contrarios, oposición de idénticos: ése es el mensaje fundamental, a mi entender, del filme de Jarmsuch que estamos considerando: todo un entramado especular.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
26 de abril de 2016
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Media vida nos la amargan los padres y la otra media los hijos” es una predicción existencial, que viene a unirse a la cita, ya clásica: “Pleitos tengas y los ganes”. Mas no vamos a hablar de pleitos, sino de familia, que es el tema central de Julie (2016), según ha destacado su directora, Alba González de Molina en la rueda de prensa posterior a la proyección de ese filme en el Festival de Málaga (FMCE).

Y es curioso que tres películas que tratan sobre temas afines, como es la infancia dentro de la familia, se hayan dado cita en este certamen costasoleño, puesto que ayer mismo, dentro de la sección Territorio Latinoamericano, asistí a la puesta en escena de la película colombiana Mamá, de Phillpe van Hissenhoven y la brasileña Campo Grande, de Sandra Kogut, todas ellas, incluida Julie, por supuesto, observando las relaciones familiares desde un ángulo complejo, sin concesiones a las emociones epidérmicas de películas que versan sobre cuestiones similares realizadas para mayor gloria del hermano del norte de Río Grande, o Río Rojo, en la denominación mexicana.

El largometraje de van Hissenhoven, cuyo estreno mundial tuvo lugar precisamente ayer en el FMCE, es una obra americana, puesto que es colombiana, pero su testura, y así lo admitió el director en el coloquio posterior a la proyección es muy europeo, pudiéramos decir que incluso iraní, pues hay momentos de sencillez natural que recuerdan a lo mejor de Abbas Kiarostami. Cabe destacar, por lo tanto, la fluidez antimelodramática con que se desarrolla la narración y las relaciones de tres generaciones, abuela, madre e hija, cada una con sus particulares problemas personales.

Por su lado, Campo Grande nos ofrece un Río de Janeiro que nada tiene que ver con el sambódromo del carnaval para situarnos ante una de las más lacerantes tragedias de esta megalópolis: los niños abandonados; pero quiero destacar que la película no se centra en el mundo de las favelas, que habría sido perfectamente admisible, sino que nos traslada al seno de una desgastada familia clase media, de tal modo que al drama de los niños dejados en una puerta se añade el de la desestructuración de la casa en que son recogidos. Muy destacable, también, la técnica narrativa, que sigue un hilo fragmentario, donde el espectador ha de jugar un papel activo para comprender totalmente la trama.

Llegamos así a Julie, donde la fractura generacional se produce en todas las generaciones, la que nos precede y la que nos continúa, pero con ser ése un enfoque correcto, no quiero ahondar en ello, que ya lo hizo Alba en su rueda de prensa como comentamos, sino dirigir el comentario hacia el contexto de utopía imperfecta en que se desarrolla la acción. Al fin y al cabo, ¿qué puede saber la directora sobre su propia película?

Y es que lo que vemos en este largometraje es la búsqueda de una Arcadia adánica, o naif, si se prefiere, donde un grupo de personas han decidido montar una escuelita libertaria en una región apartada de la civilización en El Bierzo.

Se trata, por lo tanto, de una isla atemporal dentro de una sociedad occidental, lo cual es algo que pertenece al imaginario colectivo cultural de nuestro mundo, puesto que la isla ha sido la imagen arquetípica de la utopía desde el mismísimo momento en que Tomás Moro publicó su libro en 1516, como es de sobra conocido. La utopía es también el objeto de gran parte de los ensayos del escritor uruguayo Fernando Ainsa, que ha destacado en Necesidad de la utopía el carácter de sueño diurno o de soñar despierto que subyace en la dinámica utópica.

Con respecto al espacio de la utopía, la región física por excelencia es la isla, como puede colegirse de ejemplos tomados de la ficción, tanto como de la realidad: en una isla situó Tomás Moro la acción de su novela y Campanella la de La ciudad del Sol; a Sancho le mueve la consecución de una ínsula, Barataria; en una isla, Sicilia, fracasó dos veces el quimérico sistema político ideado por Platón, etc.

