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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 308
Críticas ordenadas por utilidad
10
21 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Quién es ese hombre, Francis (Bruce Greenwood), que acude como espectador a un local de bailes eróticos, de nombre Exótica, en donde parece que tiene una singular relación, diríase que ritualizada, con una de las bailarinas, Christina (Mia Kirshner), quien realiza sus bailes, vestida de colegiala, y a los sones de una canción poco asociable con un ambiente así, Everybody knows de Leonard Cohen? Desde una perspectiva convencional, o desde una perspectiva superficial, sería una imagen sexual, con componente fetichista, dada la indumentaria de la chica, lo que podría determinar que a él se le calificaría de pervertido, practicante de un llamado comportamiento desviado, aunque esa imagen degradada también la alcanzaría a ella, como alguien que se vende, dejando de lado las vergüenzas convencionales, exhibiendo sin pudor su cuerpo. Se podría decir que no poseen una imagen respetable. Pero no son lo que representan (para una mirada convencional; para una mirada que proyecta pero no discierne, o no se esfuerza en comprender más allá del filtro de una imagen superficial por convencional). Porque ¿realmente Todos saben (everybody knows), son capaces de discernir, de conocer lo que es real bajo las apariencias?

En una de las secuencias iniciales de esta magnífica Exótica (1994), de Atom Egoyan, vemos a dos inspectores de aduanas contemplando a los viajeros que llegan a través de un espejo opaco para el que está al otro lado, uno instruyendo al otro sobre cómo discernir quién puede estar trayendo algo ilícito o de contrabando. ¿Qué es lo que vemos? ¿Qué es lo que parecemos a los ojos de los demás? ¿En qué medida una imagen o apariencia puede ser equívoca o incompleta, y más según desde la perspectiva, condicionada por diferentes causas, de quién mira o valora? Es decir, ¿Qué condiciona, como filtro, algunas miradas? En el club, el dj, Eric mira a través del espejo que es opaco desde el otro lado, pero él no discierne sino que proyecta, no ve esa imagen convencional, sino que mira desde una condicionada perspectiva personal. No percibe a ambos, o cuál puede ser vínculo real, sino que proyecta lo que le disgusta de esa circunstancia por cómo le afecta a él emocionalmente. Exótica se construye narrativamente como una cebolla que va descubriendo sus capas, desvelando lo imprecisas que pueden ser las impresiones a partir de las apariencias ( y más desde la sancionadora perspectiva convencional, edificada sobre la vergüenza y el valor de imagen, la respetabilidad y la conveniencia), y cómo hay que conocer, y comprender, las circunstancias, presentes y pasadas, de cada persona, para enfocar una mirada precisa sobre él o ella. Al final de la película tendremos una perspectiva muy diferente sobre quiénes son, y cómo sienten, y por qué actúan de ese modo cuando nos son presentados, Francis y Christina.