Cabe observar, con todo, que el carácter de insularidad puede alcanzarse incluso cuando no nos estamos refiriendo a la isla en el sentido literal de la palabra, sino a regiones “insularizadas”, como pueden ser la cumbre de la montaña, el desierto o una casa, siempre que garanticen un espacio moralmente inmaculado, pero es tan poderosa la imagen de región adecuadamente aislada que se persigue en cada una de las plasmaciones literarias de la utopía, que utilizaremos el término “isla” en los párrafos que continúan. Hemos de observar a este respecto, que lo que el pensamiento utópico persigue esencialmente es la disociación entre el espacio real en el que el hombre se siente alienado, y el espacio deseado. Lo que verdaderamente se necesita es un espacio estrictamente delimitado para que pueda establecerse una comunidad utópica donde fundamentar el sistema de relaciones de la nueva sociedad.

Bueno, todo eso contado de manera muy resumida y además creo que ya lo he tratado en alguna reflexión pretérita.

Pues bien, ¿qué sucede en la Atlántida de Julie? Poco más o menos que se trata de un afán utópico, como acontece a todas las utopías que se han intentado hasta ahora. Para que un proyecto de esta naturaleza prospere hay que preservarlo de toda contaminación, pero la infección de realidad llega a la escuelita por un doble cauce: primero la llegada de un elemento perturbador, como es la protagonista Julie, lo cual puede controlarse mejor dado que se trata de algo externo a la comunidad. Mucho más difíciles de controlar son las pequeñas inmundicias que cada uno portamos con nosotros, algo a lo que los profesores de tan idílica escuela no son ajenos.

En definitiva, aire fresco y una aportación enriquecedora dentro de un Festival de cine cuya Sección oficial languidecía entre plasmaciones patéticas de la realidad.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
5 de mayo de 2018
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque cronológicamente anterior, las circunstancias de la vida han posibilitado que viera la keniata Supa Modo (2018), de Likarion Wainaina, antes que I Am Not a Witch (2017), de Rungano Nyoni, que ha sido posible gracias a una co-producción del Reino Unido, Francia, Alemania, si bien la jovencísima directora, la acción y el ambiente en general de esta película corresponde a Zambia.
Pues bien, si Supa Modo se adentra en regiones inusuales dentro de la filmografía subsahariana, como son el intimismo y la fantasía, cuando la crítica ha señalado de manera reiterada que el cine de esa parte del mundo se caracteriza por el alto contenido social y político de sus propuestas, I Am Not a Witch se vale de otro recurso altamente novedoso: lo grotesco trágico, lo que según la sinopsis oficial se trataría de un caso de realismo mágico, que no comparto, dado que lo mágico no es tal, según pasaremos a comentar a continuación: realismo sí, pero no mágico y a partir de ahí se construye la tragedia.
Consiste la historia, por lo tanto, en una situación que escapa a toda lógica: en una determinada región de Zambia las mujeres a las que se considera brujas se las encierra en una especie de reserva y constituyen un atractivo turístico: incluso los occidentales blanquitos se hacen selfies con ellas, todo ello, ni que decir tiene, con toda elegancia y suavidad en las formas. Es lo que hay.
Pero cuando no están expuestas a los turistas a estas mujeres, supuestas brujas, se les obliga a realizar los trabajos más duros en el campo, para librarse de lo cual es necesario alcanzar respectabilidad, es decir, casarse, una situación que ya de por sí podemos considerar como una metáfora de la mujer en numerosas regiones del planeta tierra, incluido el hemisferio occidental, una constante de la historia de la humanidad que se resiste, y vaya que se resiste, a ser cambiada.
Pero también podemos enfocar la cuestión desde el punto de vista del odio a la diferencia, que tan magníficamente recreó Guillermo del Toro en La forma del agua (2017). Es lo que no comprendemos, aquello que nos saca de nuestros cómodos esquemas de valores convencionales lo que activa unos mecanismos sociales de defensa totalmente irracionales. Por ello, en esta película de Nyoni hay algo de La forma del agua, según acabamos de apuntar, pero también de Blade Runner (1982), de Ridley Scott, así como de la inquietante Distrito 9 (2009), de Neil Blomkamp. Porque además una mujer pierde su condición de mujer y pasa a ser bruja nada más que lo decida el consejo del poblado donde vive.
En ese contexto, Shula, interpretada por Maggie Mulubwa, un papel por el que ha merecido el Premio a la Mejor actriz en la 15 edición del Festival de Cine Africano de Tarifa Tánger (FCAT), es una niña extraña, inadaptada y rechazada por la comunidad a la que ha llegado casi como una zombi, todo lo cual le vale la condena a bruja y el internamiento correspondiente, algo que ella, por otro lado, ha de aceptar como mal menor, pues según le informan la otra opción es convertirse en cabra.
Y se inicia entonces la parte grotesca del filme, pues un alto funcionario, no está claro si se trata de un político del Ministerio del Interior o un comisario de policía, decide utilizar los poderes, los inexistentes poderes, de Shula para su beneficio personal. El personajillo se nos muestra así esencialmente esperpéntico, pero la información privilegiada que quiere obtener de Shula tampoco habla demasiado bien en su favor.
Hemos de hablar entonces de los esperpentos de Valle-Inclán, un género que el escritor gallego consideraba haber inventado al mover a sus personajes en las tablas como un bululú hace con los títeres. No voy a extenderme demasiado ahora en esas consideraciones, pero si quiero destacar que si bien nos enfrentamos a una serie de situaciones ridículas protagonizadas por dicho alto funcionario y su esposa, una exbruja o quizá bruja en excedencia, que sin embargo se encariña con la chica, lo grotesco no es un fin por sí mismo en la película de Nyoni, como sí sucede en los esperpentos de Valle, sino un medio o un camino para llegar a la tragedia final, que no voy a explicitar, de tal modo que nos encontramos con algo que parece un caramelo por su envoltorio, pero cuando lo chupamos descubrimos un alto grado de amargura y dolor: por mucho que la directora de I Am Not a Witch quisiera confundir por algunos momentos al espectador, la situación de los poblados de África es la que es.
Otro aspecto también a destacar en esta cinta es su técnica narrativa. Es lugar común que el cine consiste en contar con imágenes, obviando los diálogos en muchas ocasiones, al menos cuando el cine es cine. Pues bien, lo que Nyoni muestra es una manera de contar sin imágenes, o mejor dicho sin personas cuyas actitudes seguir, aunque sea sin palabras. A veces se oyen diálogos de personas cuando la pantalla está vacía de seres humanos, pero otras muchas veces ni siquiera hay conversaciones, sino tan sólo un paisaje de árboles desnudos, muy distante de la lozanía tropical que la utopía exótica ha dibujado en nuestras mentes, pero esas escenas tremendamente resecas son también enormemente expresivas pues tramsmiten un correlato del vacío de las almas en esta película.
Podemos considerar, en definitiva, que el cine subsahariano está experimentando otros lenguajes, diferentes posibilidades, de lo que poquito a poco llega a las pantallas occidentales. Es una pena que en España eso sólo sea posible durante los nueve días que dura el FCAT.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
15 de mayo de 2018
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No, no me estoy refiriendo a los campos de batalla, la dinámica de las tropas, las trincheras y esas cosas: cuando de la guerra por dentro, me refiero al interior de las personas que padecen los conflictos sin ser partes de él. Sin comerlo ni beberlo. Como una maldición que les cae encima. Eso es lo que refleja el belga Philippe Van Leeuw en Alma mater (2017): un muestrario de personajes atormentados que no pueden salir al exterior sin arriesgar sus vidas a causa de los francotiradores y las bombas.