En ese club hay una norma, cuando las bailarinas realizan una sesión privada con sus clientes, estos nunca podrán tocarlas, a riesgo de ser expulsados, sólo ellas pueden hacerlo. Tocar, sentir, empaparse de las emociones del otro, quebrar las distancias, en un mendo preso de las imágenes como cristales interpuestos, proyecciones y ausencia afectiva. Hay otros personajes que componen este puzzle, y cuyo papel, en el equívoco entramado de relaciones, iremos descubriendo, aunque suscite el desconcierto en primera instancia, por desconocer la circunstancia, la implicación de unos y otros. Francis recurre a una chica, Tracey (Sarah Polley), como niñera, en un hogar donde no vemos ninguna niña, sólo fotos de ella, y ¿por qué se pone a tocar el piano?. ¿Por qué actúa asi, de un modo que tiene la apariencia de recreación ritual?. Esa chica es su sobrina, que no entiende para que recurre a ella para realizar esas acciones rituales, ni comprende sus reflexiones sobre que lo que más desea es hacer el bien, y hacer sentir bien a los demás. Para Tracey, Francis mantiene con su hermano (Victor Garber), impedido en una silla de ruedas, una desconcertante relación, como si entre ellos hubiera asuntos pendientes o deudas; Tracey reconoce que no le gusta cómo se comporta su padre cuando está con su hermano, no entiende por qué se comporta de modo diferente. No será hasta la conclusión que descubramos que el hermano mantuvo una relación con la esposa de Francis y conducción el coche con el que sufrieron el accidente en el que murió ella y en el que él quedó inválido. Francis es inspector de hacienda, alguien que también escruta la vida de los demás, para descubrir una fisura, la ilícita e infame transgresión. ¿Cuál es la suya?. Él también ha cruzado ese umbral en que es escrutado desde la mirada convencional como infractor de las buenas costumbres. El hombre que valora y sanciona fisuras se encuentra en la otra posición, la de sancionado, o al contrario, ser comprendido. De hecho, en primera instancia fue sospechoso del asesinato de su hija, hasta que fue detenido el real culpable. No hay motivación sexual sino emocional en sus actos, dado que es un hombre quebrado emocionalmente como se irá revelando, que aún no ha superado la pérdida de seres queridos, en especial, de su hija. ¿Y por qué esa obsesión de Eric (Elias Koteas), el Dj de Exótica, con respecto a Christina? ¿por qué ese celo posesivo, molesto con esa relación que parece tan cercana y cómplice entre Francis y Christina, como si realmente se conocieran profundamente más allá del papel que ambos representan en ese local, y que le lleva a poner una trampa a Francis para que realice la infracción de las reglas del local, y toque a Christina?. Una serie de dosificados saltos atrás en el tiempo nos muestran cuándo y cómo se conocieron Eric Y Christina, realizando, precisamente, una búsqueda por verdes y hermosos prados de hierbas altas, aunque ¿Qué o a quién buscaban?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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9
21 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La realidad asemeja un tablero en el que las piezas parecen distribuidas de forma azarosa. Quizá sientas que puedes controlarla, quizás pienses que puedes descifrarla, como esa conversación que se está grabando en la primera secuencia de La conversación (The conversation, 1974), de Francis Coppola, y con la que se obsesionará Harry Caul (Gene Hackman), un técnico de sonido en tareas de vigilancia, en San Francisco, alguien que trama y configura su vida sobre otra vigilancia, la de la intrusión de los otros en su vida, la reserva. Harry establece distancias, suspicaz ante cualquier interrogante o intromisión en su vida. Le molesta que una vecina le haya dejado dentro de su casa un regalo por su cumpleaños, porque le preocupa que alguien tenga acceso a su casa, que tenga otra llave, que pueda controlar su correspondencia, su espacio íntimo. Le molesta que Amy (Terry Garr), la chica con la que mantiene una relación, le haga tantas preguntas, le incómoda, y se revuelve receloso. A ella le molesta estar siempre tan pendiente de él, de cuándo aparece o no. Su relación se quiebra, porque los dos estiran la cuerda hacia su lado. Harry es como un monje, parece que vistiera un hábito, ese vestuario de traje y corbata con una gabardina, que parece traslucida; transpira severidad, rigidez, alguien que se ha retirado en su interior, en su soledad acorazada. Sus sentimientos a buen recaudo, sin querer implicarse en su trabajo, como si los sentimientos sólo interfirieran, sin hacerse preguntas, cual mero técnico que realiza trámites con la vida y el trabajo. Pero no se puede controlar la vida, ni eres el centro de la misma, no eres el único que tiene las llaves, eres una pieza más, y la realidad hará burla de tus presunciones.

En la primera secuencia, ese plano de la plaza, que realiza con teleobjetivo con acercamiento de zoom a los que transitan por la misma, resalta la figura de un mimo que imita a los transeúntes, hasta que el encuadre se centra en uno al que sigue remedando su gestos, Harry. Ya un anuncio de lo que será el curso o deriva de la narración, de lo que hará la realidad con el controlador vigilante. Quienes componían el encuadre de su vida, las piezas que lo mantenían estable, empiezan a disgregarse, a contrariarle. No sólo Amy, sino su asistente, Stan (John Cazale), quien tras discutir con él se une a un rival profesional de Harry, Bernie (Allen Garfield). La realidad comienza a ser territorio movedizo, incierto, amenazante. Harry empieza a mirar su rostro, a preguntarse sobre sí mismo, pero opta por mirar hacia afuera, como si las respuestas, o las soluciones que busca pudieran estar allá afuera. Harry llama (Caul fonéticamente se asemeja a call, ‘llamar’) pero la realidad no contesta, o hay interferencias, comienza a ser inteligible, y además surgen los fantasmas del pasado, aquellos que motivaron que se convirtiera en una especie de monje de clausura, clausurado para el mundo, sin implicarse con nada ni con nadie, cuando un trabajo de escucha con éxito propició, como consecuencia, la brutal muerte de un implicado y su familia. Es como si se hubiera roto la escotilla que había puesto en su vida. ¿Y si sucede de nuevo? ¿Y si esa pareja que escucha pueden ser asesinados por facilitar la conversación que ha grabado?

Aunque, al estrenarse pocos meses antes de la dimisión de Nixon, se asociara el argumento, por el uso de las escuchas, con el caso Watergate, el rodaje ya había concluido, en concreto en febrero de 1973, antes de que adquiriera resonancia en los medios ese caso. El mismo Coppola se quedó sorprendido con el hecho de que los equipos de escucha que usa en la película fueran los mismos que usaba la Administración Nixon para espiar integrantes del partido Demócrata. De hecho, el guion había sido escrito incluso antes de que Nixon fuera elegido presidente en 1969. Sí fue influencia determinante Blow up (1966), de Michelangelo Antonioni, una fascinante obra en términos semióticos, aunque cuestionable en términos cinematográficos, lejos, a mi parecer, de la excelencia de las obras que había rodado previamente Antonioni esa década. Es una obra mucha más sugerente por su planteamiento que por su materialización cinematográfica. Carece de la extrañación, de la turbadora atmósfera, que sí se logra en La conversación con el admirable uso de la luz y el color, obra de Bill Butler, tras reemplazar a Haxkel Wexler ya iniciado el rodaje, por diferencias creativas con Coppola (aunque algunas escenas se rodarían de nuevo, se mantuvo la secuencia inicial en la plaza). David Shire compuso antes de que se iniciara el rodaje la banda sonora, en la que destaca, sobremanera, su memorable tema principal con el piano como único instrumento. El brillante uso del diseño de sonido fue obra de Walter Murch, también coeditor, al que Coppola dejó mano libre durante la elaboración del montaje ya que estaba imbuido en la preparación de El padrino II (1974). Robert Duvall, que no aparece acreditado, interviene en escasas secuencias, en el tramo final, aunque su papel es importante en la trama, una figura de poder, como la que también encarnará en Apocalipse now.
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cinedesolaris
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9
13 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es fácil mantener el equilibrio en la balanza de la vida. Las inclinaciones del ser humano, sea el engañarse a uno mismo, o no saber articular lo que siente ( o no decidirse a hacerlo) propician que el fiel de la balanza se desequilibre, porque siempre se tiende a un extremo. En cambio, el cine de Yasujiro Ozu transpira un depurado equilibrio, el de la mirada justa, serena. 'La hermanas Munekata' (Munekata kyodai, 1950) es otro de esos prodigios delineados con delicados y muy sutiles trazos que hacen de la sencillez, de la condensación, alquimia de lo esencial, como ese templo, con el que se abre y cierra la película, quizás el Lugar, ese anhelado equilibrio contemplado como logro trascendente, que nuestra frágil y confusa condición humana no logra materializar. Esta obra se sostiene sobre los citados extremos, y desde variados ángulos. Mariko ( Hideko Takamine) y Setsuko (Kinuyo Tanaka) son las dos hermanas a las que alude el título. Setsuko, la mayor, representa el aprecio por los valores tradicionales, y Mariko, quien ha estudiado en el extranjero, los modernos, diferencias que ya se reflejan en su distinto modo de vestir. Aunque no todo es tan claro, a veces en valores del pasado puede haber más sabiduría que en los presuntos nuevos, del mismo modo que en el cambio, en la renovación, puede residir el desprendimiento de rígidos lastres que anulan al individuo. No hay blanco ni negro.

Setsuko está casada con Mimura, que lleva tiempo sin trabajo, y parece que no lo busca. Parece más inclinado a disfrutar del 'holgazanear' , de la bebida, y de su amor por los gatos. Y, sobre todo, su hermana está convencida de que Setsuko no le ama, sino, más bien, pese a las décadas transcurridas, a Hiroshi, otro emblema del japón moderno, recién llegado del extranjero, lo que se refleja, de nuevo, en su forma de vestir y en el espacio del hogar, de corte occidental. Setsuko e Hiroshi se amaron en el pasado pero ninguno fue capaz de expresarlo, y la oportunidad se dejó pasar. Mimura se esfuerza en propiciar que ambos recuperen ese amor, aunque, realmente, ella está enamorada de Hiroshi. Nada resulta nítido, sino que está enmarañado, entre autoengaños e inhibiciones, o apresurados juicios por las apariencias (como descubren al final, Mimura sí estaba buscando trabajo). Futuro y pasado también son nociones que pesan sobre los personajes de un modo irresuelto, que delata su confusión, un presente definido por el desequilibrio, por la condición suspendida de sus emociones.