Para mayor introspección, según señalábamos al final del párrafo anterior, algo así como el 99% de la película discurre en el interior de una misma casa, donde todo podría parecer normal: el abuelo que vive con la familia y se eterniza en el cuarto de baño; las adolescentes que ponen los ojos en blanco y ya buscan sus primeros escarceos amorosos; la madre que se preocupa por la casa y vigila a la prole; el nieto que hace la tarea escolar con el abuelo; etcétera. Nada que no veamos a diario en cualquier hogar de nuestro entorno. Es sólo que alrededor del domicilio donde todo sucede está discurriendo una guerra y entonces suceden cosas que ya no nos resultan tan habituales: los cortes de agua y luz, la pobreza de la señal wi-fi, el tener que esconderse en la cocina cada vez que caen las bombas, los saqueos de los forajidos de la guerra, etcétera.
Y ya hemos adelantado la imposibilidad o grave riesgo de salir a la calle, lo cual de manera inevitable emparenta esta película con El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel, pero existe una diferencia importante, pues mientras en el filme del director español nunca llegamos a saber qué impide a los personajes salir de la estancia en que se hallan, lo que se presta a todo tipo de interpretaciones, en Alma mater sí existe una razón, por desgracia, demasiado explícita. Pero el agobio de estar atenazados a una circunstancia es el mismo.
Sólo se ve un personaje tiroteado en la distancia al inicio de la película y no es necesario que asistamos a más horrores para conocer la verdadera dimensión del drama, que es el que se desarrolla dentro de cada uno de los caracteres que aparecen en este largometraje, cuya situación exacta no se explicita. Podría ser Siria, puesto que es la guerra en Oriente Medio que más espacio ocupa en nuestras mentes, o el eterno conflicto palestino-israelí, pero no se aclara dónde sucede el conflicto, más allá de ver a una familia árabe, pero ya bastante occidentalizada en sus hábitos. De ahí que la historia que se ofrece al espectador tiene valor universal, porque se relaciona con el mundo oriental por la lengua: el árabe; pero también se refiere al mundo occidental por el modo de vida que vemos en la pantalla.
No es un episodio de guerra lo que Van Leeuw quiere desarrollar en su película, sino algo con valor universal para el ser humano y que podríamos perseguir en El miedo a la libertad, de Erich Fromm, como es sabido, que pretende averiguar el significado de la libertad para el hombre de 1941, cuando “la guerra ha contribuido a aumentar el sentimiento de impotencia individual”, lo que se parece bastante al planteamiento básico de Alma mater: una destrucción de la libertad de las personas que alcanza a toda la población.
El miedo, pues, como la gran barrera de las acciones del ser humano, quien en una situación como la esbozada en los párrafos anteriores se convierte en un lobo para el hombre, según la conocida sentencia de Plauto en Asinaria, más conocida como la Comedia de los asnos. Dice así: Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit, lo que significa: ‘Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro’, que, por cierto, fue contestado por Séneca con una cierta dosis de idealismo rousseuniano, valga el anacronismo: “La naturaleza nos hizo hermanos a todos, engendrándonos de la misma materia y para el mismo fin. Inspironos mutuo amor y a todos nos hizo sociables: ella estableció la justicia y la equidad”. Mas la realidad cotidiana dista mucho de esa bondad natural: “¿No es vergonzoso que los hombres, cuyo carácter se formó tan dulce, se complazcan en derramar sangre de unos y otros? […]. Al hombre, a esta cosa sagrada que se llama hombre, se le mata por recreo y diversión: en otro tiempo se vacilaba en enseñarle a atacar y defenderse; pero hoy se le exhibe ante el pueblo inerme y desnudo, porque es bello espectáculo verle morir”.
De ahí que haya triunfado la famosa sentencia de Hobbes en De Cive, obviamente basada en Plauto: Homo homini lupus. “El hombre es un auténtico lobo para el hombre”, lo cual se desarrolla en numerosos pasajes de esta obra, como el siguiente: “Pero la razón más frecuente de que los hombres deseen hacerse daño mutuamente surge de esto: que muchos hombres, al mismo tiempo, apetecen una misma cosa, la cual no puede generalmente disfrutarse en común ni ser dividida. De lo cual se sigue que los más fuertes son los que podrán conseguirla siendo la espada la que decida quién es el más fuerte”. Lo cual es exactamente la situación que se describe en Alma mater, donde los mejor armados son quienes imponen su voluntad y cometen los latrocinios.
Así, entre todos los personajes de ese filme surge con fuerza el personaje de la madre, magníficamente interpretada, con sobriedad y firmeza, por Hiam Abbas, actriz y directora de cine palestina, con ciudadanías israelí y francesa, lo que una vez más vincula Oriente y Occidente en una película que aspira a tener valor universal, según ya hemos señalado, siendo así que Hiam perfila una mujer que se sitúa en el centro de tres generaciones y ha de elegir lo malo para evitar lo peor.
Se trata, pues, de un largometraje que retrata el alma de una madre, pero se adentra en lo más profundo de la naturaleza humana.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
17 de febrero de 2015
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La comida, ¿qué? ¿Bien o en familia? Parece que ésa es la idea central de la película uruguaya La culpa del cordero, de Gabriel Drak. Es lugar común que todas las familias guardan un cadáver en el armario, conocido habitualmente como “ropero” en el habla de la República Oriental, puesto que todos sabemos que con demasiado frecuencia es precisamente el contexto familiar donde se gestan los mayores sufrimientos del individuo.
Este filme se sitúa cronológicamente en la crisis de 2009 y se hace mención expresa en ella de las crisis más señaladas de Uruguay, siendo así que cada década durante los últimos cuarenta años ostenta el dudoso honor de haber albergado una. Pero lo que verdaderamente se retrata en La culpa del cordero no es una crisis económica, sino la crisis de valores de los personajes. Con arreglo a la etimología oficial, “crisis” es una palabra que viene del griego, donde significaba ‘separar’ o ‘decidir’ y en la Grecia clásica se utilizaba ese vocablo cuando se quería significar que algo se rompe porque es necesario analizarlo como parte de un proceso de estudio o reflexión, pero sin que implicara algo negativo. En nuestros tiempos esa palabra ha experimentado una evolución semántica, de tal manera que con el término “crisis” se alude a situaciones que sí son necesariamente negativas. Pero recuperemos el étimo original del vocablo y analicemos cómo son los miembros de la familia que muestra Drak en su película:

- Jorge es el pater familiae y en la crisis económica de 1982 dejó a muchos trabajadores en la calle.

- Elena es la mater amantissima, pero no tiene ni idea de las actividades de sus hijos y además mantiene una relación adúltera con Carlos, uno de los criados de la casa, que también está casado. No contenta con eso, ha impuesto a Jorge la vida en una chacra, una vez que éste decide jubilarse.

- La hija mayor es bulímica y sus fuentes de ingresos son todo un misterio.

- Fernando es un estafador sin escrúpulos, entre cuyas víctimas se encuentra su propio padre y su ex-esposa. Pero, además es un estafador torpe, porque está arruinado.

- Álvaro lleva infinitos años matriculado en Antropología, cuando su verdadera actividad es la de camello en la Facultad de cocaína, heroína y LSD.

- La hija menor nació cuando Jorge y Elena ya no querían más hijos y está embarazada de Agustín, marido de la hermana mayor.

- Agustín, como ya hemos dicho, es el marido de la hermana mayor, mantiene una relación adúltera con la menor y se desahoga sexualmente con Berenice, la chica que cuida de la hija que la hermana mayor y Agustín tienen.

Cabría añadir a esta relación los ya mencionados Berenice y Carlos, cuya falta de ética ya ha sido enumerada. En cuanto a la chica, digamos, que se deja abusar por Agustín, aparentemente ausente a todo lo que sucede en esta familia.

De manera que, en este largometraje no se trata de relaciones destructivas paterno-filiales, o filio-paternales, sino de una especie de todos contra todos. Por ello, resulta irónico que Elena recoja el móvil a cada uno y no permita Internet en la chacra para que no haya elementos que distorsionen la convivencia. Varias horas tarda en asarse el cordero a fuego natural, nada de hornos, pero realmente se trata de varias horas de tiempo muerto en lo que a la concordia familiar se refiere, como metáfora eficaz de una vida familiar completamente putrefacta. Así pues, no es que haya un muerto en el ropero, es que toda la familia está muerta: una buena cosecha de ignominias próximas. Quizá sea Berenice y, por supuesto, la bebita los únicos que se salven.

No terminan ahí las posibilidades de análisis de esta película. Comidas, conversaciones y cuernos son las tres ces características del cine francés. Comidas, conversaciones y cuernos tenemos también en La culpa del cordero, lo que le otorga una textura muy europea. Comidas, conversaciones y cuernos suelen ser habituales en los largometrajes de Woody Allen, pero en una atmósfera marcadamente urbana. Comidas, conversaciones y cuernos hay, dentro de un ambiente de viñedos californianos en la magnífica Los chicos están bien (2010), de Lisa Cholodenko. Pero hemos de convenir que esos elementos, construidos sobre planos largos son mucho más habituales en el cine europeo, en general, y francés, en particular.

Por último, muchas son las películas de la historia del cine que han tratado de la familia desde muy diferentes puntos de vista. Tan sólo en las últimas décadas, podemos enumerar unos apresurados botones de muestra, todas ellas con sus “muertecitos” bien guardados, pero bien presentes: La familia (1987), de Ettore Scola, Secretos y mentiras (1996), de Mike Leigh, Celebración (1998), de Thomas Vintenberg, o American Beauty (1999), de Sam Mendes, entre las más conocidas. Pero yo creo que si hemos de buscar un parangón claro para La culpa del cordero, ha de ser necesariamente Familia (1996), de Fernando León de Aranoa, sólo que subvirtiendo la historia, puesto que si en la película del español se trata de una celebración ficticia de un evento real, un cumpleaños, en la de Drak se trata de una reunión real de un evento desconocido para todos los personajes, salvo Jorge, que lo ha planeado todo concienzudamente. Sin duda que el retrato de familia en ambas películas también tiende a unirlas. Y la complicidad con España se busca también en la elección de un faro, precisamente en Cataluña, y la música final de los créditos: un tema flamenco.

¿La familia? Mal, claro ¿De qué otro modo podría ser? Parece que quiere decirnos Gabriel Drak en su filme, porque no puede decirse que sea una película fecunda en soluciones positivas de la situación.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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