'Las hermanas Munekata' cautiva por su refinada y templada belleza. Uno de de los rasgos de estilo, de modulación o respiración narrativa, recurrentes en el cine de Ozu son esas transiciones sobre espacios, que transcienden su mera condición de paso de capítulo. Como esos planos de un tren pasando al fondo del encuadre y en primer término las lápidas de un cementerio, o ese encuadre en que en primer plano vemos una silla, y al fondo, casi a través de los barrotes de la silla, una angosta calle, y más allá el pico de la montaña. Imágenes que ya condensan tanto las ideas como las emociones en juego en la narración, el agitado hilo subterráneo, apresado, que se palpa en las calmadas superficies. Ya manifiesto en las mismas imágenes introductorias. Un árbol y, después, un edificio elevado en el que resalta un reloj. Ya no sólo el contraste citado entre tradición y progreso, entre naturaleza e inhibición de emociones y sentimientos, sino que ya anuncia la relevancia del paso del tiempo: En primer lugar, el cáncer terminal que se le ha diagnosticado al padre de ambas: la primera secuencia de hecho se centra en un aula universitaria de la facultad de medicina: en ella se comenta la dificultad de modificar el hábito aunque el cambio suministrara una mejoría radical en la salud, aunque impidiera el desarrollo de una enfermedad. La dificultad del cambio, el enquistamiento en unos hábitos.
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cinedesolaris
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8
13 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la secuencia introductoria de Half Nelson (2006), de Ryan Fleck, Nelson (Ryan Gosling) parece haber despertado, aunque parece en suspenso. Cuenta hasta siete, para coger impulso, y se incorpora. Desaliñado, erra por su apartamento como si buscara la madeja de la motivación. Planos fragmentados, acciones inconclusas. Nelson es profesor de Historia en un curso de alumnos negros de trece años. Les pregunta qué es la Historia: Cambios, un enfrentamiento entre fuerzas opuestas, que posibilitan un cambio, y lo que hasta entonces era fuerza de una minoría, se convierta en la de una mayoría. Claro que igual a veces el empuje de esa voluntad de transformación no es suficiente. Ryan Fleck, y Anna Bolden, coguionista, productora y editora, nos condensan en las dos primeras secuencias de esta magnifica Half Nelson las fuerzas en oposición en la propia de vida de Nelson. La fuerza de su discurso, de incentivar, y concienciar, para posibilitar cambios, de dejar su pequeña huella, o influencia, en unos jóvenes que empiezan a desenvolverse, definiéndose, en el mundo. Conseguir el logro de que al menos una persona cambie. Y, por otro lado, la deriva de su propia historia, con minúsculas, su vida, que parece zarandeada, entre la decepción (en la que su adicción a la droga es su forma de narcotizarla) y una errática indefinición. Por eso el primer plano de la película es el de su perfil; como señala el título de la película, es la mitad de Nelson, como si sólo estuviera presente en parte, o su vida fuera incompleta, ya que no ha podido realizar lo que deseaba, se siente en los márgenes de la Historia, y sin casi historia propia. ¿Qué sería de él si no impartiera esas clases, su lazo con la vida, el incentivo para poder seguir levantándose cada mañana, aún con esfuerzo?

La narración está puntuada por evocaciones de los alumnos, en clase, dirigiéndose a la cámara, de hitos sociales reflejo de oposición de fuerzas: la ley que en 1954 erradicaba la segregación en el sistema educativo; el motín en la cárcel de Attica en 1971, cuando los presos se rebelaron protestando por sus infames condiciones, que determinó el mayor enfrentamiento en Estados Unidos desde la Guerra civil y el asesinato del primer político con cargo institucional que expuso abiertamente su homosexualidad en 1977, Harvey Milk, con el añadido absurdo de la declaración del asesino que se justificó con que esa mañana había ingerido comida basura . Por un lado se convierten en reflejos del estado vital del protagonista, según se sienta con más fuerza, o cuando caiga en estados de derrotismo, estos hechos se acompasarán a ello. A veces la oposición de fuerzas crea un progreso, en otros lo refrena o revela la incapacidad del ser humano para superarse y sí de, en cambio, incurrir una y otra vez en otros desatinos y atrocidades. Por otro, estas imágenes explícitamente documentales nos recuerdan el pasado como documentalistas de Fleck y Bolden, y, sobre todo, cómo aplican en una narrativa de ficción modos del documental, conjugando ambos, y de ahí esa inmediatez que respira el film, como si se captaran instantes al vuelo. Una cámara al hombro en muchas ocasiones, un montaje entrecortado que atrapa tiempos muertos o transiciones, sin una convencional condición funcional, que no sólo logran no hacerse notar (como puede ocurrir en otros directores, donde el recurso queda impostado) sino que logra crear esa atmósfera emocional acompasada a las miradas de Ryan Gosling ( en uno de los trabajos actorales más matizados y complejos de los últimos años). La narrativa representa y hace cuerpo esa deriva del personaje, esa sensación interna de incompletitud, de vida hecha de instantes desgajados, que avanza a trompicones, hecha de impulsos y caídas, de arrebatos de intemperancia, de torpezas y hastíos; de sentirse, en suma, fuera de su propia vida y de lo que le rodea, como siente por ejemplo en la cena con su familia. En un momento dado dice a sus alumnos que el sol sale cada día, que con cada respiración que efectuamos, el acto de inhalar y exhalar, ya se produce un cambio. Pero en su vida ¿qué cambios se producen? ¿Qué hace con ella más allá de esas clases que imparte?. Sus frases a veces son un una efervescencia de lucidez entusiasta, de discurso combativo articulado. En otras, cuando sus emociones intimas le desbordan, sus frases son inconclusas, perdidas en un gesto interrogante o impotente.
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cinedesolaris
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9
24 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La casa de la alegría (House of mirth, 2000), de Terence Davies, es el destilado de una extracción, el de la sangre de la alegría y exuberancia vital, la de Lily (Gillian Anderson). Es un trayecto que comienza con resplandores, los que emanan de Lily, y provoca que los demás se sientan atraídos por su luz, como las falenas. Aunque es la luz la que se destruirá, porque la conclusión es el vacío, el que realizan alrededor de ella, abandonándola, apartándola. De la luz que ilumina, y alienta ilusiones, a un despojo molesto que se va marginando, barriendo hacia los más oscuros y polvorientos rincones, hasta que se confunda con la misma oscuridad, con la muerte. Lily es una pantalla para los demás: De hecho, en su presentación es una figura incierta, indefinida, en la estación, que camina entre humos y sombras. En cierto momento, el telón se descorre y se descubre a Lily posando magnificente, como una imagen edénica, o la representación de la belleza anhelada, de un objeto de lujo a poseer. Como ella anhela encontrar lo que debe desear, ser la esposa de alguien acaudalado, porque es la única manera de poder vivir holgadamente, ya que una mujer independiente, que viva sola, sigue siendo algo inusitado o raro. Se ofrece en el escaparate, pero también es exigente.

Hay quien le atrae, caso de Selden (Eric Stoltz), abogado, con el que establece un juego, un pulso, en el que late una atracción mutua, que ninguno de los dos pretende materializar, porque él no es lo suficientemente rico, pero con la que juegan, como quien acerca el dedo a la llama que la atrae pero la aparta cuando empieza a sentir la quemadura. Las secuencias iniciales se modulan sobre su danza, la de sus sentimientos asediando a los del otro, como una carga de caballería que rodea al enemigo apostado. La tensión se consume bajo las palabras, contoneándose aunque algún beso se deslice fugaz en algún pasajero resquicio de la coreografía de gestos y miradas, con las palabras como corazas y lanzas. Hay quien es rico, pero no lo suficientemente atractivo, como Rosedale (Anthony La Paglia), y es desechado, o puesto en la cola de pretendientes, aunque le proponga matrimonio. Hay quien le ayuda en unas inversiones, como Tresnor (Dan Ackroyd), pero más bien es una estrategia para con la deuda establecida conseguir sus favores sexuales. Hay quien, como Gryce (Pearce Quigley) parece poseer los adecuados ingredientes de marido, pero es testigo del flirteo con Selden, y desiste en su interés.

Pero las decepciones comenzarán a arrasar el escenario de ese escaparate, rebosante de luz, en el que parecía flotar. Y comenzará a ver cómo esa casa de la alegría que es la sociedad en la que quiere hacerse un lugar, y encontrar su vitrina particular inmune y apoltronada, no es sino es sino una jaula de fieras depredadoras y salvajes que, tras el camuflaje de los rituales, de las convenciones, cortesías y buenas maneras, se dedican a despedazar a quien no encaja en su escenario, o no complace como debiera o no cumple la función a la que se le relega. La matanza se realiza de forma silenciosa, incluso sin abandonar la sonrisa, como la aterradora Bertha (una excepcional Laura Linney), o quizá con expresión de condolencia. Lily va cayendo por el desagüe, y se convierte en una pelusa que desentona en el vestido, o en una mancha incómoda que da cierto reparo escurrir.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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